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A propósito del milagro de los nueve meses después


«Hombre y mujer los creó», leemos en el Génesis. Y del encuentro de estos dos seres surge incesantemente la vida. Esto fue visto como un milagro durante milenios, pues esta conmoción que es la natalidad salva a toda la humanidad de perecer en la noche que cae sobre nosotros al cerrar los ojos por última vez.



Es gracias a ella que podemos tener esperanza que nuestro largo peregrinaje podrá seguir a pesar de todo. Esta es la Buena Nueva: «nos ha nacido un niño».



El cristianismo verá en este nacimiento el punto de quiebre de la historia humana. Lo infinito se hace finito, lo absoluto deviene particular, el espíritu se encarna, Dios se hace hombre, el Todopoderoso se hace niño en un pesebre. Si algo salva al cristianismo de sus miserias tan demasiado humanas es justamente ser la religión del niño.



A propósito de la píldora del día después surge en el debate nacional la novedad central de los tiempos que vivimos. La técnica ha irrumpido en medio de la natalidad, empujando la libertad humana hasta el límite que en el Génesis separaba lo humano de lo divino: el control de la vida. Gracias a las píldoras anticonceptivas, el aborto y a las técnicas de la procreación artificial, las mujeres y los hombres de hoy pueden burlarse de la fecundidad no deseada o de la esterilidad impuesta.



Aún más: ahora podemos manipular el patrimonio genético del que está por nacer, y la maternidad podrá optar por el tipo de niño que quiera. Lo que la mujer de la antigüedad pedía al oráculo y el sacerdote solicitaba a su dios, ahora puede realizarlo la ciencia.



Esta es la cuestión central: paternidad y maternidad ante la potencia -bendición o maldición- de la ciencia humana. Píldoras más, recursos de protección menos, no nos confundamos. He ahí lo que está en discusión: el sentido y los límites de la libertad humana. ¿O ya no los hay?

¿Nos nacerá un nuevo niño? Una nueva vida que la técnica nos promete gatillar, manipular o impedir con toda libertad, mientras que otros nos la quieren imponer conservadoramente sin ninguna libertad, en feroz natalismo.



En el siglo 20 una mujer judía volvió a renovar la tradición cristiana que canta la vida en el «milagro del nacimiento». Para Hannah Arendt la natalidad es un milagro pues en él todo vuelve a comenzar en forma riesgosa, promisoria, abierta, única e irrepetible. «Nadie nunca igual que mi hijo ha habido ni habrá» es el canto de la natalidad. Es en el nacimiento que los hombres nos volvemos a asombrar, admirar, llorar de dolor y cantar de alegría.



La libertad del ser humano surge al nacer, pues incesantemente todo se renueva y vuelve a ser posible. Arrojado al mundo, cada niño deberá entender que la libertad es su condena, pues nadie lo consultó, y cada padre verá que no hay responsabilidad más grande que aquella que surge al contemplar al ser más desvalido, el que grita sin apelación «sin ti me muero».



Lo que el místico intuye y el enamorado desea, los padres lo saben y lo acurrucan en sus brazos.



Hannah Arendt, mujer sin hijos, filósofa sin partido, judía sin nación en el siglo de la ciencia que todo lo puede y del Holocausto que generó fábricas de cadáveres, nos canta el amor a la vida en el nacimiento. Ella, que vio a tantos morir, no es extraño que haya intuido con tal claridad el milagro del nacimiento.



Emmanuel Levinas, otro filósofo judío que huía del Holocausto, creyó en la «verdad» de su maestro Heidegger: somos seres-para-la-muerte. Nacemos para morir. En el París aún no ocupado por el nazismo nos cuenta que pronunció una conferencia sobre la filialidad que tituló «Más allá de lo posible». Había tenido recién a su primer hijo, si mal no recuerdo. En dicha conferencia señaló que «El (hijo) es el porvenir más allá de mi propio ser. En efecto, el hijo no es simplemente mi obra, como un poema o como un objeto fabricado, no es tampoco mi propiedad. Ni las categorías del poder ni las del tener pueden indicar la relación con el hijo. Ni la noción de causa ni la noción de propiedad permiten captar el hecho de la fecundidad. Yo no tengo a mi hijo, yo soy, de alguna manera, mi hijo. Ser padre es comprender ese misterio en que el otro es radicalmente otro, y donde sin embargo es, de alguna manera, yo».



Emmanuel Levinas, entre los escombros de la civilización occidental cristiana, grita con los brazos extendidos al cielo: «Ä„No, maestro, te equivocas. Tu razón te confunde. Tu portentosa inteligencia no te ha permitido ver la simpleza y belleza del misterio de la vida. No nacemos para morir. En nuestros hijos somos seres-para-más-allá-de-la-muerteÄ„»



Arendt y Levinas nos recuerdan la belleza de la paternidad y el milagro del nacimiento. Pero he ahí la fuente primera de toda responsabilidad: es tarea de nosotros que cada niño cuente con el cuidado amoroso de sus dos padres. En caso contrario, la maternidad incesante de la mujer pobre y abandonada, de la mujer profesional que se debe a su trabajo y de aquella que intenta planificar con responsabilidad su familia se transforman muchas veces en angustia, especialmente en una sociedad que no apoya las grandes familias.



Ante los niños abandonados en la calle o en guarderías de barrio alto, el mensaje del judeo-cristianismo se vacía y deviene muchas veces en imposición hipócrita.



María Ruiz-Tagle ha muerto en la Semana Santa del año del 2001. Siete hijos, veintiún nietos y veintitrés bisnietos surgieron de la pareja primordial que formó con Eduardo Frei Montalva en 1935. Sea ella testimonio de la fecundidad y belleza de la vida, cuando ella se puede vivir dignamente.



«Píldora del día después» o «el milagro de los nueve meses después»: he ahí la opción que ni el juez, ni el legislador ni el sacerdote tomarán por nosotros.



*Pamela Hernández Salas es médico-cirujano. Sergio Micco Aguayo es abogado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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