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Crítica de cine: “De tal padre, tal hijo”, las perspectivas del vacío Un estreno conjunto y exclusivo de las capitalinas salas Alameda y Normandie

Crítica de cine: “De tal padre, tal hijo”, las perspectivas del vacío

Como un largometraje hermoso en todo sentido: fílmico y estético. Esa sería la mejor forma de apellidar las variantes artísticas que ofrece este título dirigido por el japonés Hirokazu Koreeda, y quien ganó el Premio del Gran Jurado en el Festival de Cannes 2013, debido al trabajo que desplegó detrás de las cámaras, por el presente crédito. Una historia cinematográfica dura, emotiva y bella, que apoyada en los fueros literarios de un guión notable (escrito por el mismo realizador), fundamenta, asimismo, su categoría audiovisual, sobre los planos y la fotografía, de un lente dispuesto a registrar ambiciosamente, la realidad más íntima y espacial, de sus singulares protagonistas.


“Todos estamos más o menos vacíos, ¿no? Comemos, cagamos, cobramos un sueldo de mierda por un trabajo estúpido, follamos de vez en cuando y ¡se acabó! ¿Qué más hay aparte de eso? Pero, con todo, vivir tiene su gracia, ¿no? No sé por qué, pero la tiene. Mi abuelo lo decía siempre: ‘Las cosas de este mundo siempre te salen por donde menos te esperas. Precisamente por eso es interesante vivir’. Es un punto de vista”.

Haruki Murakami, en Kafka en la orilla

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Las melodías de un despojo. En ese motivo se detiene el elegante foco existencialista del novelista y cineasta Hirokazu Koreeda (Tokio, 1962): en la imagen de la ausencia, en el tópico dramático de lo impredecible, del cambio y de las circunstancias que afectan a un grupo de seres humanos; cuando ya nada será lo mismo, y entonces, se debe reconstruir una forma de vida, de reformular la agenda de una jornada, y de buscar la manera de recuperar la tranquilidad, a fin de “pasar” las horas de ese presente negro, y así poder mirar hacia el futuro, como una posibilidad “real”.

Conocidas piezas ideadas para piano por Ludwing van Beethoven y Johann Sebastián Bach (las Variaciones Goldberg, en el caso de este último), resultan las escogidas por el director, con el propósito de expresar sonoramente, el ambiente fílmico de la desolación y también de las fracturas que provocan los acontecimientos propios, del discurrir cotidiano de un día a día.

Así, el teclado que intenta tocar el pequeño Keita Nonomiya, no sólo es un factor compositivo de la imagen (de tanto en tanto), sino que también un símbolo argumental que, a medida que avanza el tiempo de la ficción, nos señala que los golpes de lo ignoto en nuestro derrotero, indican el horizonte de un destino incierto y la necesidad de una disposición anímica distinta, si es que se desean sortear esas fisuras, con un mínimo de éxito.

El matrimonio conformado por Ryota (Masaharu Fukuyama) y Midori Nonomiya (la actriz Machiko Ono), lleva una existencia más o menos convencional, dentro de su ubicación y contexto socioeconómico natural (la clase media alta nipona de la capital, Tokio), hasta que recibe una noticia fuerte e inesperada: Keita, el refinado niño al que han criado ya por seis años, no corresponde a la identidad de su verdadero hijo biológico (así lo han demostrado unos rutinarios exámenes de sangre, practicados al menor).

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Luego, un chequeo con el hospital provincial en donde nació el pequeño, y se arriba a la conclusión de que Keita fue cambiado al poco tiempo de nacer, por el auténtico descendiente de los Nonomiya (en un “trueque” entre accidental y provocado), con el heredero de la misma edad, engendrado por la modesta familia de los Saiki (la pareja compuesta por Yukari y Yudai).

La imposición dramática de ese nudo, corre paralela con esa delicada estrategia audiovisual, descrita al inicio de esta crítica: la cámara de Koreeda comienza a mostrarnos, entonces, que la apacibilidad y el buen “pasar” de los Nonomiya, era sólo aparente; y el lente, como consecuencia, se detiene en el living vacío del departamento del clan, mientras Midori habla con el pequeño Keita, y un traveling en movimiento, exhibe la curva de una moderna autopista, a fin de representar esa instantánea del quiebre vivenciado, y de la nebulosa, complicada y difícil, en que se ha transformado el porvenir para Ryota y su esposa.

