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Los encapuchados de siempre

Recientemente ha sido aprobado en lo general por el Senado chileno un proyecto de ley que agrava las penas para quienes causen daños a rostro cubierto (encapuchados), documento que merece ser examinado en detalle, sobretodo algunos aspectos particulares del mismo, en tanto se afectan principios generales del derecho a los que conviene apelar cuando se discuten cuestiones que afectan a derechos tan importantes como los de reunión, manifestación y protesta.


Por Roberto Gargarella*



Igualdad y poder punitivo. En principio, y como cuestión general, convendría decir que las autoridades públicas, siempre, deben hacer un uso muy cuidadoso de su poder punitivo. Este es un principio en el que coinciden todos quienes reflexionan sobre el derecho. Y en países marcados por la desigualdad (como es el caso en la mayoría de los países latinoamericanos), dichas autoridades deberían ser aún más prudentes. Pues el gran riesgo que se enfrenta, al querer resolver cuestiones de injusticia social a través del derecho penal, consagrando de este modo situaciones públicamente no justificadas, es comprometer al derecho en esa indebida tarea. Contribuyendo a que el derecho pierda, en lugar de ganar, autoridad moral y respetabilidad publica.



El lugar especial del derecho a la crítica. En cualquier democracia representativa, el derecho de queja (de los ciudadanos frente a sus representantes) merece un máximo de cuidado y protección, ya que el socavamiento del mismo amenaza con erosionar a todos los demás derechos. En efecto, es a través de la critica que los ciudadanos custodiamos y mantenemos en pie al conjunto de nuestros derechos. Dicha crítica puede manifestarse periódicamente a través del voto, pero ella merece mantenerse activa, también, entre elección y elección, ya que la democracia no se agota con el ejercicio del voto, ni con la crítica ejercida a través de la prensa. Pues la virtud de toda democracia está en permitir un permanente proceso de corrección y enmienda de las decisiones públicas, y para ello es necesario estar abiertos a los reclamos que cotidianamente expresan los ciudadanos, sea esto en sus lugares de trabajo, en la calle o en otros espacios públicos accesibles para el ciudadano común. El proyecto bajo discusión no parece salir en auxilio de esas expresiones cívicas, sino más bien dirigido a limitar el ejercicio de las mismas.



Protecciones especiales para funcionarios públicos/agentes del Estado. La jurisprudencia internacional es muy firme y consistente en la idea de considerar a los agentes públicos como individuos sujetos a estándares de protección inferiores, y no superiores, en relación con el ciudadano común. En este sentido, nuevamente, el proyecto bajo discusión resulta, por decirlo menos, curioso. Pues si el Derecho Internacional se orienta en dirección contraria a la del proyecto en análisis, ello se debe a múltiples razones, incluyendo: (a) el hecho de que deben garantizarse siempre las condiciones de un debate público tan «robusto, desinhibido e ilimitado» como sea posible (New York Times v. Sullivan); (b) la idea de que los funcionarios cuenten con mayores posibilidades de acceder a los medios y defenderse por si mismos; (c) la certeza de que ellos se han colocado en estos cargos por voluntad propia; (d) el principio según el cual ellos deben asumir una carga de responsabilidad extra por el tipo de obligación que han contraído con la sociedad, al decidir ocupar el puesto que ocupan, entre otros.



Manifestaciones y disrupciones violentas. El hecho de que, ocasionalmente, algún manifestante se exprese a través de la violencia, no debe servir como excusa al poder público para limitar la protesta, del mismo modo que la producción de un daño durante una huelga legítima no merece socavar en absoluto al derecho de huelga. En tal sentido, cualquier medida destinada a responsabilizar a los organizadores de la protesta por los daños que eventualmente se produzcan en el desarrollo de la misma (como insiste el senador Espina), genera un incentivo muy negativo sobre los legítimos opositores de alguna medida pública, y por lo tanto viene a constreñir indebidamente el espacio de la protesta colectiva. Resulta mucho más sensato, en cambio, reprochar por modo separado al individuo que actúa disruptivamente, ello por la acción de la que es responsable a nivel particular, sin poner en riesgo el derecho colectivo en juego.



El uso de capucha como agravante. Aunque el tema parece menor y se presenta como necesario, convendría señalar al menos un punto al respecto: las personas se cubren el rostro, habitualmente, no por una cuestión antojadiza o estética, sino por el temor a ser identificados. Y ello dice más acerca del uso que se hace de los poderes coercitivos del Estado, que de las acciones e intenciones de los manifestantes. Siendo esperable que, cuanto más transparente y ecuánime sea el Estado, en el uso de la coerción, menos razones queden para relacionarse con él de modo abierto. Esta predicción encuentra fuerte respaldo en la experiencia comparada.



*Roberto Gargarella es abogado, doctor en Derecho de la Universidad de Chicago.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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