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La Presidenta en deuda


Los tratados de libre comercio internacionales discurren, mientras las convenciones internacionales de derechos humanos se atascan en el parlamento chileno.



En el lenguaje de la elite, los tratados hablan de bienes, dinero, negocios, ganancias y expectativa de bienestar, de un futuro aromático, ese que, según el Ministro de Hacienda, haría de Chile un país desarrollado el 2020, ya no en el 2010 como fuera prometido.



En el mismo lenguaje, las convenciones hablan de personas, derechos, valores, compromisos, y expectativa de seguridad de los pueblos, de sus ciudadanos ante golpes de estado, genocidios y etnocidios; guerras de ocupación, preventivas y/o «humanitarias»; de un pasado que apesta y del que la elite huye o aborda a regañadientes, con poco interés de descubrirlo en todo lo que significa.



Hace un año, la Presidenta Bachelet regresó a Villa Grimaldi a visitar su propia historia y la de millares de chilenas y chilenos. Acompañada por ex prisioneras y prisioneros, amigas y amigos. También cámaras y reporteros que registraron y difundieron por el mundo este gran gesto humano y político, dos términos escasamente asociados.



Desde allí, la Presidenta anunció buscar mecanismos para desbloquear los impedimentos a procesar y sentenciar a acusados por crímenes de lesa humanidad entre 1973 y 1978. Lo hacía en respuesta a la resolución de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, que se había pronunciado contraria a la aplicación de la llamada ley de amnistía, por ser incompatible a hacer justicia respecto a esos delitos.



La Convención sobre imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad es uno de los seis tratados sobre derechos humanos que la «minoría del parlamento» se resiste ratificar, obstruyendo su incorporación al ordenamiento jurídico local. La actitud de este poder del Estado debilita la legitimidad de la aspiración chilena a sentarse en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas.



Si miramos más allá del ombligo y de las fronteras, la demanda por cautelar los derechos de las víctimas de las dictaduras es una corriente de los gobiernos democráticos en América Latina. El gobierno del Presidente Lula ha conseguido, el 22 de septiembre pasado, que Tribunal Supremo permita acceder a documentos secretos y descubrir el paradero de los restos de brasileños muertos o desaparecidos en enfrentamientos entre Ejército y guerrillas durante la dictadura militar (1964-85).



A su vez, la Corte Suprema Argentina anuló, el 13 de julio pasado, los indultos del ex Presidente Menem (1989 y 1990) que exculpaban a militares responsables de desapariciones de personas y robo de bebés de detenidos desaparecidos. Con ello se ha reconocido la doctrina de que los crímenes de lesa humanidad no prescriben, como lo ha sostenido el gobierno del Presidente Kirchner.



También, el gobierno del Presidente Tabaré Vásquez, desde marzo de 2005, ha abierto investigaciones sobre desapariciones de personas y mandos militares podrán ser procesados por secuestros de bebés, independientemente de la Ley de Caducidad que estableció impunidad jurídica a la comisión de delitos cometidos por militares y policías durante la dictadura entre 1973 y 1985.



La palabra del gobierno de la Presidenta Bachelet está empeñada con una solución en favor de la justicia en los casos de crímenes de lesa humanidad, como lo demanda la Comisión de la OEA. Los parlamentarios deberán actuar no sobre un pasado, sino sobre una realidad presente, viva, que tiene pasado y que condiciona futuro. Está por verse si Chile prefiere sintonizar, esta vez, con los gobiernos democráticos cercanos o prefiere mantenerse al margen de los acuerdos mundiales sobre derechos humanos, como lo hace el gobierno del Presidente Bush.



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Pablo Portales es periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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