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Crítica de cine: “Caminando entre tumbas”, las redenciones de la marginalidad Un filme del realizador Scott Frank basado en una novela policial de Lawrence Block

Crítica de cine: “Caminando entre tumbas”, las redenciones de la marginalidad

Las películas de detectives e investigadores privados, nunca pierden su encanto, más aún, cuando son sostenidas por una sólida concepción artística y fílmica, a la que se le añaden logrados y señeros caracteres dramáticos. Así, una verdadera sorpresa fue encontrarse con esta obra interpretada por el versátil Liam Neeson, una historia ágil y coherente, llena de citas y de referencias a los maestros del género, pero lo más importante: que constituye una profunda reflexión audiovisual en torno a la soledad visceral de los hombres que “corren por fuera”, la fábula de unos seres que protagonizan el relato que transcurre oculto y violento, en las sombras de un Nueva York a punto de estallar.


“Cae / Cae eternamente / Cae al fondo del infinito / Cae al fondo del tiempo / Cae al fondo de ti mismo / Cae lo más bajo que se pueda caer / Cae sin vértigo… / Estoy solo /La distancia que va de cuerpo a cuerpo / Es tan grande como la que hay de alma a alma”.

Vicente Huidobro, en Altazor

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De pronto un cementerio, un grupo de individuos Las luces de las linternas, intentando buscar algo, un sendero, un atajo, un camino. El cuadro y la fotografía, además de registrarlos con precisión, contienen un simbolismo estético formidable: así pareciera que nos pasamos la vida entera, indagando, investigado entre sombras, palpando la materia de paredes oscuras e inexistentes. Y la muerte siempre al lado, nuestra compañera única e ineludible.

Varias son las secuencias de ese simbolismo que exterioriza en su proyección Caminando entre tumbas (A Walk Among the Tombstones, 2014), una cinta que es un hallazgo, una grata sorpresa en estas semanas, donde la cartelera cede en la calidad de sus ofertas, a los apremios, a las emergencias y a las festividades del fin de año.

Lo primero en este análisis: qué gran actor es el británico Liam Neeson (1952). Su ductibilidad para abordar los más distintos roles impresiona, desde La lista de Schindler (1993), pasando por Los miserables (1998), hasta este crédito, en el que interpreta al detective privado Matt Scudder. Un papel que por sus particularidades psicológicas, sentido del honor y de la moral, resulta un digno heredero de dos famosos investigadores de la literatura y del séptimo arte negro, que son citados en esta obra: a Philip Marlowe (el tipo creado por el escritor norteamericano Raymond Chandler, en su inmortal ciclo novelístico) y a Sam Spade (un invento del genial narrador, igualmente estadounidense, Samuel Dashiell Hammett).

Ambos personajes cuentan con célebres traslaciones cinematográficas. Aquí, mencionaremos una para cada uno: The Long Goodbye (1973), de Robert Altman, para el primero, y The Maltese Falcon (1941), de John Huston, para el segundo. El director Scott Frank (Florida, 1960) homenajea con devoción a ese par de “perros de caza”, a través de inolvidables diálogos del parlamento. Y también, con un brevísimo primer plano, enuncia un “salud” por el ruso Vladimir Nabokov, el indispensable autor de Lolita, de Pálido fuego y de los acertijos literarios y de los enigmas de la naturaleza humana en general.

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La construcción dramática de Caminando entre tumbas, concluye por ser impecable, y no sólo porque el guión que nace de la adaptación de la novela de Lawrence Block (1938), sea en su despliegue argumental casi perfecto. Tanto el rol encarnado por Neeson, como los secundarios que le acompañan en el desarrollo de la historia, presentan una densidad mental, y una peculiaridad de rasgos, que no podemos pasar por alto. Notables, asimismo, son las actuaciones de David Harbour (Ray), de Adam David Thompson (Albert), de Dan Stevens (Kenny Kristo), de Boyd Holbrook (Peter Kristo) y del adolescente Astro (TJ).

Pero, sin duda, lo más sobresaliente en la realización de esta cinta, pasa por la estrategia narrativa y abstractiva de su cámara, por el existencialismo de su foco, y por la intención de exhibir una fracción de la realidad, que avanza subterránea, fuera de la mirada, lejos del ojo de la inmensa mayoría de los ciudadanos y de los habitantes de los grandes distritos y condados urbanos de Brooklyn, Queens y Manhattan.

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Los ángulos que utiliza con ese propósito Scott Frank, son impresionantes: el resultado de la composición audiovisual, tanto de la fotografía como del montaje, alcanzan en este trabajo un nivel artístico comparable a lo que se puede leer, por ejemplo, en otro formato, mediante las páginas de La trilogía de Nueva York, del poeta y novelista Paul Auster. Y el recuerdo al maestro Michelangelo Antonioni, y de sus discípulos más aventajados (Jim Jarmusch, Francois Ozon y Steven Soderbergh) es a cada momento, en cada instante, porque el tópico de “grabar” o de intuir lo que sucede al exterior de los márgenes del lente, se percibe en un motivo estético recurrente y primordial.

Es que hombres como Matt Scudder y el niño TJ, se hallan irremediablemente “fuera de foco”, sin un lugar en el mundo, salvo la dimensión irreal que acontece en los límites del Green-Wood Cemetery o en los asientos de la Biblioteca Pública del Estado de Nueva York. Por eso, el objetivo del realizador no sólo es mostrar la marginalidad física, cotidiana y práctica del dúo, sino también, exhibir que sus pasos, sus actividades esenciales, se suceden en el corazón de la ciudad: pero que son ineludiblemente ignorados por los demás, como si jamás respirasen, como si nunca viviesen.

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El juego de montaje que Frank hace entre la indiferencia de quienes rodean a sus protagonistas en esta feria de las vanidades, y la trayectoria marginal de éstos, los ennoblece y los humaniza, hace que la ternura del espectador se focalice necesariamente sobre sus literarias e inauditas biografías.

De plano medio, en primerísimo, de contrapicado, de picado, de general o de contraplano, el personaje encarnado por Liam Neeson está solo, absolutamente a la deriva, pero dueño de sí mismo, con una tranquilidad y una seguridad en sus posibilidades, que impresiona y deja mudo. Su dignidad y reciedumbre ante la adversidad, devienen en un factor estético de orden místico, religioso, más aún si consideramos el elemento cinematográfico de la nocturnidad, en el que finalmente se desenvuelve el clímax, el momento culmine de la acción, y que es otro matiz que relaciona el lenguaje fílmico de esta obra, con los títulos del italiano Antonioni.

La exquisita, la preciosista cámara del autor, con una luz de rasgos poéticos y melancólicos, existencialista, que busca aprehender el alma de su reparto, también posee un rasgo que diferencia a esta pieza, con otras creaciones del género negro: acá no aparece por ningún lado la búsqueda del eterno femenino, la indagatoria que persigue el secreto, la salvación y el misterio inmortal, que promete para quien lo consigue, el amor pleno de una mujer. En ese aspecto, su novedad sólo es comparable a los textos de la serie de Tom Ripley, redactados por Patricia Highsmith, aunque por impulsos totalmente distintos, a los íntimos que empujaron a la notable escritora.

Presenciamos, por último, un final sublime, que revela, en un todo, los propósitos técnicos, dramáticos y audiovisuales del rodaje: la idea del encuentro de dos parias, uno abandonado por su esposa y el otro por su madre, en un encuadre que mira hacia un cielo manchado por la sangre del atardecer: la unión filial, paterna y adoptiva, que nace entre Scudder y TJ. Sólo para ver aquello, vale la pena dedicarle un par de horas a Caminando entre tumbas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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