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Crítica de cine: “Casi un gigolo”, la melancolía del sexo Una película escrita y dirigida por John Turturro (1957)

Crítica de cine: “Casi un gigolo”, la melancolía del sexo

Definida como una comedia, entre las celdas de esos territorios que reciben el nombre de géneros, la cinta dirigida por el triple actor, realizador y guionista neoyorkino, resulta una obra mucho más compleja -artística y cinematográficamente-, que los límites que encierran esa menospreciada etiqueta humorística. Concebida en un homenaje al Brooklyn y al Manhattan inventados por Woody Allen, además de ser un brindis por el genio de François Truffaut, sus risas esconden una imposible, solitaria y dolorosa historia de amor. Un gran filme, rodado en base a una cámara existencial, un conocimiento de las emociones humanas y una radiante Sharon Stone.


En todo gran amor hay un elemento de telepatía. En mis años de juventud yo era romántico. Veía una mujer y me enamoraba de ella a la primera vista. En pocas palabras, en lugar de hablar con una muchacha, pensaba en ella día y noche. Fantaseaba con toda clase de encuentros y aventuras imposibles. Luego empecé a notar que mis pensamientos surtían efectos. La muchacha sobre la que había estado pensando tan intensamente, luego en la realidad venía a mí”.

Isaac Bashevis Singer, en Poderes

FADING GIGOLO

Supe que John Turturro, aparte de ser un buen actor, era un artista, cuando lo observé protagonizar junto a Emily Watson, La estrategia de Luzhin (2000), esa hermosa película basada en una novela de la etapa de rusa del genial escritor Vladimir Nabokov (1899-1977): La defensa (1930). Dirigida por la holandesa Marleen Gorris, la cinta relata los pasos de un atormentado ajedrecista eslavo que -bajo la arquitectura de un fastuoso hotel a orillas del Lago Como, en la Italia de la década de 1920-, intenta escapar de la locura y de la tragedia a la que parece irremediablemente condenado, entregándose con igual pasión y desmesura, al único amor de su vida: la excéntrica Natalia.

Por eso no me extraño que Casi un gigolo (2013), su quinto largometraje detrás de las cámaras, resulte, luego de ser analizada en todas sus facetas, una buena película. Uno de esos filmes que ocultan muchos más matices que los anunciados por los afiches, y la mirada simplona del observador que sólo busca divertirse y pasar unos minutos de alegría recostado en la butaca.

Casi un gigolo 4

Este título, además de traernos de regreso a una Sharon Stone (la doctora Parker) hermosa y resplandeciente, iracundamente sexy, nos revela a la francesa Vanessa Paradis (Abigaíl), en inolvidable, a una heroína de papel couché. Pero hay más: a su notable conducción cinematográfica, le añade una profunda reflexión acerca de la naturaleza y de la vivencia de la más fuerte de las emociones humanas: la soledad.

Jorge Teillier, el poeta chileno de la nostalgia telúrica, dijo una vez, en una entrevista, que cuando un hombre se sentaba frente a la barra de un bar, lo hacía porque buscaba comunicarse, dejar atrás la tristeza, y sentirse por un momento acompañado, menos a la deriva. Un diagnóstico semejante podemos hacer alrededor de quien recurre a los servicios de un profesional del sexo pagado, e igualmente, del individuo o mujer, que ejerce la profesión más antigua de la civilización, esto, más allá de la necesidad material o circunstancial que la empuje a desplegarla.

Casi un gigolo afiche

En temor y temblor (1843), el filósofo danés Sören Kierkegaard (1813-1855) describe a la soledad en tanto la más radical de las emociones que padece un hombre. Su persistencia y la involución de ese estado, nos empujaría a la muerte o al suicidio, escribe el autor del Diario de un seductor (1844). Si no tenemos a nadie en quien apoyarnos, vaya paradoja, las ideas, las entelequias y las convicciones, las pasiones que ni de asomo son elementales –esgrime el sentido común- nos darían una mano y terminan por arrimarnos a la realidad, a la vida.

