Publicidad

San Agustín y el consenso neoliberal

Ángelo Narváez
Por : Ángelo Narváez Fundación Crea
Ver Más


Desde al menos el último cuarto del siglo XX, el neoliberalismo ha venido a significar a nivel global tanto una práctica económica como una conceptualización del conjunto de la realidad social. Las políticas de shock perpetradas en Chile, Estados Unidos e Inglaterra, bajo los gobiernos de Pinochet, Reagan y Tatcher, respectivamente, supusieron un golpe de timón que, a través de una estricta política de monetarización, transfirieron el centro de gravedad de la economía mundial desde el proteccionismo y el capital productivo hacia la desregulación y el capital financiero. Como nunca antes en la historia del capitalismo, en unos pocos años prácticamente la totalidad de las prácticas económicas nacionales e internacionales se vieron estructuralmente re-definidas bajo un nuevo sistema de referencias empíricas y teóricas.

La financiarización, la subordinación del Estado al mercado, la internacionalización de los capitales y la conformación de una nueva morfología social del trabajo, fueron sólo algunos de los pilares de una vertiginosa transformación que encontró asidero –forzadamente– antes en las prácticas económicas cotidianas de subsistencia que en acuerdos conceptuales más o menos representativos de una posición crítica. En general, las críticas al neoliberalismo (desde Joseph Stiglitz a David Harvey) oscilaron entre una evaluación lógica de la coherencia y consistencia de los principios neoliberales en relación al comportamiento de la economía real, y una crítica histórica del sentido político e ideológico del proyecto social neoliberal. Ambas dimensiones, a momentos convergentes o divergentes como horizonte de transformación, debieron sortear el gran escollo que significaba que, aparentemente, tener razón no resultara suficiente. La crítica del neoliberalismo parecía devastadora, a la vez que el neoliberalismo parecía (y parece) seguir devastando (y devastándose). Hasta el punto, paradójicamente, que incluso careciendo de recursos categoriales especializados logramos comprender la lógica de subsistencia subyacente a las crisis del capital.

Y es que el shock neoliberal no ofreció grandes márgenes inmediatos a la interpretación. Si se toma como ejemplo, entre muchos otras, la conformación de una nueva morfología social del trabajo en Chile, el escenario es bastante representativo de una carencia de márgenes (por cierto, subsumidos por la necesidad de la subsistencia). La relación entre el valor del salario real y el salario formal o nominal, estuvo transida a lo largo de prácticamente todo el siglo XX por una pretensión de regulación centralizada a través de políticas estatales (y gubernamentales) que buscaron nivelar en algún grado la diferencia a través de ciertos beneficios mínimos estructurales: tales como, por ejemplo, el control cambiario o las restricciones aduaneras en cuanto mecanismos contra la devaluación del salario. Sin embargo, las reformas monetaristas del shock neoliberal de 1975-1982, sustituyeron de golpe esas políticas de resguardo a través de la imposición de la financiarización de la diferencia entre los salarios formales y reales, abriendo el espacio a una mediación “auto-regulada” por la autonomía de un salario ficticio maximizado individualmente a partir de las relaciones crediticias. Diferencia legitimada posteriormente como política económica de la transición.  

[cita tipo=»destaque»]Una de las reflexiones más citadas y reconocidas de San Agustín es esa en la que, en el contexto de las Confesiones, la pregunta por el sentido del tiempo enfrenta la siguiente paradoja: si nadie me lo pregunta, lo sé; si me lo preguntan, no lo sé. ¿No estriba en una paradoja análoga la efectividad y hegemonía del consenso neoliberal? Aquí la astucia de San Agustín estriba en el reconocimiento de la posibilidad de diálogo, debate, crítica y disenso en un escenario que hoy llamaríamos propio de la “disputa de las ideas”; a la vez que reconoce la variabilidad del valor de verdad de esas mismas disputas en relación al sistema de referencias cotidiano e inmediato del tiempo.[/cita]

En unos pocos años, la diferencia entre los salarios formales y reales, ahora transidos por la autonomía de los salarios ficticios, supuso un crecimiento espectacular de los réditos de la banca privada; y a la vez, por supuesto, determinado por una imponderable necesidad de subsistencia, supuso también una nueva subjetivación cotidiana que debió adecuar su comportamiento a este nuevo sistema de referencias. Riesgos más, riesgos menos, es cada vez menos lejano el sentido inmediato de un crédito de consumo, de un adelanto en efectivo o de un ahorro previsional voluntario. Este sentido inmediato, de subsistencia, fue (y es) una de las puntas de lanza del consenso neoliberal impuesto por el shock de 1975-1982. A pesar de las críticas al neoliberalismo, aparentemente hemos aprendido a subsistir en él.

