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El socialismo de Atria IV: “Lo inaceptable” y la comprensión política Opinión

El socialismo de Atria IV: “Lo inaceptable” y la comprensión política

Hugo Herrera
Por : Hugo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales
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El reconocimiento del emotivista o escéptico en la deliberación nos conducirá a la conservación de un sistema alienante, pues la discusión quedará atada a sus intereses mercantiles, viciosos, los que terminan bloqueando el proceso deliberativo y manteniéndonos en una situación de inmoralidad y opresión.


Lo inaceptable

La moralización política que se advierte en la propuesta de Atria se apoya en su presentación y defensa de un modo de deliberación generalizante, al cual se le reconoce la capacidad de generar consenso y legitimidad. Cabe, empero, todavía hacer una pregunta ulterior: por la legitimidad del dispositivo deliberativo mismo. La presencia de un mecanismo productor de legitimidad (la deliberación), no basta aún para legitimar a ese mismo mecanismo. Se trata de problemas de distinto orden. Atria, entonces, tiene que ofrecer una legitimación del dispositivo deliberativo. El dispositivo se legitima porque solo dentro de él tiene lugar un “igual reconocimiento del otro”, el cual no se produciría ni en la actitud mercantil-emotivista, ni en la actitud de quien cree tener un acceso directo a la verdad (VP I, 28-31).

Aquí debe replicarse, empero, lo que ya he tratado de mostrar: que el dispositivo deliberativo como mecanismo de producción de legitimidad, a la vez que produce reconocimiento, se asienta sobre una exclusión: de lo singular del individuo y de lo peculiar y concreto de la situación.

Debido a la imprevisibilidad de la singularidad humana y de una realidad concreta sobreabundante, de un lado, y a la finitud de la mente humana, incluso bajo una lógica deliberativa, del otro, cabe pensar que en muchas ocasiones no es simple manipulación o porfía, sino lo más honesto, reconocer que “hemos llegado al punto en el cual solo puede decirse ‘esa es su opinión, yo tengo la mía’” y que no hay ya argumentos y criterios para dirimir la disputa. Insistir en llevar adelante la discusión, bajo la premisa de que se ha de hallar necesariamente un criterio de decisión dentro del contexto deliberativo, expresa una agitación que –además de erigir presurosamente en juez (capaz de dictaminar que sí hay más argumentos convincentes en la situación respectiva) a quien solo es parte en la discusión (y esgrime esos argumentos)–, significará la culminación del proceso generalizador y la realización, en toda su extensión, de la reducción de lo singular y concreto.

Además, la insistencia importa el riesgo de afectar incluso las condiciones mismas de la deliberación. Esta exige, junto al reconocimiento de la posibilidad de una verdad común, la admisión de que esa verdad no es siempre alcanzable. Lo contrario, o sea, negar que hay casos en los que ya no resulta posible llegar a una verdad común, significa, dadas la imprevisibilidad de lo singular y lo concreto y la finitud de la mente humana, negar los límites de nuestro modo de aproximarnos a la existencia y, en la medida en que se fuerza a lo singular y peculiar a ser subsumidos bajo la mecánica deliberativa generalizante, la exclusión de eso singular y peculiar. Por eso, no resulta correcto emplear, sin mayores aclaraciones, calificativos como los de “inaceptable” (Neoliberalismo 209), para designar la posición de quien duda o no resulta convencido.

Llegados al punto en el que una de las partes –aquella que adopta la posición “inaceptable”– ya “no quiere” dejarse convencer por argumentos correctos o verdaderos, y nos hallamos ante quien está usando las ideas de tolerancia y democracia, pero “no está siendo tolerante ni democrático”, llegados a este punto, digo, Atria piensa que “lo que queda más allá es solo la decisión del conflicto sin argumentos” (NL 205, 209).

