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Lo de Carlos Peña… ¡no tiene nombre!

Daniel Giménez
Por : Daniel Giménez Sociólogo. Investigador del Centro de Estudios para la Igualdad y la Democracia – CEID. Twitter: twitter.com/ego_ipse
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Después de los numeritos que se manda en su columna, pueden caber dudas legítimas respecto a si Carlos Peña pertenece o no al gremio de los intelectuales. Pero de lo que no cabe duda alguna es que, como rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña es parte del negocio de la educación superior. Es, de hecho, empleado de una de las tantas instituciones (que no empresas) que hoy obtienen importantes “regalías” de subsidios públicos (AFI) y de recursos fiscales que, directa o indirectamente, le llegan del fondo del crédito con aval del Estado.


En ciertas ocasiones las verdades más profundas se pueden expresar en las fórmulas más sencillas. Hace algunos años tuve la oportunidad de disfrutar de la “Carta al director” de El Mercurio más lúcida, directa y pertinente de todas las que me ha tocado leer en mi corta vida. Se limitaba a decir algo así: “Señor Director: cada vez que leo las columnas de Carlos Peña, echo de menos las opiniones y debates de los intelectuales franceses, los de verdad… Atte, [y la firma del/a autor/a que hoy me pesa no recordar]”. Y eso sería todo…

Después de muchos años, de sopetón me vino a la memoria la sentenciosa y concisa misiva al leer la última columna mercurial de Peña, ésa que lleva por título “La gratuidad es injusta”. ¿La razón? En ella el rector de la Universidad Diego Portales (UDP) se despacha joyitas más que dignas de la carta aludida. En términos simples, la columna pretende, en lo manifiesto, una refutación (que no la hay) a los argumentos que sustentan las demandas de educación pública y gratuita, pero introduce, en lo latente y como de contrabando, una “intelectualización” del debate en torno al conflicto estudiantil, con todo lo que ello implica, pedantería incluida.

Un ejemplo: para su (fallido) intento de refutación de las razones de la demanda de educación pública y gratuita, la columna se solaza en retruécanos utilitaristas: si éste tiene más o menos ingresos recibiría más o menos beneficios con más o menos costo o “despilfarro” (sic). Claro que Peña, en lugar de transparentar la perspectiva utilitarista que le sirve de base, que, en principio, es tan legítima como cualquier otra, saca a bailar con sus planteamientos no a Bentham o Stuart Mill, sino a David Ricardo, Marx y Bourdieu.

La estrategia (que no maña) retórica detrás de aquello es demasiado evidente. Marx sale al baile cada vez que Peña quiere remachar las sentencias que, en el decurso de su argumentación, lapidarían (sin éxito; no es necesario ni decirlo) alguno de los planteamientos del movimiento estudiantil. No por nada la pieza que le hace bailar las dos veces que sale a la pista es un-rondó-con-ritmo-de-ley-científica: la ley del “…efecto del rendimiento decreciente del dinero” (sic) y las “…leyes de circulación del capital…” (sic). El mensaje de la columna es claro: “Tú… Sí, tú, el/la cabrito/a entusiasta del movimiento estudiantil que te dices seguidor/a de Marx… si aplicas su pensamiento a lo que demandas, te darás cuenta de que las leyes que él mismo descubrió/enunció/creó/formuló hacen que inexorablemente generes lo contrario a lo que pretendes….”

[cita]Después de los numeritos que se manda en su columna, pueden caber dudas legítimas respecto a si Carlos Peña pertenece o no al gremio de los intelectuales. Pero de lo que no cabe duda alguna es que, como rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña es parte del negocio de la educación superior. Es, de hecho, empleado de una de las tantas instituciones (que no empresas) que hoy obtienen importantes “regalías” de subsidios públicos (AFI) y de recursos fiscales que, directa o indirectamente, le llegan del fondo del crédito con aval del Estado.[/cita]

