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SIES: Capital cultural versus capital escolar

Resulta sorprendente es que se insista en que pruebas de medición de las aptitudes fundadas en el capital cultural heredado podrían, bajo cualquier circunstancia, ser más equitativas o justas que pruebas basadas en la experiencia escolar, en el currículo, es decir, en el capital adquirido (y no adscrito).


La verdad es que ni el SIES ni la PAA podrán eliminar, reducir o corregir las brechas que provocan las diferentes dotaciones de capital cultural heredado por los niños y niñas chilenos en el seno de su hogar. Me parece que al menos esto ha quedado establecido en el a veces confuso, a veces exasperante debate en torno al SIES. No son las pruebas, sino la educación, lo que puede ayudar.



De lo que se trata por tanto, a mi juicio, es de saber qué tipo de prueba puede contribuir en el mediano plazo a reforzar la educación, único medio de mejorar en el mediano plazo la equidad social. En este sentido, la contribución de la PAA es escasa, pues se desentiende casi completamente de los aprendizajes realizados por los jóvenes durante la educación media.



Para avanzar debemos partir por el principio.



Como bien señalan los investigadores del CEP Harald Beyer y Carme Le Foulon en un reciente artículo, «Chile es un país de enormes desigualdades sociales». Tales desigualdades son causadas en parte significativa por diferencias en los ingresos del trabajo, las que se explican en parte por los diferentes niveles educacionales alcanzados por las personas.



Adicionalmente, hay otros factores que contribuyen a explicar las desigualdades de ingreso, como la distribución del capital físico y la distribución del capital social, esto es, de las relaciones o vínculos que permiten a las personas obtener beneficios que están vedados a otros.



En cuanto a las diferencias educacionales causadas por el hogar, Beyer y Le Foulon reconocen que «el sistema educacional chileno no logra atenuar las naturales (sic) diferencias de logro académico que introducen las significativas diferencias de ingreso». Ya sabemos que esas diferencias nada tienen de «naturales», sino que son, por el contrario, una expresión sistemática de la estratificación social.



En seguida, dando un paso más (que en ocasiones anteriores investigadores del propio CEP y de otros círculos académicos habían evitado cuidadosamente), Bayer y Le Foulon se hacen parte del correcto aserto sociológico —casi un sentido común de la profesión— según el cual se acepta «que el nivel educacional de los padres afecta el rendimiento de los estudiantes en cualquier evaluación escolar o prueba de ingreso a la universidad», cosa, agregan, que «sabemos desde hace mucho tiempo; al menos desde el famoso informe Coleman de 1966».



En verdad, ya antes de Coleman (para no citar aquí a los clásicos) varios economistas, politólogos y sociólogos habían concluido lo mismo: Havemann y West el año 1952, Lipset y Bendix el ’59, Duncan y Hodge el ’63 y Smigel el ’64. Posteriormente, a fines de los ’60 aparecieron estudios confirmadores en la misma dirección: de Blau y Duncan, de Sewell et al, de Ladinsky y de Hargens y Hagstrom. Luego, a partir de los ’70, el descubrimiento de esta suerte de «ley de hierro» de la sociología educacional recibió un nuevo impulso, y fue refinada y ampliada por Pierre Bourdieu y colaboradores en Francia y por Basil Bernstein y sus discípulos en Gran Bretaña.



¿De dónde viene el peso, hoy día casi autoevidente, de este aserto que liga capital cultural recibido en el hogar con rendimiento escolar y académico?



Viene del hecho que la socialización inicial es fuerte condicionante de las aptitudes que los niños desarrollan y que más adelante les sirven para rendir exitosamente frente a las exigencias de la cultura escolar, o para fracasar ante ellas.



Aptitudes significan aquí muchas y muy variadas competencias, entre ellas las más básicas y fundamentales: lenguaje, motivación, «inteligencia», habilidades cognitivas, capacidad de absorber y relacionar información, manejo de cantidades, estilo de aprendizaje, rapidez para rendir bajo presión, conocimientos básicos del mundo y lógica, entre otros. Basil Bernstein habla por eso de la temprana adquisición de códigos lingüísticos diferentes (más o menos compatibles con las exigencias del orden escolar), y Pierre Bourdieu del habitus o predisposición que expresa la inscripción diferencial de cada uno en la cultura de una clase social.



