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El anunciado ocaso de la Concertación

Si la Concertación parece dirigirse hacia el ocaso no es por envejecimiento natural ni por una enfermedad incurable del tipo cáncer. Es lisa y llanamente por una perturbación de su ánimo que la lleva a hacer malos diagnósticos y a proponer peores soluciones. En ese ciclo, de tumbo en tumbo, la dirigencia de la coalición ha ido perdiendo vitalidad, voluntad de poder, sentido de identidad, afecto y emoción colectiva.


Cuando algunos sostienen que la Concertación sufre una suerte de cáncer terminal, a mi juicio equivocan la metáfora. Lo que afecta a la Concertación son desórdenes en su salud mental.



Todo comenzó a finales del año 1997. Entonces, a la luz de los resultados de las elecciones parlamentarias, un sector mayoritario de los dirigentes de la coalición proclamó que la victoria electoral obtenida era una derrota política para el gobierno. De ahí en adelante, declaró ese mismo sector, los gobiernos concertacionistas debían revisar su exitosa estrategia, cambiándola por otra de nebuloso e indefinido carácter.



Tal fue el origen del malestar que lentamente ha ido trastornando y debilitando las bases anímicas de la Concertación. Allí también nació el nombre de autoflagelantes con que la prensa bautizó a la corriente portadora de ese malestar.



¿Cómo explicarse tan curioso fenómeno, el de una sólida coalición política que decide cuestionar sus propios éxitos y prefiere interpretar sus triunfos como fracasos, exponiéndose a terminar creyendo que sus pérdidas son ganancias?



En la superficie de las cosas, la explicación podría radicar en interpretaciones erradas, como ocurrió con los resultados electorales de 1997, o en comportamientos políticamente equivocados, que se han venido sucediendo cada vez con mayor frecuencia en la Concertación, probablemente por el referido desarreglo anímico.



Sin embargo, hay que ir más al fondo para encontrar las razones de la sinrazón que afecta a la coalición gobernante. Y allí lo que uno encuentra son, a mi entender, dos gérmenes patógenos, para llamarlos con el lenguaje de las enfermedades que aquí hemos tomado de prestado.



Por un lado, se descubre en la dirigencia de la Concertación un sentimiento transversal de disgusto con el país realmente existente; con la cultura moderna y sus disposiciones proclives al mercado y el consumo; con una economía abierta y sujeta, por ende, a las turbulencias de la competencia y el contagio provocado por las crisis financieras internacionales; con una sociedad que necesaria e inevitablemente se ha vuelto más individualista; con la secularización de los mitos políticos y las ideologías; con la difusión de los valores propios de la industria de las comunicaciones; con el debilitamiento de las formas tradicionales de participación a través de sindicatos y partidos, o con la pérdida del ethos heroico que ocasiona el tránsito desde una dictadura a la democracia.



Dicho en breve, la parte autoflagelante del vértice de la Concertación se puso anímica y subjetivamente inconscientemente incluso -en el doble sentido de la palabra-, contra su propia obra. Con ello, en vez de afirmar su identidad la disminuyó; en lugar de fortalecer su voluntad, la quebrantó; en fin, en vez de dar paso a un círculo virtuoso donde los logros impulsan a emprender nuevas acciones, lo que hizo fue revertir los signos de ese movimiento y alimentar una espiral de sentimientos pesimistas.



La otra fuente patógena, íntimamente conectada con la anterior, tiene que ver con las imágenes que se ofrecen desde la cúpula dirigencial de la Concertación para salir de la trampa en que ella misma ha ido poniéndose.



Inicialmente se intentó —bajo el liderazgo del ala llamada izquierdista del sector autoflagelante— modificar el discurso fundacional de la Concertación en dos puntos cruciales.



Por un lado, se desplazó el énfasis desde el eje -no sólo semántico sino político- del «crecimiento con equidad» hacia el de la «igualdad social» que, literalmente, significaba dar un salto atrás desde los años ’90 a los ’60.



Por el otro, se corrió el cerco que simbólicamente situaba a la Concertación en el territorio de la cultura moderada del país hacia la izquierda, donde supuestamente se hallaba situada una mayoría de la nación.



Tal propuesta no podía llevar a la Concertación sino al naufragio. Así debió reconocerlo la propia campaña del ahora Presidente Lagos, cuando a última hora tuvo que alterar esa orientación para regresar al espacio común del discurso fundacional de la Concertación.



A su turno, haber descuidado la adhesión entusiasta al polo del crecimiento —y por ende, de la modernización, la eficiencia, la competitividad, la innovación y de una sociedad civil que se hace cargo de sí misma con apoyo pero no bajo la tutela del Estado— afectó negativamente la capacidad del gobierno de Ricardo Lagos para enfrentar el ciclo depresivo de la economía.



Frente a los efectos de dicho ciclo, el sector autoflagelante se encontró sorpresivamente desarmado: había proclamado antes de tiempo «viene el lobo». ¿Qué podía hacer ahora? Los más obstinados insisten en señalar que no es la crisis lo que nos tiene a media marcha. Lo que habría hecho crisis y fracasado, anuncian, es el modelo; sus motores se han apagado y en su reemplazo sería necesario activar nuevas máquinas e inventos que nadie termina por identificar. Es decir, se nos invita a pasar del error a la tumba.



Pero la propuesta autoflagelante encerraba una promesa adicional: sólo mediante una política «auténticamente» progresista sería posible salir del malestar. ¿Y qué significaba esa garantía aparentemente trivial? Dos cosas al menos, nada triviales. Primero, tomar distancia del gobierno de Eduardo Frei -a fin de cuentas emblema del período modernizante de la Concertación-, y marcar las diferencias del ala PS-PPD respecto de la Democracia Cristiana.



Sobre todo este último aspecto de la promesa era esencial. Debía servir para empujar el cerco cultural hacia la izquierda, pues, según se piensa y sostiene en algunos círculos progresistas, el socialcristianismo, en línea con la iglesia católica, proporciona el telón de fondo del conservadurismo de la sociedad chilena, amén, naturalmente, de los demás poderes del establishment.



Sobre tan endeble como infundado diagnóstico, e impulsado por el desorden anímico que ya lleva casi cuatro años carcomiendo la voluntad de poder de la Concertación, se ha ido produciendo lenta pero persistentemente una trizadura entre socialdemócratas y socialcristianos de la Concertación.



La manera poco solidaria, a veces cruel incluso, con que el PS y el PPD trataron públicamente el evidente error de la directiva de la Democracia Cristiana al inscribir a sus candidatos; la ofensiva en sordina, o a veces abierta, contra la gestión del ex Presidente Frei, y recientes disparos con cañón de papel contra la DC, son todos síntomas de esa mortal equivocación.



En beneficio de ella se ha lesionado no sólo la unidad concertacionista, también su ilusión, el vínculo afectivo que le dio vida y el tono emocional necesario para que hombres y mujeres de distintas creencias y proveniencias puedan actuar coordinadamente bajo las ásperas condiciones de la política.



En suma, si la Concertación parece dirigirse hacia el ocaso no es por envejecimiento natural ni por una enfermedad incurable del tipo cáncer. Es lisa y llanamente por una perturbación de su ánimo que la lleva a hacer malos diagnósticos y a proponer peores soluciones. En ese ciclo, de tumbo en tumbo, la dirigencia de la coalición ha ido perdiendo vitalidad, voluntad de poder, sentido de identidad, afecto y emoción colectiva, y se ha deteriorado seriamente su imagen como la alternativa de sentido común para gobernar el futuro del país.



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