Publicidad
En recuerdo del fallecido poeta mexicano José Emilio Pacheco Recordamos su discurso al recibir el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda

En recuerdo del fallecido poeta mexicano José Emilio Pacheco

Se tituló Un lector mexicano de Neruda y fue leído en el Palacio de La Moneda en 2004.


En el tiempo de los manuales de autosuperación y los libros que aplican a la vida civil los métodos de la esfera militar  y nos adiestran para ser los primeros, para arrasar hasta con nuestros prójimos más próximos y convertirnos en triunfadores de la nada, no hay virtud tan desvalida como la humildad.

La humildad es vista como una declaración de fracaso, un ardid para mitigar la maledicencia que de todos modos se ensañará con nosotros y como el más sórdido ejemplo de hipocresía. Haga lo que hiciere, vendo un producto entre otros millones de objetos superfluos. Si aspiro a que lo compren y a no quedar fuera del mercado, debo exaltar sus reales o supuestas virtudes, convertirme en mi agente de relaciones públicas, en el propagador de mí mismo.

foto_13

Naín Nómez, José Emilio Pacheco y Armando Uribe

A pesar de todo, la humildad nunca sale sobrando. Pienso en el ejemplo más inmediato: para celebrar el cuarto centenario de la llegada de los españoles a las tierras que después llamarán América, Marcelino Menéndez y Pelayo hace su Historia de la poesía hispanoamericana. Dice, como ustedes no han olvidado, que de las antiguas colonias españolas Chile es la única en que no ha florecido el arte de la poesía, ausencia compensada por el brillo de sus cronistas y novelistas.

Wislawa Zymborska afirma en uno de sus admirables poemas que ante los muertos “somos como dioses desamparados,/pero dioses después de todo/porque sabemos qué sucedió más tarde”. Con la perspectiva de los 112 años transcurridos, y de lo que sucede en el siglo veinte con la poesía chilena, es fácil reírse de Menéndez y Pelayo.

Sin embargo, no tenemos más que nuestro inasible presente. Si alguien sitúa en el incógnito porvenir una novela de ciencia ficción solo puede proyectar lo que está ocurriendo ahora. Del mismo modo una narración histórica ambientada en Alejandría o en Bizancio únicamente logra cambiar de escenario los problemas de la época y el país en que escribe su autor.

Menéndez y Pelayo no pudo haber intuido que apenas unos años atrás, en este mismo Palacio de La Moneda, se había dado el encuentro del casi adolescente Rubén Darío con los libros franceses de Pedro Balmaceda Toro, “A. de Gilbert”. A partir de aquí y de entonces Darío iba a poner en movimiento el don colonial o poscolonial de apropiarse de todo, de canibalizarlo todo, de ser literalmente amigo de lo ajeno para repartirlo entre nosotros los pobres –tan apartados del banquete europeo–, de hacer de la extrañeza y la ajenidad algo íntimo y nuestro. Así, desde Santiago y Valparaíso, Rubén Darío propagó la renovación –ya iniciada por Martí, Gutiérrez Nájera, Silva y Casal– no solo de la poesía sino de la lengua española en su totalidad. Sin Darío no hay Neruda. Sin Neruda no hay poesía ni narrativa hispanoamericanas del siglo veinte.

635262907105870092w

José Emilio Pacheco

Es imposible no sentirse humildes ante este ejemplo porque Menéndez y Pelayo no es una figura secundaria sino un gran escritor, acaso el más diestro prosista español del otro fin de siglo, dueño de un conocimiento omnívoro y de una capacidad de asimilación como no se ha visto otra.

Tantas virtudes se ven contrapesadas, cuándo no, por un temperamento fanático, intolerante, sectario, más propio de un cruzado o un inquisidor que de un crítico. En caso de nacer en otro momento y en distinto lugar quizá Menéndez y Pelayo habría destacado como vigilante de la ortodoxia stalinista, guardia rojo de Mao, miembro de Al Qaeda o fundamentalista cristiano responsable del desastre en Irak.

Todo este preámbulo me sirve para decir que recibo el altísimo e inesperado honor del primer Premio Pablo Neruda con agradecimiento y orgullo, pero también y sobre todo con humildad.