Aunque también existen variaciones, y la carencia puede ser tan fuerte, que como dicen los vecinos de Lisboa, uno pasa a cobijar una neuralgia del presente, la añoranza por un afecto inexistente, un desasosiego metafísico que ellos, los hijos de Camoes, tildan de saudade. Para nada es casual, entonces, que en una conversación entre Sharon Stone y el personaje de Turturro (Fioravante) durante la cinta, se mencione esa palabra y se analicen someramente sus citadas coordenadas espirituales.

Perdidos y extraviados podemos estar, aunque diese la impresión de que el éxito, y el amor -a la manera en que lo conciben la mayoría de los ciudadanos-, nos sonrían y entreguen el mundo en bandeja. La soledad sobrepasa esas barreras convencionales, y se erige en la incapacidad de relacionarnos honestamente con los otros, de posesionarnos y situarnos en el lugar espacial y temporal que por derecho propio pertenece a nuestra ubicuidad. Vemos siempre, tal si se tratase de una lúcida maldición, lo peor de las personas, nos hallamos sentenciados e impedidos, de evadirnos a nosotros mismos.

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Y la melancolía que nos deja, se asemeja a la posterior, que me “imagino”, prevalece después de un intercambio de caricias mercantilizado: una insatisfacción y una ansiedad permanentes, encabritadas y desbocadas. Y por eso es rescatable la propuesta narrativa y cinematográfica de Casi un gigolo: ofrece respuestas y medita en torno al problema, apoyada sobre su cámara y en su guión.

Existe una secuencia, la que antecede al segundo encuentro entre Abigaíl y Fioravante, que exhibe en perfecta amplitud las ideas fílmicas de Turturro, y que es un guiño a Truffaut (al de Besos robados, La vida de Adele H., Love on the Run y al de La noche americana), y también, en cierta medida, rinde impuesto al cineasta italiano Michelangelo Antonioni.

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La mujer, adscrita a un grupo de judíos ortodoxos, viuda de un rabino, emprende una caminata desde su hogar, situado en el barrio hebreo de Brooklyn, también conocido como Williamsburg, hacia un sector cercano del mismo distrito. Abigail avanza con un tranco que aumenta de intensidad, y el lente la sigue en sus movimientos: enfoca desde sus pies hasta el rostro que esboza una sonrisa. La composición de la fotografía y la luz del cuadro, parecen arrebatadas a una pintura de Thomas Eakins. La cámara existencial, que partió con un cuerpo dubitativo y temeroso, luego de cruzar unas rejas teñidas por el sol de la tarde, concluye su deambular, segura y feliz, como la atractiva conservadora, con un plano que enfrenta al cielo de otoño, abierto, despejado, para diluirse en el umbral de la puerta del “prostituto”. La banda sonora escogida, estimula el estremecimiento estético. Ahora, ambos tantean el pasadizo de salida, la vía de escape, a la más honda soledad. Y el amor, doloroso e imposible, asoma en la respuesta que los dos intuyen en forma de trampa y de redención.

El novelista alemán Heinrich Böll, en su esencial Opiniones de un payaso (1963), anotó la idea de que los verdaderos humoristas son por lo general seres tristes y sombríos. Y si bien ni Turturro ni Woody Allen (el proxeneta Murray en la pieza), cumplen a cabalidad con el dogma, la pareja se distingue, sin embargo, por guardar uno poco de aquello en su filmografía: felicidad, belleza, absurdo, esperpento y grosería.

Por último, se evidencia claramente la influencia del segundo en el guión escrito por el actor ítalo-americano, un hecho que se agradece, y que el mismo realizador de Casi un gigoló, ha confesado en variadas ocasiones, cuando ha sido consultado por el tema. Un texto, una comicidad y una manera de burlarse de la cotidianidad urbana de su país, que lo une a otros tres cineastas norteamericanos de excepción: a Spike Jonze y los hermanos Ethan y Joel Coen.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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