Y bueno, la estrategia retórica de Peña probablemente sea efectiva para su audiencia habitual, pero definitivamente no lo es para “…unos/as cabritos/as entusiastas del movimiento estudiantil…” que han demostrado una lucidez histórica, estratégica, política y teórica más que envidiable. A ninguno/a de ellos/as, por ejemplo, se le pasaría por alto que “…la ley del efecto del rendimiento decreciente del dinero…” es un título pomposo y grandilocuente, pero que refiere a algo que no existe. Nadie, ni Ricardo, ni Marx ni ningún economista, clásico o neoclásico, ha formulado algo parecido a eso. Lo que existe en economía es “la ley de los rendimientos marginales decrecientes”, que plantea que cada unidad adicional de cualquiera de los tres factores productivos (tierra, capital o trabajo) genera menores utilidades o rendimientos que la unidad anterior si ceteris paribus, esto es, si la cantidad de los otros factores productivos se mantiene constante. ¿Qué tiene que hacer acá el dinero? Lo mismo que el merkén en un tarro de duraznos al jugo. Simplemente no existe nada que se parezca ni remotamente a una “…ley del efecto del rendimiento decreciente del dinero…”.

Pero ése es sólo el comienzo. El otro numerito de Peña respecto a Marx es de concurso. Según él, la educación gratuita para todos/as reproduciría exactamente la misma segmentación socioeconómica que existe actualmente en el sistema educativo, pues, en sus palabras, los/as más ricos/as “…tenderían a concentrarse en las instituciones más prestigiosas y los más pobres en las menos selectivas…” (sic). Y todo eso, según Peña, sería consecuencia de lo que Marx habría llamado “…las leyes de circulación del capital…”.

¿Qué más se puede decir al respecto? Marx descubrió/enunció/creó/formuló/se inventó (al gusto epistemológico del/a lector/a) leyes de la producción de plusvalía, leyes de la tasa de ganancia, leyes de los beneficios decreciente (derivada de las utilidades marginales decrecientes) y otras tantas “leyes” del capital, pero no descubrió/enunció/creó/formuló/se inventó nada parecido a las “…leyes de circulación del capital…”. Correcta o no, la teoría de Marx es una teoría de la producción, no de la circulación, del capital.

Como no formo parte del gremio, no sé si recurrir al panteón de los grandes pensadores y  traer sus nombres al boleo sea la más honesta o “intelectual” de las prácticas, en Francia, aquí o en la quebrada del ají. Pero, como ciudadano informado, no tengo duda alguna respecto a que cometer errores graves al mandarse las partes con un intento de dar lecciones en el lenguaje del/a interlocutor/a no sólo no es propio de intelectuales, sino que es propio de comediantes. Y si llegara a tener algo de “intelectual”, sólo le alcanzaría para lo que Alan Sokal le atribuye a los/as que hablan en la jerigonza de la ciencia contemporánea sin comprenderla.

Todo lo anterior, sin embargo, es sólo la punta del iceberg. La gran limitación de la columna de Carlos Peña es que intenta una refutación (manifiesta) de algo que no ha terminado de comprender. La demanda del movimiento estudiantil no es “…educación pública y gratuita para todos/as…”. O, al menos, no lo es directamente. La demanda del movimiento estudiantil es algo más profundo y estructural: una transformación en la doctrina ideológica que sirve de base a la organización del sistema educativo chileno. La doctrina actual se sustenta en la idea-fuerza de la “libertad de enseñanza” (que no de empresa), para la cual el lucro, abierto o disfrazado, es algo totalmente legítimo y, aunque ilegal en algunos niveles, cómodamente tolerado. Lo que el movimiento estudiantil demanda es sustituir esa doctrina por otra que se sustente en la idea-fuerza de la-educación-como-un-derecho-básico-y-universal, tal y como lo es el derecho político a votar o el derecho cívico a vivir en paz y seguridad. Eso es lo que podríamos llamar “la premisa mayor”, “el núcleo” de la demanda estudiantil.