Desde luego la humildad bien puede ser una estrategia fallida para captar su benevolencia y congraciarme con ustedes. En voz alta puedo fingirla. En lo que no puedo engañar a nadie es en la práctica de corregir una y otra vez aun aquellos textos ya publicados en libro. Si bien este impulso irreprimible molesta con razón a muchas personas, al mismo tiempo demuestra que la página me importa más que su autor.

En todo caso esta gran recompensa no es para él, no es para su pobre y efímera persona, sino para algo de lo que ha escrito, de lo que le ha sido dado escribir en colaboración con su época y con todos los que han hecho y hacen poesía.Uno puede aprender tanto de Safo y Arquíloco y los demás poetas de la Antología griega que escribieron hace veinticinco siglos como de los jóvenes y las muchachas que observan el mundo con la mirada inédita del siglo veintiuno.

Por definición los premios solo dejan contento a quien los recibe. Destacar a uno –“uno más”, para citar un pseudónimo que empleé tras descubrirlo en Enrique Lihn –significa inevitablemente dejar sin reconocimiento a otros cien que sin duda lo merecen. Sería una afrenta suicida y una ingratitud sin nombre el que yo dijera: “El jurado se equivocó. No merezco que se me distinga así y mucho menos en el centenario de Pablo Neruda”.

Todo lo contrario: agradezco para siempre la generosidad de Jaime Concha, Carlos Fuentes, Julio Ortega y el presidente del jurado, el ministro de Cultura José Weinstein. Nunca olvidaré el riesgo que asumieron al elegirme. Ellos y el presidente de BancoEstado, Jaime Estévez, y el presidente de la Fundación Neruda, Juan Agustín Figueroa, bien saben hasta qué punto la noticia resultó para mí la mayor y la más grata de las sorpresas.

No cometeré la ostentación hipócrita de negar que, entre tantos fracasos y desaciertos, he logrado en el transcurso de tantos años algunas páginas interesantes. Tampoco se me escapa el hecho irrefutable que de haber sido otros los miembros del jurado ustedes escucharían ahora a una persona muy distinta.

Por si hiciera falta ahondar en esta convicción, al llegar a Santiago con la ayuda impagable de mis amigos Pablo Brodsky, Jorge Montealegre, el embajador Ricardo Valero y el Consejero Cultural Rafael Vargas, la primera persona que encuentro es Ernesto Cardenal. Unas horas después, en casa de Rafael, leo una excelente antología del poeta peruano José Watanabe. Para no incurrir en el exceso cortés no hablo aquí de los poetas mexicanos ni de los poetas chilenos. Algunos de ellos no ignoran hasta qué punto han encontrado en mí a su lector ferviente.

Como dice T. S. Eliot, no hay competencia. Nadie quiere escribir lo que escribe el otro o la otra. Cada poeta es único, no hubo ni volverá a existir otro igual.

El triunfo o el fracaso no se miden en premios ni homenajes. La hora de la verdad, la prueba final, es el encuentro solitario y en silencio entre el poema y la persona que al leerlo le da su voz y su verdadera vida a todo aquello que de otro modo sería materia inerte, tan sólo signos negros en la página blanca.

No conocí a Pablo Neruda. Tampoco hice esfuerzo alguno por acercarme a él. Mi relación es perfecta en el sentido de que para mí el gran poeta Neruda no fue un hombre de carne y hueso con toda la carga positiva y negativa que implica nuestra pertenencia a la especie humana. Mi Neruda es nada más y nada menos que la poesía de Neruda.

Hay tanta y tan buena crítica chilena y no chilena acerca de él que no cometeré la ingenuidad de pretender juzgarlo a estas alturas y en estas circunstancias. Solo quiero servirme del privilegio que este mediodía se me concede para hablar a nombre de ese lector suyo que fui, he sido, soy y seré mientras viva.