Una de las reflexiones más citadas y reconocidas de San Agustín es esa en la que, en el contexto de las Confesiones, la pregunta por el sentido del tiempo enfrenta la siguiente paradoja: si nadie me lo pregunta, lo sé; si me lo preguntan, no lo sé. ¿No estriba en una paradoja análoga la efectividad  y hegemonía del consenso neoliberal? Aquí la astucia de San Agustín estriba en el reconocimiento de la posibilidad de diálogo, debate, crítica y disenso en un escenario que hoy llamaríamos propio de la “disputa de las ideas”; a la vez que reconoce la variabilidad del valor de verdad de esas mismas disputas en relación al sistema de referencias cotidiano e inmediato del tiempo. Ese sistema de referencias relativo al tiempo es para San Agustín, por supuesto, Dios. Análogamente, parece ser, que ese sistema de referencias cotidiano del neoliberalismo como política económica y proyecto social, estriba en el consenso neoliberal entendido como la comprensión de una lógica “teológica” de subsistencia. Entendiendo por consenso los márgenes a partir de los cuales las gracias  y desgracias adquieren su sentido de maximización individual y social. Alain Badiou, quizás llevando el argumento un paso más adelante, sostiene que ese consenso estriba en el reconocimiento del capitalismo y el parlamentarismo (democrático liberal) como meta-relato de nuestros disensos. El capital-parlamentarismo, insiste Badiou, supone que reconozcamos que los “vicios” del consenso neoliberal –desde la absurda concentración de la riqueza a la crisis de la política– sólo se resuelvan con más y mejor capitalismo y democracia. Es decir, que la pregunta por el tiempo no modifique cómo vivimos el tiempo, si es que insistimos con el paralelo agustiniano. Esta diferenciación de dimensiones es lo que Jaime Guzmán celebraba como una conveniente despolitización de la economía y una desideologización de la política.  

Sin embargo, que sepamos perfectamente bien qué sea el neoliberalismo cuando nadie nos pregunta por su conceptualización, vuelve perfectamente comprensible y razonable, por ejemplo, el resultado de la última elección presidencial (no por eso menos discutible, criticable y, por supuesto, disputable). La dualidad sostenida por Lukács en El asalto a la razón entre una subjetivación racional y otra irracional, yerra al menos en este punto. La inclinación de la balanza electoral presidencial (y parlamentaria) no representa un estado de absurda enajenación social o convencimiento, menos aún de estupidez o desclasamiento, sino la afirmación de la imposición de una lógica de subsistencia asociada al reconocimiento inmediato de un sistema de referencias ante el cual, al menos por el momento, no se ha logrado erigir una posición que no sea sólo opuesta (dentro de esos mismos márgenes), sino abiertamente contradictoria; es decir, que transforme las condiciones consientes e inconscientes de legitimación del neoliberalismo. El problema, si atendemos a la precisión de Walter Benjamin de acuerdo a la cual el capitalismo –y, por tanto, su expresión neoliberal contemporánea– sería una operación teológica que logra subsumir a las otras dimensiones teologales para reproducirse, no se trataría se erigir una nueva posición teológica opuesta (por ejemplo, el socialismo como realización del sentido de la historia), sino una contradictoriamente secular (por ejemplo, el socialismo como práctica social).

Esto implicaría reconocer que la crítica del neoliberalismo se mueve en el mismo registro que la justificación lógica y endógena del neoliberalismo, solo a condición de asumir a la vez que ese registro común se erige sobre un consenso neoliberal inmediato, cotidiano, en el que la crítica, al menos por sí misma, carece de materialidad. Trascender ese límite es uno de los aspectos más complejos de un proyecto político post-neoliberal, un tránsito que, haciendo eco de los trabajos de Boris Groys, implicaría traducir la realidad del capital a los medios del lenguaje o, más precisamente, subordinar la economía a la política.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias