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El SIES frente a la crítica aristocratizante


En un comentario anterior sobre la apasionada oposición al SIES sostuve que puede percibirse allí, en el trasfondo de ese antagonismo, una tesis o propuesta aristocratizante. Sin quererlo, dicho comentario fastidió a algunos de los críticos y me siento compelido a ampliar mi argumentación en torno a este punto, a fin de evitar malos entendidos.



¿En qué sentido se dice que algo es aristocratizante? Cuando beneficia o se inclina a favor de la aristocracia; clase noble de una nación, de una provincia, etc.; clase que sobresale entre las demás por alguna circunstancia, según la definición de la Real Academia.



En Chile hay una larga tradición de análisis referida a dicha clase o que emplea el término para denotar fenómenos aristocratizantes.



El jesuita Olivares hizo la cuenta de las familias nobles de Santiago a mediados del siglo XVIII, contabilizando 239 de ellas. Benjamín Vicuña Mackenna en su Historia Social de Santiago traza un cuadro de este grupo —»la inmigración vizcaína»Â— al que caracteriza como «no sólo paciente, sobrio y laborioso, sino inquieto, descontentadizo, y más que esto, desaforado enemigo de que la autoridad pública ponga osada mano en la chapa de su cofre, porque entonces el vizcaíno, como el chileno, conviértese en león». Alberto Edwards escribió un clásico ensayo sobre la «Fronda Aristocrática». A su turno, Vial Larraín, en una breve caracterización de Huidobro en oposición a Gabriela Mistral y Neruda, señala que «no hay límites para su libertad, su aventura, su aristocratismo». Y, en nuestro tiempo, Gonzalo Vial estudia el origen y la decadencia de la aristocracia (Vol. I, tomo II de su Historia de Chile), seguramente el análisis más agudo del frustrado intento de la clase dirigente por mantener las pautas aristocratizantes después de la revolución del año 1891. Todos haríamos bien en releer atentamente esas páginas.



Nos movemos pues en un terreno conocido, que a nadie debiera ser ajeno ni sorprender. Los sociólogos—en la tradición de Bourdieu—solemos emplear la metáfora del aristocratismo para referirnos a una cierta forma de entender la cultura como distinción. Y la relación con la cultura como un derecho de nacimiento que primero se hereda y luego se formaliza mediante los correspondientes certificados de nobleza escolar. Las escuelas de élite, que otorgan distinción, son en tal sentido inseparables de cualquiera preocupación aristocratizante.



Hay algo más que toda cultura aristocrática afirma con pasión: una cierta competencia especial en la discriminación del gusto («tiene buen gusto»), una cierta facilidad de hacer y decir (con «natural distinción»), una cierta preferencia por el estilo y la estética. Antoine Gombaud, Chevalier de Méré (1607-1685) lo dice mejor que puedo expresarlo yo: «Este aire de facilidad que viene con un nacimiento afortunado y un hábito excelente es una de las virtudes del caballero; debería ejecutar incluso la tarea más difícil con tal desapego que parezca no le cuesta ningún esfuerzo».



Hay que cultivar las formas, por tanto. Sobre todo hay que saber manejarse apropiadamente en cada situación. La noción inglesa del «gentleman», tan profusamente analizada en la sociología de la educación de ese país, resalta precisamente ese fino dominio de las circunstancias y la necesidad de educar el carácter que hace posible tal comportamiento.



Nada contribuye más a la adquisición y desarrollo de esas habilidades sociales—de lenguaje, de gusto, de aptitud y destreza cultural—que la socialización familiar. Allí, justamente, se recibe el capital cultural de origen, que luego tendrá efecto a lo largo de la vida.



Dice Bourdieu: «la influencia del capital lingüístico, particularmente manifiesto en los primeros años de la escuela cuando el entendimiento y uso del lenguaje son los principales puntos de apoyo para la evaluación del profesor, nunca se deja de sentir: el estilo se toma en cuenta siempre, explícita o implícitamente, en cada nivel del sistema educacional y, en grados variables, en cualquier carrera universitaria, incluso en las carreras científicas».



