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Dantón arrepentido

Probablemente sea razonable a estas alturas reconocer el hecho histórico bien evidente que lo que vivió el país entonces fue nada menos que una de las importantes revoluciones del siglo XX.


Con motivo de cumplirse treinta años del golpe militar de 1973, el país está manifestando un extraordinario interés en los hechos de entonces, particularmente en el gobierno de la Unidad Popular, período que durante muchos años ha sido presentado, principalmente, como un período caótico y amenazador que habría justificado el golpe militar; y hasta hace poco incluso los crímenes de la dictadura de Pinochet.



El actual intendente de Valparaíso y ex-diputado comunista, Luis Guastavino, ha abierto una importante polémica acerca de las responsabilidades por el golpe de 1973. Guastavino se ha manifestado arrepentido por: a) haber propiciado la instauración en Chile del modelo soviético de socialismo y b) haber estimulado entonces, enérgica y activamente, la lucha de clases con la finalidad de imponer el modelo anterior.



La razón principal de su arrepentimiento es haber comprendido que el modelo de sociedad que propugnaba demostró ser en realidad muy distante del que proclamaba ser y de hecho se derrumbó como fruto de sus enormes problemas -aparte de los horribles crímenes cometidos durante largos períodos de su desarrollo-.



La conclusión principal de Guastavino es que sin tales objetivos ni estímulos, posiblemente el gobierno del Presidente Allende hubiese podido desenvolverse en un clima menos turbulento y el golpe se hubiese quizás tornado evitable: de ahí él asume responsabilidad por el mismo.



Las revoluciones socialistas del siglo XX efectivamente demostraron ser algo muy diferente a lo que pretendían ser -sociedades que superaban el régimen capitalista hacia adelante- y fueron más bien las formas peculiares que adoptó la transición de la vieja sociedad agraria y feudal, precisamente hacia capitalismo.



Durante el pasado siglo, en buena parte del mundo, el socialismo fue en esos países, por así decirlo, la vía a la modernidad. De esta manera, la caída del muro de Berlín y los hechos que le siguieron, efectivamente dieron por tierra con la gran ilusión abierta por la revolución rusa de 1917 -sueño esperanzador para millones de seres humanos sencillos y pesadilla para el resto- que el capitalismo había iniciado su declinación y que se estaba construyendo ya una sociedad que podía reemplazar el atraso por el progreso, pero con justicia para todos.



En cambio, se hizo evidente que la modernidad capitalista, lejos de estar en declinación está en pleno proceso de expansión, y de hecho es aún hoy un objetivo más o menos distante para una buena mitad de la humanidad, la que todavía sigue viviendo y trabajando en el aislamiento, ignorancia y atraso del campo tradicional.



Sin embargo, las revoluciones socialistas -como todas grandes revoluciones del siglo XX, desde la revolución mexicana de 1912 hasta la revolución iraní de 1979- cumplieron un extraordinario papel histórico: ellas pusieron fin a la vieja sociedad agraria y abrieron paso, cada una a su manera, todavía inconclusa en muchas de ellas, a la difícil y muchas veces terrible, transición a la modernidad, en cada uno de esos países donde ocurrieron.



En esos términos, dichos procesos fueron algo así como el equivalente durante el siglo XX, de lo que fue la Revolución Francesa. Sin embargo, tal papel le fue asimismo negado por mucho tiempo a la propia revolución francesa y la misma fue de hecho demonizada en Francia y en el resto del mundo durante muchas décadas; no fue en realidad sino hasta mediados del siglo XIX, que ella empezó a ser reconocida como la base histórica de la moderna República Francesa y levantada como el hecho fundacional de la modernidad en el mundo entero.



Incluso hace poco en Francia, con motivo del bicentenario de la revolución de 1879, volvió a surgir una corriente historiográfica que pretendió demostrar que la revolución había sido en realidad innecesaria, más bien un exceso perfectamente evitable.



Es posible que una perspectiva que tome en cuenta las reflexiones anteriores pueda ser de utilidad para ir avanzando un consenso en nuestro país en torno a una visión más equilibrada acerca de lo ocurrido en Chile hace treinta años.