[cita tipo=»destaque»]Llegados al punto en el que una de las partes –aquella que adopta la posición “inaceptable”– ya “no quiere” dejarse convencer por argumentos correctos o verdaderos, y nos hallamos ante quien está usando las ideas de tolerancia y democracia, pero “no está siendo tolerante ni democrático”, llegados a este punto, digo, Atria piensa que “lo que queda más allá es solo la decisión del conflicto sin argumentos”[/cita]

Si se atiende, empero, al potencial de exclusión de la lógica generalizante de la deliberación (respecto de lo singular y lo peculiar), optar sin matices por ella hasta el punto de declarar inaceptable el escepticismo, no se distancia, de su lado, de algo parecido a una decisión de conflicto. Dado ese potencial de exclusión de la deliberación, insinuar que el escepticismo está forzando la lucha parece ser, además, un exceso. Y es una afirmación, en la práctica, falsa, toda vez que siempre queda todavía abierto el camino de las votaciones.

Atria advierte que “acallar al otro” está descartado pues “no es la forma de anticipar la posibilidad de una radical comunicación con él” (VP II, 45). Sin embargo, cuando se declara inaceptable, viciosa, alienada, patológicamente mercantilista (cf. VP I, 30, 33, 42; II, 61) y base de “la decisión del conflicto” (NL 209) a la posición escéptica o emotivista, ¿no se está acallando, en cierta manera, al otro, descalificándose como tal su posición existencial y política (una posición, en principio y –según hemos visto–, respetable e incluso justificable)?

Es difícil identificar cuál es el tipo de anticipación de esa “radical comunicación” con el prójimo, de la que habla Atria, que se logra por medio de sus condenas. Declarar inaceptable cierta posición parece ser, más bien, principio de un desconocimiento práctico hacia aquel de quien se lo hace. Por medio de la declaración, alguien –en este caso Atria– da a entender que un otro –el escéptico o emotivista–, que en principio es igual a él en la discusión, asume, sin embargo, una postura condenable y, en este sentido, heterogénea en tal discusión; ese otro adopta una actitud que –a juicio de Atria– no resulta aceptable y, mediante la cual ha dejado colocada delante “la decisión del conflicto sin argumentos”, en último término, la violencia. Sobre una base así de desigual resulta difícil recomponer el reconocimiento mutuo y la igualdad que exige, como mínimo, la deliberación pública.

Este problema del desconocimiento se deja formular en términos parcialmente diversos, como una tensión sistemática interna al planteamiento de Atria. El reconocimiento del emotivista o escéptico en la deliberación nos conducirá a la conservación de un sistema alienante, pues la discusión quedará atada a sus intereses mercantiles, viciosos, los que terminan bloqueando el proceso deliberativo y manteniéndonos en una situación de inmoralidad y opresión. Entonces se plantea la pregunta: ¿por qué seguir asumiendo ese reconocimiento cómplice, que impide la adopción de decisiones deliberativas desplegantes? Si la deliberación plena coincide con la plenitud y el escepticismo es expresión viciosa de un mercado vicioso que impide, como este, la deliberación plena y la plenitud, ¿no es complicidad reconocer las actitudes y condiciones que bloquean aquella plenitud?

Atria podrá indicar que prefiere esperar a que la deliberación haga lo suyo. El problema es que ella misma, al modo en el que se realiza actualmente, está ya irremediablemente contaminada por el escepticismo y el mercado, de manera que le queda por explicar la vía por la cual una deliberación que ya es corrupta saldrá, sin acciones directas contra los corruptos, o sea, por sí misma, de la corrupción. Además, si, como he tratado de mostrar, dadas la singularidad de los individuos y la peculiaridad de las situaciones, la deliberación jamás alcanzará el nivel de la plenitud, y ni en una situación en la que se instaure un régimen general de derechos sociales y la deliberación no se vea ya impedida por el vicio significará aquella abolición la superación de la duda, el escepticismo, el emotivismo, la singularidad de cada individuo, entonces la superación de los factores hostiles a la deliberación plena solo es alcanzable por la vía del sometimiento.

