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Desacato, igualdad ante la ley y libertad de expresión

La subsistencia de las normas de desacato termina por volverse en contra y perjudicar la imagen pública de las autoridades -políticas, judiciales, militares- que las invocan. En el caso de El Libro Negro, las críticas al Poder Judicial terminaron acentuándose y no disminuyendo a raíz de su prohibición y del uso de normas de desacato.


A raíz de las declaraciones del panelista del programa de televisión El Termómetro Eduardo Yáñez y del requerimiento presentado por la Corte Suprema, ha quedado opacado en la discusión pública el hecho que en este caso se estén usando normas de desacato. Estas normas brindan una protección especial a determinadas autoridades públicas, asimilándose que afectar la honra de tales autoridades con afectar el orden público.



Esto se traduce en una penalidad agravada para quienes cometan injuria o calumnia contra ciertas autoridades políticas, judiciales o militares. En el caso chileno, ello supone también reglas procesales excepcionales que restringen el derecho a la defensa del presunto responsable.



Para la opinión pública puede resultar confuso que continúen invocándose normas de desacato, en circunstancias que hace unos pocos meses se proclamó a los cuatro vientos la derogación de este tipo de disposiciones de la Ley de Seguridad del Estado (LSE). Lo que sucede es que se mantuvieron intactas otras normas del mismo carácter contenidas en el Código Penal y el Código de Justicia Militar.



La permanencia de normas de desacato en estos códigos no fue el resultado de un simple descuido, sino que obedeció a una falta de decisión de los poderes Ejecutivo y Legislativo en orden a derogarlas completamente. En las actas de la discusión en el Congreso se puede apreciar cómo muchos parlamentarios mantuvieron la idea de que era necesario conservar un nivel superior de protección para ciertas autoridades.



El que las declaraciones del señor Yáñez resulten chocantes no debiera hacernos perder de vista los problemas envueltos en las normas de desacato. El enfoque acerca de ellas ha sido marcado por oscilaciones y vaivenes, pasando en pocos años desde un Congreso que hizo uso de tales normas en el caso contra Francisco Javier Cuadra, hasta el mismo Parlamento criticando fuertemente su utilización a raíz del caso de El Libro Negro de la Justicia Chilena de Alejandra Matus, lo que en definitiva condujo a su derogación en la Ley de Seguridad del Estado (LSE).



El que la discusión pública sobre el caso más reciente se haya centrado en buena medida en torno a si el señor Yáñez actuó con ánimo de injuriar o de criticar revela la naturaleza del problema. Lo que subyace como telón de fondo es el cuestionamiento del quehacer de los poderes públicos. ¿Por qué ciertas autoridades reciben un trato preferencial y están más protegidas que el resto de sus conciudadanos? ¿No se infringe acaso el principio de igualdad ante la ley?



Algunos podrán decir: hay un trato diferente basado en una distinción razonable. ¿Es así? ¿No habrá que hacer la distinción en el sentido opuesto, esto es, que sea el ciudadano particular el que tenga mayor derecho a levantar su voz y someter a cuestionamiento el trabajo de las autoridades públicas? Esto último es lo que han sostenido la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y su Relator sobre Libertad sobre Expresión en reiteradas ocasiones.



Basados en la Convención Americana, estos órganos internacionales han planteado la necesidad de derogar las normas de desacato, por vulnerar el principio de igualdad ante la ley y restringir la libertad de expresión al poner a los ciudadanos corrientes en una posición desmejorada respecto de sus autoridades.



Varios países de América han seguido este camino, aboliendo estas normas en años recientes. En el caso chileno, en ocasión de la visita del Relator de Libertad de Expresión se manifestaron intenciones similares de parte de autoridades del Poder Ejecutivo y Legislativo, pero la tarea quedó incompleta, ya que las normas de desacato sólo fueron eliminadas de la Ley de Seguridad del Estado.



A estas alturas parece un lugar común sostener que el mandato de quienes detentan funciones públicas deriva de los ciudadanos, ya sea en forma directa, como en el caso del Presidente de la República o de los parlamentarios, o en forma indirecta, como en el caso de los jueces y los miembros de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, esta afirmación a menudo posee un sentido más retórico que real, especialmente cuando el sistema jurídico limita en mayor medida lo que los ciudadanos corrientes pueden decir que lo que las autoridades pueden sostener.



La subsistencia de las normas de desacato termina por volverse en contra y perjudicar la imagen pública de las autoridades -políticas, judiciales, militares- que las invocan. En el caso de El Libro Negro, las críticas al Poder Judicial terminaron acentuándose y no disminuyendo a raíz de su prohibición y del uso de normas de desacato.



En el caso más reciente del programa El Termómetro, en que se discutía sobre situaciones muy graves de error judicial, puede producirse en la opinión pública la sensación que lo que ha hecho la Corte Suprema es intentar cerrar la discusión en uso de su posición preeminente.



En una sociedad democrática, el ritual y la pompa que rodean el ejercicio de la autoridad carecen de sentido por sí mismos, y solo lo adquieren cuando existe una vinculación con los intereses de los ciudadanos. De otro modo, se vuelven vacíos y apenas consiguen transmitir una imagen patética.



Como señaló la diputada Pía Guzmán al fundamentar en el Congreso la necesidad de derogar la totalidad de las normas de desacato, «los tratamientos de respeto como honorable, excelencia, ilustrísima con que se llama a nuestras autoridades no se ganan por adscripción.



Por el contrario, tienen origen en un contrato. Si nos basamos en el Código Civil, corresponden a un contrato de trato sucesivo con nuestros electores, en donde el trato de honorables lo ganamos día a día y minuto a minuto» (tomado de las Actas de discusión del Congreso).



En América Latina son cada vez más escasos los países que mantienen normas de desacato, y los que todavía las poseen las utilizan en muy contadas ocasiones. No es este, por desgracia, el caso de Chile, donde tales normas continúan erigiéndose como una amenaza contra el ejercicio de la libertad de expresión y la existencia de un debate público participativo.



Por lo mismo, se vuelve indispensable completar la tarea que se inició con la reforma de la Ley de Seguridad del Estado y derogar la totalidad de las normas de desacato en nuestro país.



* Profesor de Derecho Constitucional y Derecho Internacional de la Universidad Diego Portales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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