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La moda de las geishas criollas

La prostitución formó parte de los escenarios de orilla del siglo pasado. Hoy la globalización nos ha traído la exportación de geishas y servicios a domicilio.


Cuando ingresé desde el colegio a la Escuela de Aduanas de la Universidad de Chile, al final de los sesenta, nuestra sede estaba ubicada en plena plaza Aduana, en medio del barrio bravo de Valparaíso. Fue así como conocí, siendo adolescente y proviniendo de colegio católico, esa vecindad que dormía de día y vivía de noche.



Las fiestas mechonas culminaron en el American Bar, su casa; nuestras tertulias universitarias y nuestras utopías se enmarcaban en el Bar Roland, con su pianista negro y los graffitis en sus cortinas rojas y murallas rosadas. Las jornadas de estudio culminaban a la antigua usanza en algún prostíbulo, el más famoso el Siete Espejos, y otros más discretos, como donde la Lucy, que era la enamorada de un compañero de curso, quien nos invitaba y la casa se cerraba por dentro.



No era asunto de acostarse con las niñas, sino de compartir una ponchera en un ambiente rococó, con una conversación distendida y bailando alguna cumbia o un bolero cebollento de época.



Recuerdo algunos episodios: Una mañana de 1968, cuando La Unión Soviética invadía Praga, desde el mimeógrafo de nuestro Centro de Alumnos distribuíamos una declaración de rechazo a la invasión por todas las casas de remolienda del barrio el puerto, en un cuadro simpático de encuentro entre el civismo universitario de esa época y la bohemia trasnochada que poco entendía del cuento, pero cooperaba con la campaña.

Muy joven pude compartir con mis colegas mayores, funcionarios de Aduana, ese ambiente bohemio.



Recuerdo que al principio mi conversación con las muchachas estaba marcada por un ánimo iluso de redención, las reminiscencias de mi formación como cruzado, mariano y alguna vez acólito, se traducían en buscar en esas chicas una explicación, una respuesta a la tonta pregunta de por qué estás aquí… Prédicas que duraban poco rato, ya que la feligresa en cuestión tiraba dos preguntas: ¿tienes cigarrillos? – no fumo – y ¿me compras un trago? – no tengo plata, con lo cual rápidamente emigraban de sofá y se olvidaban de ese bobo redentor, que quedaba ruborizado contemplando el baile que, sin lastres de pecados mortales a cuestas, disfrutaban a todo dar mis compañeros de universidad.



Claro que esta actitud me duró poco y al año ya me había integrado a la bohemia adulta, disfrutando las fiestas sin el menor remordimiento.

Eran los tiempos en que los puertos generaban un incesante movimiento de tripulantes que bajaban al barrio a buscar una conversación y un trago, a ensayar el sexo ocasional o a dejar servilletas llenas de versos improvisados que morían en el pitazo de zarpe. Era el espacio para brindar por la lejanía, por las penas y por cualquier propuesta ingeniosa que generaban las comedidas niñas que mostraban la pierna y trataban de tú.

Han pasado treinta años y el mundo que recuerdo ya no existe. La vieja bohemia fue liquidada por el toque de queda. Posteriormente, la modernización de los puertos redujo el tiempo de permanencia de las naves en tierra y se terminó la tertulia de los viejos tripulantes noctámbulos. Pero la prostitución siguió su derrotero como una actividad masificada, con muchas trabajadoras sexuales -como ahora se las suele llamar- que son emprendedoras por cuenta propia, que han salido a la vida a ganar por la vía fácil el dinero apetecido. Dejemos el beneficio de la duda para estados extremos de necesidad que hubieran obligado a ejercer el milenario oficio, pero mi impresión es que son situaciones mínimas.

Siempre se escuchará el mismo libreto: se contará de la miseria, de la traición, del abandono, del pan para mis hijos y de la esperanza de encontrar el amor verdadero. Serán muy pocas las que confiesen con desfachatez que están en la vía porque les reporta más dinero que trabajar de vendedora de tienda o secretaria. Que simplemente sintonizan con una sociedad en donde se mide a la gente por lo que tiene, sin importar cómo se lo ha procurado.



Detrás de esta actividad están las mafias, los proxenetas, las regentas. La novedad de estos tiempos es la incursión de los varones, los servicios bisexuales, la participación violenta de los homosexuales en la oferta de estos servicios. Un mundo que nada tiene de zona rosa. Un camino que nos lleva a un submundo extendido, que en muy poco se parece a lo que vivíamos en los barrios bohemios delimitados dentro de ciertas áreas de las ciudades.



Hoy en cualquier departamento o condominio puede aparecer el comercio sexual. El viejo prostíbulo, casa de tolerancia o de citas, lugar de encuentro para caballeros, se ha convertido en una promiscua y para nada discreta oferta explícita de prestaciones sexuales con tarifas, diversificación de productos y una verdadera ingeniería comercial del cyber sexo.

Las meretrices de antaño, con su carné sanitario, su vida en los conventillos que de noche se iluminaban como prostíbulos, conformaban un ámbito de la vida social cínicamente guardado por las familias como tema tabú, pero quizás mucho más humano que la prostitución moderna.

Quizás la geisha chilena, exitosa en la visión del público, no pueda dormir nunca tranquila con la pesadilla de un samurai detrás de su cabeza, pero tal vez el people meter juegue a su favor y, aprovechando sus quince minutos de fama, se convierta en candidata a diputada por el gremio de la prostitución unida que jamás será vencida.



Quizás tendremos una Cicciolina chilensis, con una franqueza que le permite a uno saber a que atenerse. Tal vez esta heroína visitadora que le ganó a su Pantaleón japonés gane al final tanto dinero que devuelva la plata que robó su «maridito» y al final anime programas de televisión o le ofrezcan una cátedra de ética y termine haciendo campañas humanitarias… Este mundo da para todo.



* Administrador público, consultor internacional en modernización aduanera, escritor, académico y consultor.



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