La familia es el habitat «natural» —como realidad densamente socioeconómica, cultural y afectiva— de la transmisión de ese capital que será esencial para la persona a lo largo de su vida, especialmente para su rendimiento escolar y la trayectoria de pruebas o exámenes que deba rendir.



Luego, la cuestión no se reduce a altos versus bajos ingresos del hogar ni a la presencia o ausencia de recursos educacionales en el hogar. Va mucho más allá de eso.



Como señalan Carneiro, Heckman y Manolo en un reciente de estudio, muchas discusiones actuales giran en torno a las brechas de logro escolar generadas por el ingreso de la familia. Sin embargo, agregan, hay factores de plazo más largo, como el entorno parental y el ingreso de la familia disponible para el niño en su infancia, los cuales son más decisivos para promover el aprestamiento académico que el ingreso de la familia en los años adolescentes del alumno.



«Esta evidencia sugiere que factores operantes durante la temprana niñez y que culminan en la adolescencia bajo la forma de habilidades cognitivas cristalizadas, actitudes y destrezas sociales» juegan un papel por lejos más importante que otros factores para explicar el éxito a nivel de la enseñanza superior.



Me parece de toda evidencia que los mismos factores juegan también ese papel a la hora de las pruebas de selección para ingresar a la universidad.



Las habilidades cognitivas, o aptitudes como las llamamos aquí, o sea aquel habitus que mide la PAA (o los test de IQ), son justamente la parte de la formación personal que es más dependiente de la niñez, del entorno familiar y del hogar como mecanismo transmisor del capital lingüístico y cultural.



Lo que miden esas pruebas es precisamente el diferencial de capital cultural recibido en el hogar por vía familiar, esto es, esas disposiciones invisibles que permiten a los jóvenes de hogares del quintil más alto rendir bien en sus colegios, adaptarse a la cultura de la escuela, reforzar sus aptitudes y luego obtener los mejores puntajes en pruebas diseñadas para medir tales habilidades.



Nada hay de misterioso en todo esto.



Lo que resulta sorprendente es que, una vez dicho y aceptado todo esto, se insista en que pruebas de medición de las aptitudes fundadas en el capital cultural heredado podrían, bajo cualquier circunstancia, ser más equitativas o justas que pruebas basadas en la experiencia escolar, en el currículo, es decir, en el capital adquirido (y no adscrito, como el anterior).



Es un verdadero contrasentido, particularmente desde el momento que se ha admitido que la desigualdad principal proviene, justamente, del hogar.



¿Por qué una prueba de aptitudes, alejada del currículo y de la experiencia escolar, podría ser más conducente a la equidad?



¿Por qué una medición de los aprendizajes culturales realizados en el hogar habría de ser más justa que un test diseñado en función de los aprendizajes escolares?



¿De dónde se supone que el niño o adolescente de un hogar pobre en capital cultural, déficit luego reforzado por una educación frecuentemente de pobre calidad, obtendrá esas habilidades y esos sofisticados códigos lingüístico-culturales que miden los test de «inteligencia» o aptitudes?



¿Acaso puede ser más conducente hacia la equidad premiar la desigual estructura del capital cultural a través de pruebas de aptitudes que reforzar la educación secundaria, a la que hoy ingresa más del 85 por ciento de los jóvenes del respectivo grupo de edad?

Pienso, por el contrario, que la defensa intransigente de las pruebas de aptitud se parece en estas circunstancias a la intransigente defensa de cualquier otra discriminación tradicional, heredada, adscrita, no ganada, como son en medida importante el buen gusto, un estilo elegante, el sentido estético de la vida, la familiaridad con la alta cultura, la capacidad de citar autores clásicos en los momentos precisos, la apreciación casi instintiva de lugares remotos y sus bellezas, el deleite con la música de salón, la culta amenidad, una sociabilidad distinguida o la atracción por las cosas refinadas.



Todas son aptitudes, Ä„ay!, que yo mismo aprecio, pero en nombre de las cuales no condenaría a nadie a dar prueba de su rendimiento, al menos mientras no cambiemos de raíz la desigualdad de que tan elocuentemente hablamos.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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