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¿Qué se premia cuando se premia?

Rodrigo Pinto
Por : Rodrigo Pinto Crítico de libros
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Pocas veces, en la historia del Premio Nacional de Literatura, habíamos asistido a un despliegue tal de trabajo como el que se ha dado en estos meses a favor de una candidatura, la de Isabel Allende. En esta semana, nos hemos enterado de que el editor Pablo Dittborn (sí, del sello que publica a la autora) encabeza una poderosa maquinaria de lobby que puso de su lado incluso a Ricardo Lagos. En la anterior, la escritora Elizabeth Subercaseux se manifestó en duros términos contra quienes favorecen otros nombres e hizo un despliegue de desmesura a la altura del realismo mágico, sin justificar una afirmación tan tajante como que Isabel Allende “posee una estatura moral e intelectual que ningún personaje de nuestro país tiene en la actualidad” (aun si así fuera, ¿qué tiene eso que ver con los premios literarios?). Y, en estos días, veinte senadores han difundido una carta de respaldo a la candidatura en cuestión, cuya pobreza argumental no logra resolver por qué puede ser relevante para el jurado el gusto literario de nuestros parlamentarios.

[cita]Nos hemos enterado de que el editor Pablo Dittborn (del sello que publica Isabel Allende) encabeza una poderosa maquinaria de lobby a favor de la autora, que puso de su lado incluso a Ricardo Lagos.[/cita]

Para mejor situar en qué perspectiva se inscribe la narrativa de Isabel Allende y deducir desde ahí si tiene los méritos necesarios para recibir el Premio en discusión, quiero partir por el ensayo más sugerente y provocativo sobre literatura latinoamericana que he leído en los últimos años. Lo escribió Francesco Varanini, un antropólogo y periodista italiano, así que no fue obra de profesores de este lado del mundo ni de académicos de universidades estadounidenses, y ni siquiera de especialistas en literatura. El valor de Paseo literario por América Latina radica precisamente en su carácter excéntrico, en su articulación desde un territorio fronterizo que le permite moverse con singular libertad; y también en que se trata de una mirada expresamente europea que intenta reflejar, de la mejor manera posible, cómo se ve desde allá la literatura latinoamericana; aunque no está de más decir que también se trata de cómo se consumen libros producidos en estas latitudes en el megamercado editorial del viejo continente.

Esa excentricidad lleva a Varanini a perder el respeto hacia las figuras más consagradas de la literatura regional. Con múltiples ejemplos demuestra, por ejemplo, la decadencia en la producción de Gabriel García Márquez, quien, desde la cumbre que alcanzó en El otoño del patriarca, ha derivado en una escritura cada vez más codificada y petrificada en los mismos gestos expresivos. Él lo llama “lenguaje nobelmarquiano” y rastrea sus huellas no sólo en la obra del Premio Nobel de Literatura, sino también en sus biógrafos, en sus familiares y hasta en periodistas italianos que simplemente apelan a los giros estilísticos del maestro para reincidir en una mirada estereotipada sobre la realidad latinoamericana.

Cito a Varanini de manera extensa, para ejemplificar mejor el punto:

“El estilo, que definiríamos como nobelmarquiano, se nos muestra como una máquina retórica codificada, fácil de montar y desmontar: oldsmobiles prehistóricos que se deslizan silenciosos rozando el borde de las tinieblas, camiones americanos, espantosos, asesinos, mecánicos, perturbados por la locura, océanos de piedras y de brumas, magos de la luz, infiernos originarios, pacientes cazadores de mariposas invisibles, llegadas improbables como la lluvia, colores febriles, indias de ojos oscuros, callejuelas polvorientas, la premonición de los cañaverales, glorias, leyendas, enigmas, sabiduría, visiones totalizadoras, cóleras homéricas, fábulas del pasado y riadas de adjetivos: todo es infinito, inmenso, invencible, increíble, irresistible, incansable, implacable, férreo, tenaz, triunfal, colosal y milimétrico, perpetuo. O, en el lado opuesto, extravagante, impúdico, espantoso, triste y peligroso, alucinante, alarmante, incauto, oscuro”.

Y si incluso el García Márquez maduro no es más que un epígono anquilosado de sus pasadas glorias, con cuánta mayor razón lo son quienes siguen el camino de la apropiación de su estilo, añadiendo apenas una ligera cuota de originalidad o de cambio en la ubicación del exotismo. Porque, en realidad, bien poco importa si la narrativa de Isabel Allende, tocada por la desmesura y la hinchazón imparable del adjetivo, ocurre en Valparaíso, San Francisco, Caracas o Santiago de Chile: cualquier lector la reconocerá en esa “máquina retórica codificada” que Francesco Varanini describe en el párrafo citado más arriba y su origen, especialmente en la margen europea del Atlántico, se perderá en una zona indiferenciada que queda más o menos alrededor del Ecuador.

Conviene tener presente lo anterior a la hora de considerar qué se quiere resaltar, destacar o valorar con este Premio. Especialmente delicada es, en esta línea, la comparación con Gabriela Mistral que hacen, entre otros, los senadores de la República que apoyan a Allende. Cuánta liviandad hay al referirse al “pago de Chile” en ambos casos. De un lado está una maciza obra poética y una obra en prosa cuyos ecos castizos renovaron profundamente la manera de enfrentar la escritura en castellano a ambos lados del Atlántico; de otro, una escritora que trabaja sobre una máquina codificada, que entrega al lector textos pre digeridos que no representan ninguna exigencia ni plantean más desafío que dejarse llevar por el bien aceitado engranaje nobelmarquiano.

Si lo que se quiere es distinguir a una persona que ayuda a que la marca Chile se posicione mejor en los mercados internacionales, está bien: Allende, como destacan los senadores, ha vendido más de 51 millones de copias y en las solapas de los libros se indica que ella nació en Chile. El reconocimiento oficial vendrá a coronar un fenómeno efectivamente excepcional y de innegable sintonía popular. En cambio, si lo que se quiere es premiar excelencia literaria –entendida como la creación de obras perdurables que renuevan profundamente el lenguaje e iluminan zonas reveladoras de aquello tan esquivo que denominamos identidad nacional-, el premio a Allende parecerá, con el paso de los años, un paréntesis de motivaciones ajenas al juicio estrictamente artístico, una cesión espuria a favor de la fama y la popularidad.

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