Probablemente sea razonable a estas alturas reconocer el hecho histórico bien evidente que lo que vivió el país entonces fue nada menos que una de las importantes revoluciones del siglo XX. Fue un proceso impulsado por millones de compatriotas, por la mayoría de nosotros que participamos en ella, sea como partidarios de la Unidad Popular o como simpatizantes en general del proceso, en más de un momento decisivo del mismo, desde las filas de la Democracia Cristiana o simplemente como personas sencillas sin afiliación política particular.



Su carácter masivo y popular, sus objetivos de progreso y justicia social y su peculiaridad de surgir y avanzar en medio de una sucesión de elecciones democráticas, con participación cada vez más amplia de la ciudadanía, fueron quizás los hechos que captaron para esta revolución -que transcurría en un país tan pequeño y tan lejano- las simpatías persistentes de miles de millones de personas en el mundo entero.



Pareciera necesario asimismo ir ampliando el consenso entre nosotros acerca los grandes logros históricos nacionales de la revolución chilena; los que demostraron ser en definitiva irreversibles. Los principales fueron, desde luego, la reforma agraria y la nacionalización del cobre; consistente la primera en la aplicación, de manera impresionantemente rápida y por lo general pacífica, de una ley aprobada por abrumadora mayoría durante el anterior gobierno del Presidente Frei Montalva; y promulgada la segunda por la unanimidad de las fuerzas políticas en el parlamento; es decir, las principales obras de la revolución chilena fueron acordadas y respaldadas entonces prácticamente por la unanimidad de los chilenos.



Por cierto, la dictadura de Pinochet puede haber violado después la mayoría de las leyes, pero respetó, sin embargo, estas dos de manera bien significativa: no se reconstituyó en Chile ni un solo latifundio y ningún inquilino de antes volvió a ese estado. Los campesinos que más merecían tierra, aquellos que más lucharon por ella, por cierto no recibieron ninguna y en cambio ellos constituyen mayoría en las lista de detenidos desaparecidos y ejecutados por la dictadura. Pero el 40% de las tierras expropiadas fueron entregadas a campesinos tal como lo establecía la ley.



Codelco duplicó su tamaño en las siguientes décadas, aportando un año tras otro, desde entonces, alrededor de mil millones de dólares al erario nacional. La importancia histórica de estas medidas -junto a otras, como los extraordinarios avances educacionales, el medio litro de leche a todos los niños y otros logros en salud, vivienda, etc- consiste en que las mismas despejaron el camino para la posterior modernización general del país.



La significación de tales transformaciones -que involucraron a millones de personas y modernizaron para siempre la estructura social del país- para la ulterior transformación económica de Chile, es enorme; y ubica en el plano más discreto que les corresponde en este sentido a las medidas más «revolucionarias» de la dictadura de Pinochet, tales como liberar los precios o bajar los aranceles; incluso parece bastante claro que muchas de tales medidas de la dictadura fueron posibles, precisamente porque la revolución había removido a los sectores sociales conservadores, que impidieron que las mismas fueran aplicadas por dictaduras contemporáneas en Argentina, por ejemplo.



Desde esta perspectiva, ciertamente no parecen muy visionarias, ni tampoco justas, algunas manifestaciones de arrepentimiento, como las del ex-diputado Guastavino. El mismo fue en realidad un protagonista relevante en la gesta de la revolución chilena y un protagonista responsable y bastante sensato, como lo fueron en general también el Presidente Allende, el partido Comunista, la mayoría de la Unidad Popular y también de la oposición democrática, e incluso de las FFAA, durante buena parte del proceso revolucionario. Muy por el contrario, tales actitudes y tales actores -patriotas de verdad- merecen ser hoy motivo de orgullo y reconocimiento por parte de todos.



Son otros los protagonistas, otras las actitudes y otras las acciones, que merecen ser objeto de arrepentimiento y sanción social imperecedera.



(*) El autor es Director de la Escuela de Ingeniería Comercial de la Universidad ARCIS y de CENDA.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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