No existe otro poeta que me haya acompañado como él a todo lo largo de la vida, desde el amanecer hasta el crepúsculo. En Veracruz –el puerto donde mis abuelos Emilio Berny y Emilia Abreu me enseñaron a leer y me hablaron siempre de su nostalgia de Chile–, pasé de El Peneca, que no llegaba a la Ciudad de México, y La Isla del Tesoro en la edición de Zig Zag a los Veinte poemas de amor en un ejemplar pirata y de cordel adquirida en un puesto del mercado entre los frutos del trópico y del mar.

635264587317129193w

Funeral de José Emilio Pacheco. México, D.F.

Amaba a una niña con la mayor de las pasiones. Mis versos, en los que natural y vergonzosamente rimaba “alma” con “calma” y “amor” con “dolor”, me parecieron tan deleznables que en vez de entregárselos a la muchacha le di el librito de cordel y le dije: “Estos son los poemas que yo hubiera querido ser capaz de escribir para ti”. No hay mayor sentido y razón de la poesía que decir lo que uno no puede expresar.

Ya de regreso a la capital mexicana conocí a Carlos Monsiváis y a Sergio Pitol. Me dijeron: “No puedes quedarte allí. Tienes que leer Residencia en la tierra y Canto general”. Me llevaron a las librerías de la Avenida Juárez, a lugares que ya no existen y fueron arrasados por el tiempo, por la tempestad del progreso neoliberal y por el terremoto de 1985. Con el fruto de mis primeras colaboraciones en periódicos compré aquellos libros plateados de la Colección Contemporánea de Losada y los leí y releí con el fervor que solo puede tenerse a los veinte años. Cuando menos nunca me permití la arrogancia o la insensatez de imitar o remedar a Neruda.

La ingratitud es algo que solo apreciamos cuando la sufrimos, no cuando la ejercemos. Me alejé hasta cierto punto de aquel gran poeta que me había descubierto el mundo físico y el esplendor de la lengua española. Sin ponernos de acuerdo, en las ciudades hispanoamericanas quienes en los sesenta tuvimos de veinte a treinta años aspiramos a otra poesía y a una actitud distinta, más próxima al transeúnte de las calles citadinas que al bardo y al chamán.

En un solo año, 1966, descubrí, por orden de aparición, a otros chilenos: Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Pedro Lastra, Oscar Hahn y Enrique Lihn. Tal vez Neruda hubiera quedado en la sombra de mis preferencias si Cristina, mi esposa, no me regala Estravagario con casi una década de retraso. Otro Neruda, otro deslumbramiento como el de la adolescencia. El gran poeta Neruda cambiaba tanto como su ignorado lector.

Los días pasaron “más veloces que la lanzadera del tejedor”, según se lee en el Libro de Job. El adolescente de Veracruz tiene desde hace dos semanas los mismos 65 años de Neruda cuando se anticipó a hacer el balance del siglo veinte en Fin de mundo.

Si se compara lo que había hecho Neruda a esta edad con mis realizaciones se aprecia que la distancia entre él y yo es tan grande como las dimensiones que separan a la Cordillera de los Andes del cerrito que él veía desde su casa de Mixcoac en 1942.

Pero una vez más, y como en el principio, siento que él dice lo que aún no alcanzo a decir. Pablo Neruda no es un solo poeta: es, conjuntados en una sola persona, tan falible como todos nosotros, cuatro o cinco grandes poetas. Es la cumbre de la lengua española en el siglo atroz que ya se ha hundido en la sombra:

este siglo de la agonía

que nos enseñó a asesinar

y a morir de sobrevivientes.

Las grandes esperanzas con que empezó nuestra época se han transformado en las ilusiones perdidas. Y sin embargo el mañana es, todavía y siempre, página en blanco. Para mí solo hay una manera de saludarlo y despedirme en esta ocasión única y es repetir, creer y esperar contra toda esperanza que

endurecidos de sufrir,

cansados de ir y de volver.

Encontraremos la alegría

en el planeta más amargo.

Así pues, muchas gracias y adiós, Pablo Neruda. Si me perdona usted el tuteo, le diré dos versos suyos aquí entre nosotros, tan íntimamente como en la conversación interminable que he sostenido con sus libros,

De todos los muertos que amé

eres el único viviente.    

Publicidad

Tendencias