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El problema Mapuche


La solución de cualquier conflicto tiene un momento previo imprescindible: la definición objetiva acerca de qué tipo de conflicto se trata. Mientras ello no ocurre, la conducta de los actores estará marcada por el cálculo erróneo, los prejuicios, el uso ineficiente de sus instrumentos y argumentos, y la pérdida de oportunidades para terminar efectivamente con el problema.



Ello ocurre en el denominado "problema mapuche". Con el agravante de que se trata de una cuestión cuyas variables van desde lo meramente económico o político, hasta lo simbólico, cultural e histórico, generando una espiral de complejidad.



Es posiblemente su contenido cultural y simbólico el que lo vuelve tan irreductible y poco accesible a las políticas públicas comunes. Y, al mismo tiempo, incomprensible para la mayor parte de la ciudadanía.



Es común escuchar incluso de personas informadas el juicio de que "en realidad sabemos muy poco acerca del conflicto mapuche". Y resulta patente que el poder político no ha sabido o no ha podido abordarlo eficazmente. No ha logrado objetivarlo, ni encuadrarlo como un problema político, de tierras, nacional o de autonomía. Por lo cual las políticas emprendidas siempre terminan siendo incompletas o ineficientes, incluso más allá del carácter especial y extraordinario que generalmente tienen.



Se requiere un examen histórico y cultural exhaustivo de los hechos y percepciones que perfilan el actual conflicto, para poder determinar sus bordes reales y situarlo en la perspectiva de lo que realmente es y no lo que uno u otro actor piensa que es.



Ello no es posible sin estabilizar el conflicto, es decir, impedir que siga escalando. Y eso es difícil porque el uso de los recursos estatales para hacer valer el orden público requiere de una fina ecuación política, que no excluye lo policial y el actuar del Ministerio Público, pero que tiene que tener la solvencia suficiente como para dar garantías de flexibilidad y generar confianza. Y, claramente, el gobierno -con su ministro del Interior a la cabeza- ha sido poco ducho en esta materia.



Para lograrlo, son válidos los comisionados, las mesas de diálogo, las mediaciones o cualquier otro instrumento, a condición de que se entienda que no están solucionando el conflicto de inmediato, sino viabilizando las condiciones para buscar soluciones definitivas más adelante. Todo con un mínimo uso de la coerción y la fuerza.



La solución, como paso siguiente, es más compleja. Para graficarla basta recordar lo que representa la Araucanía, la zona más irreductible del conflicto, para algunos colectivos mapuches. Ella tiene para muchos de estos el mismo rol que jugó respecto de la colonización hispánica, donde nunca pudieron funcionar las tres instituciones básicas de la colonización: el Ejército, la Iglesia y la Encomienda. Y tal como señalan muchos historiadores, la corona española se vio obligada a establecer una política de tratados y de autonomías, que hoy algunos dirigentes mapuches consideran una prueba de su reconocimiento como nación y una evidencia jurídica asimilable a tratados internacionales.



Esta visión tiene un papel radicalizador en el imaginario de algunas organizaciones mapuches. Más aún si al llegar la República e implantarse la política de "reducciones" -hacia finales del siglo diecinueve- más de dos mil de las tres mil reducciones creadas quedaron en la actual IX Región de la Araucanía.



Con todo, y pese a la exclusión, el promedio de tierra era de casi 7 hectáreas por persona. De eso hoy queda muy poco. En esa emblemática zona se ha experimentado un notorio proceso de concentración de la tierra a favor de grandes compañías forestales, con un empobrecimiento creciente de los pequeños agricultores campesinos, entre ellos los minifundios de las comunidades mapuches existentes.



¿Cómo definir el problema y a partir de ahí generar una solución? ¿Deseamos que sea una etnia o una nación? La respuesta lleva por diferentes caminos. El primero, a idear políticas de protección, subsidio y fomento a través de instituciones como la CONADI. El otro, el de la opción nacional, a políticas de autonomía y reconocimiento de derechos colectivos, con instituciones que hoy no existen.



Esto último contradice nuestro sistema constitucional, en el cual el reconocimiento de los derechos colectivos es muy débil o inexistente. La impronta homogenizadora e individualista de nuestro sistema jurídico y político, defendida desde todos los sectores, parece ser demasiado fuerte. Sin embargo, es una opción que no puede descartarse si deseamos definir bien el problema para así poder solucionarlo.

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