Comprensión política y división del poder

Este problema de los efectos de la moralización puede plantearse dentro del contexto de una reflexión sobre el modo humano de comprender prácticamente. En toda comprensión se opera sobre la base de ciertas reglas y conceptos generales respecto de situaciones, peculiares y concretas, e individuos singulares. Dados estos términos de la comprensión, ella se encuentra siempre afectada por dos extremos: de un lado, la subsunción de lo singular y concreto bajo la regla, en la cual se termina reduciendo y desconociendo eso singular y concreto; de otro lado, el desasimiento estetizante, que ante el abismo de lo heterogéneo y excepcional, frente a la singularidad inabordable del individuo (y cada otro es siempre un otro insondable), así como a la peculiaridad concreta de las situaciones nuevas, detiene la decisión. Ambos extremos son criticables.

El primero, por la exclusión, el sometimiento, la violencia que hace sobre el otro y la situación en la que se encuentra; el segundo, porque el desasimiento significa desconocer que individuos y situaciones se hallan siempre expuestos a la manipulación y la fuerza, de tal suerte que aquella actitud acaba siendo cómplice con los manipuladores. Técnica y estética son los dos extremos entre los que se ubica una comprensión práctica de la situación. La actividad comprensiva, si ha de ser justa, queda bajo la exigencia de, en los diversos actos de comprensión, no simplemente pasar a las situaciones e individuos por el rasero de las reglas de los respectivos dispositivos según los cuales se los trata de comprender, sino también, y especialmente, adecuar las reglas de los tales dispositivos para acoger a la peculiaridad de los casos e individuos.

La posibilidad de que se realice ese modo de comprensión justo requiere que los dispositivos de reglas y procedimientos estén suficientemente atenuados. Más precisamente, y volviendo a la cuestión del mercado y los derechos sociales: la existencia de un Estado y un mercado fuertes, dotados de poderes relativamente equivalentes, al punto de que sean capaces de lograr una limitación mutua. Así el poder generalizador y coactivo del Estado es frenado por el poder generalizador del mercado y, de su lado, la fuerza generalizadora del mercado –la alienación socio-burguesa– detenida por la intervención estatal. A su vez, al interior del Estado y al interior del mercado, se requiere una división respectiva del poder: en el Estado, tanto en sentido territorial (descentralización política o federalismo) cuanto en sentido funcional (en los clásicos tres poderes y organismos de control); en el mercado, la división debe dirigirse a impedir la concentración del poder sobre ciertas áreas de la economía, el monopolio y el oligopolio, y a favorecer a las empresas de menor tamaño, a los trabajadores y consumidores.

Todas estas operaciones de división del poder permiten la existencia, en el sistema político-social, de capacidades de control que faciliten suspensión de los dispositivos generalizantes cuando ellos dañen el espontáneo despliegue de las situaciones y los individuos, de la realidad concreta popular y social.

Las divisiones permiten generar ámbitos de mayor libertad e independencia para la espontaneidad de los individuos y son favorables a la adopción de decisiones por parte de agentes más cercanos a las situaciones, dotados de mayor conocimiento de lo que en ellas está en juego. A su vez, funcionan como campos de acogida de eventuales disidencias y permiten que la crítica y el espíritu social actúen desde diversos ángulos. En cambio, posiciones que confíen exclusiva o muy acentuadamente en uno u otro mecanismo, están, en definitiva, abogando por contextos de exclusión. En este sentido, en el extremo manipulador o técnico se encuentra ciertamente un discurso de mercado que funcionaliza completamente situación e individuo a las reglas del dispositivo económico. Pero también en ese extremo se halla un discurso que aboga por el sometimiento de la singularidad de los individuos y la peculiaridad concreta de las situaciones a las reglas de una deliberación generalizante, especialmente si van apoyadas por la coacción.

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