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Crítica de cine: “La once”, la nostalgia transparente del agua La película de Maite Alberdi (31) venció en la competencia chilena del Sanfic 10

Crítica de cine: “La once”, la nostalgia transparente del agua

El largometraje documental de esta joven realizadora nacional se impuso, igualmente, en la categoría de Mejor Director, del certamen santiaguino que acaba de concluir. La obra premiada, en efecto, significa un salto cualitativo y técnico, en la forma de grabar un filme en el país, no sólo porque su proceso de rodaje demoró casi seis años, sino, también, por la idea audiovisual que lo sostiene: retratar la importancia simbólica de un rito de sociabilidad, para un grupo de mujeres –que durante seis décadas se reúnen-, hasta que la muerte y el movimiento del reloj, destruyen el vínculo y lo tangible de ese lazo de amistad. De paso, la estrategia de su cámara es bellísima, aunque a veces, peque de estática.


“Es la fuga abstracta del tiempo, no la fuga concreta de mi tiempo particular, lo que me duele en el cerebro físico merced a la recurrencia repetida, involuntaria, de las escalas del piano de allá arriba, terriblemente anónimo y lejano. Es todo el misterio de que nada dure lo que me martillea repetidamente cosas que no llegan a ser música, pero que son saudade, en el fondo absurdo de mis recuerdos”.

Fernando Pessoa, en el Libro del desasosiego

laonce1El incipiente trabajo cinematográfico de Maite Alberdi Soto (1983), se ha caracterizado por su prolijidad, tanto en la etapa de producción, como en el transcurso del plató a la hora de rodar y ya en la fase propia y concluyente del montaje. De hecho, su primera cinta, El salvavidas (2011), pese a ser una ópera prima, sobresale precisamente por ello: por la cuidada elaboración que denotan su libreto, la preparación espacial de sus secuencias y la composición fotográfica de sus cuadros.

Junto con Alicia Scherson, a la realizadora cuya obra analizamos en esta oportunidad, debe ser las única directora chilena a la que le hemos escuchado una especial preocupación por un aspecto preponderante en el proceso de grabación, pero que no obstante, es una de las grandes carencias del cine nacional a la hora de lidiar en las competencias internacionales: el empeño porque en sus piezas fílmicas no existan errores ni de continuidad narrativa, ni menos de temporalidad escénica.

Ya nos dijo en estas mismas páginas, el legendario Pedro Chaskel, que el largometraje documental siempre ha representado la vanguardia estética del séptimo arte local, y de esa manera, es que lo comprobamos por lo menos desde que se comienza a tomarse seriamente la actividad cinematográfica en el país, hacia fines de la década de 1950.

Algo de eso, de las enseñanzas empíricas que recogimos de la voz del audaz autor de Aborto, apreciamos ahora, luego de que observamos La once (2014), durante el desarrollo de este último Sanfic 10. Lo primero que nos llama la atención, artísticamente hablando, resulta de la reflexión acerca del paso del tiempo que recorre este segundo crédito de Maite Alberdi; un pensamiento que es filosófico y hermenéutico, y que se expresa bellamente a través de una serie de cuadros e imágenes de su obra.

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El lente de la cámara enfoca en un primerísimo plano, el agua proveniente de una tetera, que cae al interior de una taza: límpida, blanca y transparente, siempre idéntica mientras el minutero prosigue su marcha tranquila e incólume. Otra escena: una bolsita de té, que se sumerge en el alma de una jarra de vidrio. Nuevamente, se repite el motivo de la sinceridad visual: las hojas sudan el sabor y el color característicos de las infusiones negras, manchan el color albo, “ensucian” al líquido, transforman su esencia, y nos demuestran que nada dura todo lo que quisiéramos.

La vida continúa, igual que el rito de reunirse mensualmente a la “hora de las onces”, para un grupo de amigas que se conoce desde la época del colegio, que fueron jóvenes, que amaron, que tuvieron ilusiones, y que envejecen, que mueren, y que se marchan vaya a saber uno adónde. Pero que antes se enamoraron, pololearon, contrajeron matrimonio, recibieron cartas de amor, las leyeron, y se emocionaron con esos papeles enfermos: en este momento amarrillos y añejos, a punto de rasgarse, guardados en una caja en la que yacen sentimientos y pasiones, que mágicamente resucitan.

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Fueron seis años los que invirtieron Maite Alberdi y su equipo, con el propósito de rodar este largometraje documental. Y siguieron las sesiones de la abuela de la directora y de sus comadres, mes a mes, desde el año 2009, hasta el 2013. No inventaron nada de lo que se observa, sólo lo unieron, lo montaron,  para engarzarlo en una obra cinematográfica, labor que, por supuesto, les robó muchas menos horas de sus días.

Es en este punto, sin embargo, en torno al cual tenemos un par de reparos que enunciar, y éstos se desprenden a causa de lo estático y la quietud de la cámara, por esa opción que buscó a través de los primeros y “primerísimos” planos mencionados, no cometer las faltas de continuidad, que le son tan caras y nefastas, a los realizadores nacionales.

Elegir ese sendero audiovisual, le arrebató, finalmente, una mayor categoría estética, a la alta que ya tiene, este buen documental. La preocupación de la directora es atendible y encomiable, pero creo, redundante en esta ocasión.

Pues siempre se entiende y se tiene claro, que la historia mantiene un patrón argumental, de citas que se renuevan en un trecho de tiempo que abarca un lustro; y que en esa larga cotidianidad, pueden haber cambios de lugares, de escenas, de casas, de habitaciones y de domicilios.

Tal como se deja ver en el paso de los billetes antiguos a nuevos, que se ahorran para el paseo de fin de año, en la televisión que transmite un partido de fútbol de las clasificatorias para el Mundial de Sudáfrica 2010, y en el mismo hecho de que algunas integrantes del grupo desaparecen en cada junta, porque tanto las enfermedades como el diluir incesante de los segundos, efectúan sin detenerse, su desfile triunfal.

El juicio es que, en el uso de su lenguaje fotográfico y audiovisual, en La once se pudieron haber utilizado otras tácticas y modos de ingresar a la intimidad de la emoción estética -más allá de la implementación reiterada de los ya nombrados primeros y “primerísimos” planos-, y cuidando, además, de paso, la tan preciada lógica y continuidad narrativa.

Aún así, la sensación de belleza cinematográfica que se genera en el ánimo del espectador, al instante de ver este filme, se define como de un nivel superior. Y la música (crédito de Miranda & Tobar), que irrumpe al inicio, luego en algunos momentos del relato, y que vuelve a escucharse hacia el final de la película, producen un prendamiento que dispone a detenerse en la melancolía de la vida, a pensar en el misterio sin solución de la existencia.

El pathos y elespíritu dramático de La once, se hayan tan profundamente estructurados, que su factura y sus contornos creativos, lanzan líneas y bifurcaciones que desembocan en la filmografía de autores que se consideran “mayores”, anótese y téngase presente: en Richard Linklater, en Franco Zefirelli (cómo no rememorar, al correr de estas líneas, su Tea with Mussolini, de 1999), en Mike Leigh, en James Ivory, en el húngaro István Szabó, en el portugués Manoel de Oliveira y en el chileno Raúl Ruiz.

Es que así de buena y rica quedó está “once”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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