Esa fina y casi invisible línea de relación entre el capital transmitido a través del hogar—vía socialización en una determinada cultura de grupo o estamental—y el capital acumulado a lo largo del proceso educacional, demarca la zona o ámbito de lo examinable.



En cuanto a los exámenes, hay dos enfoques principales.



Uno se inclina por examinar, ante todo, las aptitudes y conocimientos adquiridos a lo largo de la experiencia escolar, poniendo énfasis, por lo mismo, en las materias curriculares. Busca garantizar, al menos formalmente, igualdad de todos ante el examen; una suerte de ciudadanía cultural.



El otro enfoque prefiere medir aptitudes y conocimientos demostrativos de la inteligencia individual, entendida como capacidades de lenguaje, de manejo de cantidades, de rapidez y habilidad para resolver ciertos puzzles que serían indicativos del potencial de pensamiento y expresión. Busca seleccionar, ante todo, a las élites, bajo el supuesto de que las aptitudes son una dotación de talentos jerárquicamente distribuidas entre las personas.



Ambos enfoques son legítimos y forman parte de concepciones diferentes de la sociedad, de la polis y de la cultura.



En mi opinión, el primero es más justo, en la medida que busca deprimir el valor de la herencia cultural y resaltar el valor de la experiencia escolar. Da mayor importancia al esfuerzo por adquirir un capital escolar que a la lotería del origen familiar, donde se gana o pierde—sin intervención personal—el capital lingüístico y cultural. Es, por lo mismo, un enfoque más directamente meritocrático, pues concibe el mérito como el producto de un trabajo de desarrollo personal; no como el resultado de una dotación de talentos validados mediante el concepto (socialmente cargado) del IQ; coeficiente de inteligencia.



El segundo enfoque, en cambio, es aristocratizante, en la medida que privilegia el hogar y la familia bien dotadas por sobre la escuela y su currículo. Da mayor importancia a las habilidades «naturales» —o sea, aquellas heredadas o adquiridas extra-curricularmente en la comunicación con los padres, el círculo de pares, el intercambio con una élite o mediante la adquisición de rutinas en el mercado de la examinación— que a las habilidades de conocimiento adquiridas por vía escolar. Es, por lo mismo, un enfoque más directamente de «selección natural», donde el mérito se concibe como una posesión de los más fuertes en inteligencia o talentos; no como la gradual acumulación de un saber entregado por la escuela.



Me inclino además por el primer enfoque—examinación de base escolar—en tanto tiende a reforzar la función de la enseñanza media, su currículo y sus docentes, generando así una presión sobre los estándares de este nivel del sistema y una exigencia continua de mejoramiento.



Las pruebas de aptitud—examinación de base cultural-familiar—por el contrario, en la medida que descansan sobre una noción estamental de inteligencia, normalmente tienden a desvalorizar la enseñanza curricular, como ocurre ostensiblemente con la PAA. Sobre todo, como he mostrado en otra columna, deprecian el valor de la educación subvencionada; aquella donde concurre la gran mayoría de los jóvenes chilenos.



El argumento de que la educación secundaria trata de manera desigual a los alumnos, dándole un tratamiento de mayor calidad a los herederos del capital cultural y uno de menor calidad a los alumnos desprovistos de ese capital, refuerza aún más la tesis aquí expuesta. Pues lleva a la imperiosa necesidad de corregir ese déficit, a la vez que a ampliar las oportunidades tempranas de adquisición de aptitudes a través de la enseñanza pre-escolar.



Lo que no parece sensato, en cambio, es alegar, a partir de esas desigualdades de calidad educacional, la conveniencia de abandonar un test tipo SIES que por ahora sólo sería formalmente democrático.



Equivale a sostener que, visto que los ciudadanos no son materialmente iguales en la sociedad y el mercado, conviene abandonar la formalidad del voto igualitario, mientras esas diferencias de riqueza y cultura no se corrijan.



La propuesta del voto censitario ha sido considerada por eso, y es, inevitablemente aristocratizante. ¿Por qué no rechazar, por el mismo concepto, una selección basada en la riqueza cultural y el capital simbólico heredado?



Noblesse oblige.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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