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Curas y políticos

La conciencia de que se es parte de una patota, más allá de las diferencias ideológicas, genera un espíritu de cuerpo que muchas veces se transforma en complicidad y tolerancia ante, por ejemplo, la corrupción.


¿En qué se parece el cura Tato a los políticos involucrados en actos de corrupción? En que en ambos casos sus superiores -en la jerarquía de los frailes o de los partidos- algo sabían, tenían algunos datos sobre esos asuntos o les habían sido transmitidas algunas sospechas, y nada hicieron. En suma, que gozaron de impunidad en las instituciones a las que pertenecían.



Ya cierta parte de la feligresía del cura José Andrés Aguirre Ovalle, acusado de abusos deshonestos -cargos indesmentibles, porque hay una niña que fue madre hace unos años- está insinuando que el «padre» (en este caso, literalmente, es en verdad papá) siempre sufrió acoso de las mujeres. En el caso de los políticos corruptos, podría esgrimirse el argumento que frente a ellos siempre hubo empresarios deshonestos que les ofrecieron coimas o que contaron billetes en sus narices. La tentación sería, entonces, la responsable de todo esto, o en último término, esa condición humana que dice que la carne es débil y los bolsillos siempre anchos.



Tal vez habría que detenerse en los problemas de fondo. Y ver si hay solución para ellos.



En el caso de la Iglesia Católica, la mayor dificultad radica en que la jerarquía, o buena parte de ella, sigue considerando que los sacerdotes son distintos a los simples ciudadanos y que por eso deben gozar de un trato especial (que siempre es mucho más generoso). Así, a un cura acusado de violar a un menor no se le castiga (porque mandarlo a una cura espiritual es, desde la perspectiva de un castigo, una burla) ni se le denuncia a los tribunales, sino que se lo somete a un juicio eclesiástico que, como en el caso del sacerdote Víctor Hugo Carrera, ex secretario del obispo de Punta Arenas, Tomás González, le significó como pena un exilio de su diócesis por cinco años. Esto, por cierto, dificultará su comparecencia ante los tribunales de justicia.



Mientras la Iglesia siga considerando que sus miembros deben tener un trato especial, la posibilidad de que haga justicia -y que se inhiba la práctica de esos delitos- será remota, porque el principio de igualdad ante la ley se verá erosionado. El propio Tomás González ha señalado que «no se acepta» que se trate a Carrera «como un delincuente sexual habitual», y con eso ya estamos advertidos: el negocio para cualquier malhechor es obviamente hacerse cura, porque eso le garantizará no ser tratado como tal.



Detengámonos en la distorsión que esto genera: en los círculos eclesiásticos ya se expresa preocupación por su colega, el cura Tato, quien está enfermo, mientras poca preocupación se ha manifestado por las menores abusadas, que han sido marcadas, y quizás con qué secuelas, para toda la vida. No resulta raro: desde la lógica descrita, sólo por ser sacerdote el agresor es objeto de mayor consideración que la víctima.



En cuanto a la corrupción política, habría que ver cuánto de lo que ocurre no tiene que ver con la transformación de los políticos en un club cerrado, al que para acceder hay que tener contactos internos en los partidos para ser candidato, y después dinero -y no poco- para costearse una campaña.



La conciencia de que se es parte de una patota, más allá de las diferencias ideológicas, genera un espíritu de cuerpo que muchas veces se transforma en complicidad y tolerancia ante, por ejemplo, la corrupción.



En el sedimento de este asunto está el tema del financiamiento de las campañas y la disparidad de aportes privados que reciben la Alianza por Chile y la Concertación. Los últimos dicen que no hay cómo competir ante una diferencia de recursos abismante. En realidad nadie duda de eso, pero se trata finalmente de otro tema. Uno podría sospechar desde ya que sin esa diferencia en los aportes privados a los políticos seguramente se recurriría a otro argumento para justificar la práctica de una corrupción tenue, que es el pasaporte al viaje inicial que termina en la corrupción pura y dura.



La insistencia en que haya transparencia y límites al gasto de las campañas debiera nacer, en cambio, de un argumento mucho más razonable: la evidencia de la pobreza y las desigualdades de nuestro país, y que estas últimas se asuman como algo inmodificable, convierte en una grosería que la política gaste lo que gasta en campañas en las que ningún ciudadano común -es decir, ajeno a la patota- podría participar.
La Concertación, engominada, cada día se parece más a los gremialistas de comienzos de los ’90. Es el oficialismo el que finalmente ha avalado que Chile sea un país con desigualdades vergonzosas. Si no por ideología, por la práctica.



El problema, por ejemplo, de defender los sueldos de los ejecutivos de ENAP es que efectivamente son sueldos de mercado, y que es el mercado el que ha producido esa aberración grosera en que se defienden sueldos de más de 12 millones de pesos mensuales en un país en el que el 60 por ciento de las familias viven con un ingreso inferior a los 400 mil pesos.



La Concertación sabe que es la corrupción la que la puede podrir, o ya la está pudriendo por dentro. Lo más triste es que eso es la constatación de que en sus filas muchos, quizás demasiados, olvidaron sus compromisos originales y han resuelto hacer negocios y no política.



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