Es decir, el foco se mueve, se desplaza, pero igualmente lo hacen la mente, las emociones y la psicología de los personajes, en una atrevida y conseguida combinación de ambientaciones cerradas, intercaladas con bellos y lumínicos cuadros exteriores.

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Y, tampoco, es una casualidad que la atención de la fotografía, se centre en la cotidianidad de los Nonomiya, en desmedro de las relaciones familiares de los Saiki; quienes en su condición de propietarios de un sencillo mini-market, parecen ser, en la vivencia de su afectividad, mucho más plenos y felices, que la pareja que los acompaña en el trauma de saber, de golpe, que el hijo al que han criado desde su nacimiento, no lleva su sangre, pero que sí, porta sus costumbres, las aficiones, y la sociabilidad, que sólo se aprenden y se adquieren, en las habitaciones de un hogar, cualquiera sea el número de sus constituyentes, y de las personas que lo integren.

De tal padre, tal hijo (Soshite chichi ni naru, 2013), equivale al undécimo largometraje de ficción, del realizador Hirokazu Koreeda, en una filmografía donde también destacan, los títulos de After Life (1998), de Nobody Knows (2004) -este último, ganador al premio de mejor actor principal en el Festival de Cannes, por el rol que encarnó en esa ocasión, el nipón Yûya Yagira- y de Still Walking (2008).

La intimidad soterrada, y muchas veces enmarañada y tortuosa, que subyace en algunos vínculos parentales, además del hastío que se genera en los lazos de pareja, parecen ser la especialidad de este talentoso artista oriental, quien antes de consagrarse como un promisorio director de cine, sobresalió con la publicación de aplaudidas novelas de su autoría.

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De esa manera, mencionar en esta reseña, que la labor narrativa y audiovisual del realizador, se emparenta con las creaciones literarias de un Yukio Mishima o de un Yasunari Kawabata, para nada es desproporcionado: la soledad, el vacío y los traumas sentimentales, y de “clase” de los Nonomiya, parecen arrebatados de las páginas y de la sensibilidad, de esos apasionados iconoclastas, descreídos de la vida, y de los afectos más humanos de ésta: sin dioses ni realidades trascendentales dentro de sus ficciones, que nos puedan consolar o contener.

Por eso, no debe extrañarnos la complejidad del libreto que aquí observamos proyectarse en la pantalla, y por ende, su virtuoso traslado en escenas y secuencias cinematográficas: en esa perspectiva, nos encontramos frente al más occidental de los directores japoneses de la actualidad, y en un digno heredero de Akira Kurosawa (la perfección técnica de la fotografía que aquí se aprecia, recuerdan las preocupaciones del maestro en ese campo), y si se me permite la desorbitada comparación, también, la relación evidenciada con la cinematografía del sueco Ingmar Bergman.

Porque los silencios que se escuchan en De tal padre, tal hijo, son algo más que eso, son la música y el sonido de las ausencias, de la destrucción interna y del enfrentamiento ante un pasado doloroso y lleno de deudas por saldar.

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Y si la cámara gira, se mueve, es porque busca un sentido, una indicación en la mirada o en los gestos de los protagonistas. Y si el foco persigue la figura de un detalle de utilería (guardado en la escena y el espacio fílmico), aquél representa el allanamiento en pos de una pista, el rastreo de un significado audiovisual y hermenéutico, a esas permutaciones, profundas y enérgicas, que finalmente nos afectan a la inmensa mayoría de los seres humanos (en determinados períodos de nuestra biografía), y cuando menos lo esperamos.

La estética de Koreeda cautiva por su audacia y la originalidad de su “concepción” (la cámara, por ejemplo, siempre se menea en los planos exteriores y permanece quieta en las “tomas” hechas al interior de los estudios de grabación); y por esa sincronía irrefutable que se manifiesta entre la calidad narrativa de su guión, y la belleza y la ideología que orientan al lenguaje cinematográfico, que se formula en su ofrecimiento artístico.

Para finalizar, una similitud entre esta pieza de Hirokazu Koreeda y el título de otro director contemporáneo, la provocadora Shame (2011), perteneciente al inglés Steve McQueen: ambos, para expresar auditivamente los trastornos y las caídas de sus roles protagónicos, echan mano, en el soundtrack de sus respectivas cintas, a las Variaciones Goldberg, de Johann Sebastian Bach. Para pensarlo, meditar, y tenerlo muy en cuenta.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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