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Crítica de cine: “Talión”, en un Santiago de justicia y cielo irreales Una película de Martín Tuta

Crítica de cine: “Talión”, en un Santiago de justicia y cielo irreales

Al final termina por gustar: como alguien que uno “odia” en un principio, el thriller del director colombiano radicado en Chile, concluye por entusiasmar a sus audiencias, en base a una sugerente mezcla de actuaciones convincentes, una buena fotografía, y un montaje audiovisual rápido, ágil, y técnicamente logrado. Las discusiones aparecen a la hora de conjugar esos elementos, en un argumento que se explaye coherentemente a través de esas imágenes: aun así, tenemos un filme nacional inédito y novedoso, por lo menos en su estética plástica.


“La visión aérea de una ciudad, es como una foto rota cuyos fragmentos, contrariamente a lo que se cree, tienden a separarse: máscara inconexa, máscara móvil”.
Roberto Bolaño, en Estrella distante

Un Santiago cubierto por una luz tensa, molesta, e incómoda para los sentidos, así es la capital de Chile en la cotidianidad: una urbe donde el mar pareciera estar cerca, y el brillo del astro solar, obstaculizado por las nubes, transforma al valle en una especie de receptáculo de irrealidad, donde el tiempo, a ciertas horas, semeja detenido, que no avanza, que se encuentra empantanado. Y el Mapocho se escucha lejano, rumoroso, y prometedor, tal como si fuese un mar que transcurre prehistórico, y bajo tierra, que jamás se observa.

Retratar con veracidad ese sentimiento plástico y audiovisual, es la principal característica de la cámara de Martín Tuta (Colombia, 1978), en esta, su primera obra como director, y en la cual demuestra oficio, y un talento naturales, a fin de abordar un tema complicado, truculento, y siempre de ingente actualidad: los abusos sexuales cometidos en contra de menores de edad.

Así, el realizador agrega su patronímico a ese incipiente género del cine nacional, que han revitalizado autores como Ernesto Díaz Espinoza y Cristóbal Valderrama, aunque, me atrevería a decir, con bastante y mejores resultados: la preocupación por los elementos propiamente fotográficos, escénicos y de sonido, en el artista colombiano, son elocuentes y reflejan una inclinación, manifiesta, por teorizar acerca de los detalles que conforman una labor creativa, en el ámbito audiovisual: el hecho de estimular un prendamiento estético basado en la “régie”, el tratamiento de la luz que componen los cuadros, la mezcla que transforma los ruidos ambientales en pormenores fílmicos de análisis, y la respuesta ante esos fenómenos, por parte de la interpretación corporal y psicológica de los actores.

La ciudad de Santiago, entonces, aparece como una urbe cuya visualización gris y en cierta medida carente de respuestas simbólicas, se presta para que su significación “ideológica” última, se proyecte a través de la búsqueda reporteril que emprende la periodista Amira Echeñique (Viviana Rodríguez), cuando comienza a recibir vía e-mail, pruebas y pistas para develar una red de pederastia, la que involucraría a políticos y a personajes poderosos.

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Dramáticamente la cinta es confusa y por momentos precaria. El personaje que encarna Tiago Correa (Eduardo), sin ir más lejos, en mínimas ocasiones se atisba en propiedad como dueño de sus fueros, por lo menos frente a la cámara, en cuanto (entiéndase) a su explicación “esencial”, y razón de ser, en esta historia: su aparición es “imprevista”, literariamente, y sus lazos familiares incoherentes, y la representación final de su rol en el engranaje de la película, se diagnostica forzado y lleno de sombras e interrogantes. En cambio, su actuación es sorprendente y rica en matices compositivos: bien por él y su esforzada carrera profesional.

La estrategia de visualización de Talión (2015) -muy superior a lo que ofrece por lo general el cine de estas latitudes-, se enfrenta con ese guión en conflicto y francamente peleado con la energía narrativa del montaje: una fotografía plena de minucias plásticas y cinéticas, versus un libreto de escasa calidad, imaginación creativa y riqueza argumental. La explicitación de la oscuridad y de lo sombrío (sostenes de esta cámara), por ejemplo, jamás tiene una correlación artística (más allá de lo grotesco y lo esperpéntico, propios de un delito sexual perpetrado contra menores), en la inexistente fluidez y reflexión que proponen los diálogos del parlamento, y en su “sublimación” íntima y personalísima, por parte del elenco actoral.

Deseo ser meridianamente claro: si sentencio que la ópera prima de Martín Tuta es ante cualquier otra calificación un buen “filme”, mi juicio se debe a que su gestación audiovisual recuerda a esos thriller mexicanos y colombianos que nos cautivaron durante la década pasada: me refiero a Nicotina (2003), de Hugo Rodríguez, y a Bluff (2007), de Felipe Martínez Amador. Se rastrea vigor cinematográfico en la agilidad de los planos, y un pensamiento audiovisual perteneciente a quien ha reflexionado en torno al hecho de sujetar una cámara, y transformarla en un lápiz o una brocha, pero en vez de un papel, hoja Word o lienzo, sobre y encima, con el propósito y la gesta, de transformar la realidad.

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La edificación fílmica de Santiago que hace Talión, es bellísima por los escasos recursos ambientales que utiliza en esa finalidad: unos fragmentos de la Costanera, unos cités o pasajes que pueden ser La Legua, unas casas de Providencia o Ñuñoa, y después, sólo interiores y estudios: pero la clave se palpa en la luminosidad que cae del cielo, o bien, como lo escribiría el novelista colchagüino Mauricio Wacquez, en toda la luz del mediodía, nublada, pírrica, fantasiosa, que sienten, arriba de sus espaldas, los protagonistas de esta irregular historia.

El montaje audiovisual (mas no narrativo), aquí brillante y cautivador en su propuesta de construir un mosaico del espacio diegético, se estrella, en esa ansia loable y aplaudible, con los ripios de un guión que se convierte en un estorbo (por su mala calidad estructural), para delinear esa novela cinematográfica, lamentablemente en esta ocasión incompleta, y escasamente definida y terminada. Empero, ese diagnóstico no es obstáculo para que las actuaciones de Correa, y de la estupenda Viviana Rodríguez, salgan airosas en su difícil y exigente, cometido interpretativo.

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Inédito por su temática (el thriller policial chileno toma vuelo), algo increíble en montones de planos (el personaje de “Mirubín” es un salto arriesgado hacia la estética del cómic), y sin embargo, la cámara versátil y dúctil de Martín Tuta, y las técnicas de recorte secuencial a las que echa mano para contar su relato, sobreviven ante un juicio demoledor, uno que sea motivado por las evidentes pobrezas literarias del libreto, cuya factura se debe, igualmente, a la firma del mismo realizador.

Y pese a todo, la dirección de arte y la fotografía (insisto en este punto), levantan la categoría final de Talión, en esa apuesta por crear un Santiago de ánimo espectral y sensitivamente angustiante, el verdadero estelar de esta cinta (la ciudad), en una obra que pudo haber sido una película sobresaliente, si se hubiesen cuidado con mayor esmero, tanto su desarrollo dramático, como su equivalencia de fuerzas artísticas ante los procedimientos de hilación narrativa que se manejaron.

Para la próxima.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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