Publicidad

La semántica de la exclusión


El lenguaje es delator. Deja con frecuencia al descubierto sentimientos, valoraciones e ideas que nos habíamos esforzado consciente o inconscientemente por esconder.



En el Chile actual las palabras persisten en traicionarnos. Entregan huellas de realidades impresentables que quisiéramos olvidar debajo de la alfombra.



En este país que se nos dice derechamente encaminado hacia alguna insólita versión de la modernidad, el habla de los medios y de las instituciones revela prejuicios coloniales, puntos de vista anacrónicos, aceptación de una sociedad prácticamente estamental. La antimodernidad parece enquistada en esa diaria creación colectiva que es el lenguaje.



Hace unos días participé en un interesante foro sobre discriminación del lenguaje en los medios de comunicación, organizado por la División de Organizaciones Sociales. La ocasión me obligó a realizar un barrido mental sobre algunas palabras y asociaciones lingüísticas normalmente aceptadas, que reflejan la naturalización impune, en nuestra sociedad, de desigualdades sociales republicanamente intolerables. Sentí el estremecedor panorama de nuestro Alto Hospicio cotidiano, que, en su abrumadora mayoría, queda en el dolor solitario y el anonimato infecundo.



Un primer recordatorio es el de los vocablos y conceptos altamente negativos que casi siempre se vinculan a la pobreza y que incluso parecen puestos en el diccionario como arsenal contra los más desvalidos. Se me ocurren adjetivos de amplio uso mediático como delincuente, antisocial, violento, drogadicto… Son términos tan cargados en Chile en su aplicación social que cuesta mucho emplearlos con un mínimo de cívica decencia. No se entiende cómo los profesionales de la información – reporteros o editores – siguen el perverso tropismo de endosar exclusivamente a los más pobres, situaciones y problemas que afectan y atraviesan a todos los sectores de la sociedad.



Pero circulan otras palabras con simbolismo todavía más descalificador que se atribuyen abusivamente a los económicamente más débiles. Sustantivos como basura, aborto o prostitución se asocian con sospechosa espontaneidad a la pobreza. Nunca hemos visto en la pantalla una clínica abortiva del barrio alto, ni gente detenida por esta causa que pertenezca a familias acomodadas. El aborto se asocia hasta la saciedad a una pobreza sórdida y pecadora. Por supuesto que los otros estratos sociales, si abortan, cosa que nunca consta, lo harían de un modo higiénico y virtuoso.



El caso de la basura resulta aún más paradigmático. Basura, basurero, basural son palabras e imágenes que en los medios se relacionan únicamente con grupos en situaciones socioeconómicas precarias. Pero no deja de ser insólito que los que con mucho producen más basura, no tengan que asumir los efectos de sus propios desperdicios. Y así vemos cómo los problemas suscitados por los vertederos son vividos y sufridos por la gente que menos basura produce y son contemplados cómodamente en televisión por los que mayoritariamente la generan. Pero lo más grave es que queda una ultrajante simbiosis basura-pobreza, que no da cuenta de los verdaderos responsables de este grave problema de las urbes modernas. Implica cierto cinismo el alegar que hay que buscar los terrenos más baratos. Esta es la serpiente que se muerde la cola: cuanto más basura haya, por supuesto, más baratos serán.



No puedo omitir otro prodigio expresivo, colectivamente internalizado, gracias al cual en Santiago (y en otras ciudades, por supuesto) a una parte de los habitantes se les llama residentes y a otra pobladores. Por un extraño ingenio lingüístico, no existen pobladores en Vitacura, ni residentes en La Pintana. Esta obscena manera de mostrar y aceptar que hay ciudadanos de primera y de segunda no resulta nada inocente. En efecto, estar investido de la dudosa condición de poblador tiene consecuencias a la hora de los seguros, de los préstamos, de los empleos, de la convivencia social.



A pesar de todo, los medios siguen hablando, sin objeciones de sus libros de estilo, de pobladores, connotando, por supuesto, personas cívicamente menores, suministradoras de noticias curiosas o truculentas. Alguien tendrá que dar razón de por qué en una democracia una persona es residente y otra pobladora.



No me resigno a pasar por alto ciertas perlas de los espacios de televisión familiar. Esas presentadoras-es que hablan con tono infantil de mamitas, abuelitos, abuelitas, refiriéndose siempre naturalmente a gente pobre. No se ha oído todavía en esas emisiones que llamen abuelito a un ex-almirante de la Marina, ni llamar mamita a una energética alcaldesa.



En fin, la lengua nos va revelando nuestras trampas, nos va señalando nuestra falta de espíritu republicano, nos va indicando nuestra inagotable y casi milagrosa capacidad de exclusión.








  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias