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La derogada unidad


La semana pasada el comandante en jefe del ejército, general Ricardo Izurieta, hizo presente al gobierno el dolor de la institución por la situación del cuasi desaforado senador vitalicio Augusto Pinochet. Asimismo concurrió a expresarle al afectado la solidaridad del ejército. Poco después, el mismo general Izurieta hizo votos por la unidad nacional.

No puede negarse que Pinochet es un factor no sólo de desunión sino también de pugna y polarización. Al solidarizar con Pinochet, el ejército está situándose cerca de una de esas posiciones polares, que -a juzgar por las encuestas sobre el enjuiciamiento del senador vitalicio- está lejos de ser mayoritaria.

Es cierto que Pinochet es un hombre de sus filas. Pero también lo fue el general Carlos Prats y no hemos sabido de ninguna manifestación de dolor ni de solidaridad hacia los familiares de este militar que fue víctima de un acto de violencia bastante más grave que un desafuero.

El ejército, junto con otras grandes instituciones como la educación pública o el Estado asistencial sanitario, ha sido, históricamente un factor de unidad e identidad nacionales. De esa misma unidad que hoy parece naufragar.

La reducción de la gravitación y la incitativa del Estado para formular grandes metas nacionales; la fragmentación de la sociedad en empresas y personas que compiten unas con otras; la segmentación de la misma sociedad en múltiples identidades locales, regionales, comunales o vinculadas a la solvencia económica y los estándares de vida y de consumo tienden hoy a diluir esta especie de quimera que todos seguimos invocando: la unidad nacional. Agreguemos a esto la desbocada globalización, que en países de escaso espesor cultural, como el nuestro, se convierte en una especie de aplanadora de culturas extranjeras.

Como institución jerarquizada y de mando vertical, el ejército tiene su propia y monolítica unidad, que le permite, entre otras cosas, expresar «sentimientos institucionales», como el dolor o la solidaridad. Pero la sociedad civil es mucho más compleja, y no podría imponérsele a ella ese modelo de «unidad institucional».

La sociedad chilena, antes provinciana, sencilla y algo naďve, podía expresar cierta unidad entendida como unanimidad de pareceres, sentimientos y opiniones. Una de esas unanimidades estaba en la consideración hacia las fuerzas armadas a las que sentía como motivo de orgullo nacional. Es ese sentimiento el que ahora se ha drenado, no sabemos si para bien o para mal. Tal vez sea mejor, o al menos más concordante con el advenimiento de la modernidad, una sociedad fragmentada en múltiples identidades e intereses.

Porque decir que Chile está dividido entre pinochetistas y antipinochetistas también es simplificar las cosas. Hay cada vez un número mayor de personas que se sitúan al lado de afuera de esa polaridad. De hecho, todos los llamados que se hicieron para apoyar o condenar al vitalicio durante su detención en Inglaterra -llamados a embanderar las casas, a tocar cacerolas o a actos callejeros- nunca alcanzaron dimensiones visiblemente masivas y más bien parecieron manifestaciones aisladas.

Nunca vamos a ponernos de acuerdo en si Pinochet fue un monstruo o un gran estadista. Lo mejor entonces, es aceptar la diversidad de subjetividades: para algunos fue la salvación de Chile, para otros un perverso abominable y para una cantidad cada vez mayor de personas, un viejito que importa menos que el fútbol, el tenis, el tai chi, la ufología o la tarjetas de crédito.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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