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Violencia en las escuelas

Si realmente queremos que la escuela sea formadora y no solo instruccional, dotemos a los profesores de condiciones laborales y apoyos profesionales para desarrollar su labor; exijamos a padres y apoderados que inculquen hábitos y valores a sus hijos, y solicitemos al Estado y los medios de comunicación que asuman su tarea de colaborar en la construcción de una sociedad distinta, más amable, más justa, más solidaria y más humana, y que lo hagan en serio.


A raíz de hechos de violencia que se han producido al interior de las escuelas y que culminaron con la lamentable y condenable violación de un niño por un compañero al interior de un colegio, la escuela como institución nuevamente ha estado en entredicho. Creo que más allá del dramatismo de los hechos es necesario hacer algunas reflexiones que nos lleven al fondo del problema.



La verdad es que siempre hubo violencia en las escuelas. El problema es que los códigos de honor han cambiado y las escalas valóricas son distintas, producto de un modelo cultural exitista y hedonista que entrega disvalores.



Se ha hecho normal que los periódicos publiquen hechos de sangre que involucran alumnos y escuelas en distintos lugares de Chile. Del mismo modo, se hizo uso y abuso de publicidad por la venta de drogas realizadas en las cercanías de los colegios, y hasta se publicaron listas estigmatizando escuelas.



Frente a estos hechos la comunidad se horroriza, culpa a los profesores y se alzan voces. Algunos piden cambiar de colegios a los hijos. Otros plantean la necesidad de contratar guardias, y los más exagerados proponen instalar detectores de metales, como en algunas escuelas de esos países del norte a los cuales queremos parecernos.



Olvidan que la escuela no es la responsable de la violencia, es apenas un agente socializador secundario. Más importante en la formación de hábitos y valores es la familia, los grupos de pares y los medios de comunicación: la escuela sólo refuerza. La violencia, la drogadicción, el embarazo precoz y la falta de valores son expresión de la sociedad en que vivimos, y la escuela, como no es una isla, los refleja y también los sufre. De hecho, no son pocos los profesores agredidos por apoderados o alumnos.



No obstante, y a pesar de las sospechas, igual cargan sobre la escuela la resolución de los problemas sociales. A través de objetivos transversales o programas focalizados, con poco tiempo y sobrecarga de trabajo, deben reparar los estropicios que la misma sociedad produce: enseñar al niño maltratado que no debe maltratar, señalarle que las drogas son malas al hijo del microtraficante, convencer a la anoréxica que el éxito no es parecerse a la modelo de televisión, o retener en la escuela al hijo del cesante.



Por lo tanto, la tarea de profesionalizar al docente es convencerlo que no es un apóstol, que no debe asumir tareas de asistente social, sicólogo u orientador. Que la finalidad de la escuela es enseñar, y en función de ello la miden. Nos guste o no, la eficiencia estará dada por los resultados del Simce o La PAA, y no por cuántos alumnos fueron retenidos en el sistema escolar, liberados de la droga, de la violencia intrafamiliar o el suicidio. Esas estadísticas no existen ni importan.



Ahora bien, si realmente queremos que la escuela sea formadora y no solo instruccional, dotemos a los profesores de condiciones laborales y apoyos profesionales para desarrollar su labor; exijamos a padres y apoderados que inculquen hábitos y valores a sus hijos, y solicitemos al Estado y los medios de comunicación que asuman su tarea de colaborar en la construcción de una sociedad distinta, más amable, más justa, más solidaria y más humana, y que lo hagan en serio.



Mientras ello no ocurra, a pesar de los esfuerzos de los maestros la escuela seguirá siendo el espejo de la sociedad. Un espejo en el cual a veces nos duele mirarnos.





* Dirigente nacional del Colegio de Profesores y encargado del Departamento Nacional de Educación y Perfeccionamiento.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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