La educación pública y gratuita universal y para todos/as es sólo la conclusión, el resultado de la inferencia que se sigue de aplicar un simple modus ponendo ponens al concepto de derecho universal:

Premisa mayor: si los derechos básicos y universales se garantizan a todos/as los/as ciudadanos por igual, entonces el Estado debe proveerlos gratuitamente y para todos/as ellos/as.

Premisa menor: la educación que demandamos es un derecho básico y universal.

Conclusión: Ergo, la educación que demandamos debe ser provista gratuitamente por el Estado y para todos/las los/as ciudadanos/as.

Como Peña parece no haber visto en lo absoluto el silogismo -que podemos llamar “silogismo de la educación pública y gratuita universal”-, su columna se limita a atacar, sin éxito, la conclusión. Por lo tanto, su intento de refutación, además de infructuoso, está desenfocado. Lo que Peña tendría que demostrar no es que la educación gratuita podría llegar a ser “regresiva”, algo que, por lo demás, no ha demostrado ni remotamente. Lo que Peña tendría que demostrar es que o la premisa mayor o la premisa menor están equivocadas. Y eso, a primera vista, no parece tener buen destino, a menos, claro, que Peña considere procedente que, para no caer en prácticas regresivas en lo socioeconómico, los/as más ricos/as (sic) empiecen a pagar por ejercer su derecho a votar o por la seguridad que le aportan las fuerzas de orden, ambos, voto y seguridad, derechos básicos y universales.

Hay un último tema respecto a la columna de Peña que, en relación a un problema complejo como el conflicto estudiantil, lamentablemente no se puede soslayar. Hace algunas semanas, el mismísimo Carlos Peña usó su tribuna de El Mercurio para plantear que la iglesia católica, por ser parte interesada, no podía ejercer rol intermediador en el conflicto estudiantil. Su argumento era asaz sencillo: un intermediador no debe tener intereses en el conflicto o su desenlace (premisa mayor); la iglesia tiene grandes intereses en el sector educativo y el conflicto estudiantil -y/o su desenlace- le afecta directamente (premisa menor); ergo, la iglesia no debe ser intermediador (conclusión).

Más allá de su pertinencia o (poca) elegancia, el razonamiento de Carlos Peña aportó un rasero, un termómetro, un medidor para ponderar las posiciones en torno al conflicto estudiantil: el medidor o termómetro de los intereses en juego. En circunstancias normales, apelar a ellos llevaría directamente a una falacia ad hominem. Pero, en este caso, el criterio de ponderación fue definido por el propio Carlos Peña. Por lo tanto, parece no sólo procedente sino incluso justo evaluar la columna en referencia a sus propios intereses en juego.

Y visto el asunto desde la perspectiva de los intereses en juego, no resiste dobles lecturas. Después de los numeritos que se manda en su columna, pueden caber dudas legítimas respecto a si Carlos Peña pertenece o no al gremio de los intelectuales. Pero de lo que no cabe duda alguna es que, como rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña es parte del negocio de la educación superior. Es, de hecho, empleado de una de las tantas instituciones (que no empresas) que hoy obtienen importantes “regalías” de subsidios públicos (AFI) y de recursos fiscales que, directa o indirectamente, le llegan del fondo del crédito con aval del Estado.

De imponerse la demanda de educación pública y gratuita universal, las instituciones privadas de educación superior, incluida la UDP, serían ampliamente desfavorecidas, pues dejarían de percibir los caudalosos recursos públicos que actualmente reciben, directa o indirectamente.

En la lectura de la columna de Carlos Peña no puede obviarse este hecho. Cuando el rector de la UDP propone “…subsidios para los que padecen desventajas…” (sic) que serían complementados con “…amplios programas de discriminación positiva que obliguen a las universidades más selectivas a matricular a estudiantes de sectores históricamente excluidos…” (sic), es más que lícito sospechar que no está aportando propuestas de interés público, sino que está protegiendo su negocio. O, más bien, el negocio de sus empleadores. Y, después de años de profitar de las arcas públicas a través del AFI y del crédito con aval del Estado, pretender además un “subsidio” para aplacar las ganas de hacer caridad ya no es cuestionable. Eso simplemente ya no tiene nombre…

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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