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El Gobierno Soy Yo


Hace tiempo escribí que Ricardo Lagos cultiva, quizás sin plena conciencia de ello, un cierto estilo gaullista de gobierno. Políticamente esto significa el ejercicio de un liderazgo personalista y carismático, desplegando una estratégica arrogancia que coloca al presidente muy por encima de grupos y partidos. Así operaba el legendario instaurador de la V República Francesa, un estadista excesivo y solitario, obsesionado por la grandeur de su país.

Pero los dichos y los hechos más próximos de nuestro actual mandatario nos obligan a retrotraernos bastante más atrás en la historia gala. Por cierto la declaración «el gobierno (de Chile) soy yo», expresada, al pasar, el reciente lunes por el presidente, evoca nada menos que a Luis XIV y resulta claro que no fue improvisada, sino que Lagos la había ensayado antes delante del espejo. Nadie se embarca en semejando torpedo conceptual sin pensárselo dos veces y sin ánimo de inscribirlo en el catálogo de las frases célebres.

A través de este soberano desplante de Rey Sol, el inquilino de La Moneda-Versalles, quiere reafirmar que él llena plenamente las dimensiones constitucionales de su cargo y que a su conciencia de estadista no le arañan las prosaicas presiones de personas y grupos que representan intereses parciales o menores.

Estos alardes de autoridad obtienen el aplauso de la platea y los asesores de Palacio se sienten muy astutos cuando las recomiendan, por sus resultados estadísticos inmediatos. Sin embargo, hay que mirar con cautela tales descargas de adrenalina política, ya que pueden conllevar indeseables efectos secundarios.

Hay que recordar que la salud democrática de un país moderno, la calidad de su gobierno representativo se basa en la acompasada dispersión del poder, en la capilaridad de sus decisiones, en la construcción de una ciudadanía autónoma, dialogante e imaginativa, a quien nada le gusta la inflación del ego de sus gobernantes.

Chile siempre ha admirado a sus mandatarios más fuertes en la administración del poder, como lo han sido, en el siglo XX, Arturo Alessandri, Carlos Ibáñez, y, en otro contexto, Augusto Pinochet. Pero ésta es una conducta social muy común: en la comida familiar, por ejemplo, no suele faltar un ocupante de la cabecera de la mesa, que dictamina, desde su locus de autoridad, sobre política, sobre moral y, por supuesto, sobre la calidad de las empanadas recién servidas. ¿Quién se atreverá a objetar que el pino tiene demasiada cebolla, si el patriarca ha adelantado que está inmejorable?

Esta actitud expectante respecto a la autoridad tiene como negativa consecuencia cierta inhibición en las iniciativas cívicas, la omisión de muchos debates necesarios, la dificultad para procesar creativamente las contradicciones y conflictos de la sociedad en algunos de sus ámbitos más oscuros. Se espera demasiadas veces que una voz autorizada, oficial u oficiosa, dé su palabra o su señal. El poder se va, así, concentrando, verticalizando, personalizando y la gente se vuelve simbólicamente a su casa para enterarse por la televisión lo que han decidido para ellos los de arriba.

El entorno de Lagos está encantado por su asertividad y por su capacidad de mando. Incluso se insinúa a veces (y creo que con bastante razón) que el actual presidente ha llenado un cierto vacío de decisión política que había dejado el gobierno de Frei Ruiz-Tagle. Pero creer que el desarrollo democrático, la modernización del país y la revitalización republicana pasa, a estas alturas del partido, por la palabra de Lagos, por su dedo ecuménico, tiene mucho de desmovilización y de repliegue.

Que el presidente cumpla sus roles constitucionales con toda la responsabilidad que él sabe tener: muy bien. Pero ahora lo que resulta más imprescindible, es ese constante e invisible goteo día a día para abrir espacios, suministrar oportunidades, facilitar encuentros a fin de que la gente salga de su casa, se asocie, contertulie, ocupe los lugares públicos, establezca redes, participe cada vez más en la resolución de sus propios problemas.

No hay que equivocarse: el gobierno de Chile no es Ricardo Lagos. Es decir, no es él solo. Hay millones de compatriotas que aportan sus esfuerzos, sus ideas, sus sueños y que demandan, acaso sin saberlo, desconcentración, descentralización, horizontalización de la política. Quieren ser protagonistas y no espectadores, activos ciudadanos y no resignados súbditos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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