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A despenalizar los delitos contra el honor


Hace algunos meses, a propósito de una ola anterior de escándalos, el Arzobispo de Santiago advirtió que quienes presentaran denuncias infundadas contra sacerdotes serían objeto de querellas patrocinadas por algunos de los abogados más prestigiosos del país. Hoy la situación continúa remitiéndose, pues quienes presentan denuncias deben soportar querellas de parte de quienes sienten afectado su honor como producto de las mismas.



Si bien es comprensible que quienes se sientan agredidos por denuncias de hechos graves recurran a todos los medios disponibles para defenderse, desde el punto de vista social es inconveniente que tal posibilidad exista. La razón es bastante clara: denunciar abusos por parte de quienes ejercen posiciones de poder e influencia ya es bastante difícil y costoso, existen diversas formas de control informal que inhiben al denunciante, la exposición pública produce efectos fuera de su control, existe el riesgo de quedar desacreditado si la denuncia no resulta probada, el denunciante arriesga el ataque de parte de los cercanos al denunciado, además de que muchas veces la denuncia se refiere a hechos de la vida privada del propio denunciante o su familia que éste no quiere exponer públicamente. Si además de esos costos el denunciante arriesga ser sometido a un proceso criminal y eventualmente a una pena, la verdad es que todo juega en contra de la posibilidad de denunciar y más bien vale pensarlo muchas veces antes de embarcarse en una aventura semejante.



Frente a esa situación tenemos que pensar qué es lo que necesitamos como sociedad. Todo indica que lo conveniente es que las denuncias se presenten y se investiguen, tanto judicialmente como por la vía de la investigación periodística. En el caso preciso de los abusos sexuales contra menores, es claro que el problema reside precisamente en la dificultad de las víctimas o de quienes quieren protegerlas para atreverse a vencer todos los motivos que inhiben la denuncia. Lo sensato, parece entonces, remover esos obstáculos y no acrecentarlos. Pues el problema no es que se presenten denuncias, sino que no se presenten y los hechos continúen ocurriendo.



Lo mismo ocurre en las demás áreas de la actividad social, donde queremos que la actuación de quienes tienen poder e influencia sea objeto de un control lo más intenso posible y para eso es necesario incentivar la expresión de críticas, reclamos y denuncias. Inhibirlas por la vía penal debilita el control y favorece el abuso. Resulta claro entonces que los delitos contra el honor producen un efecto de acallamiento que es inconveniente socialmente y por ese motivo debieran ser suprimidos.



Existe no obstante un problema que queda pendiente: ¿qué hacer con las denuncias falsas producto de la mala intención o de una extrema irresponsabilidad? Éstas en realidad no favorecen el control e incluso pueden perjudicarlo en cuanto rebajan la calidad del debate público al restarle credibilidad.



Los delitos contra el honor no reprimen esas denuncias sino todas, puesto que ponen al que las fórmula en la necesidad de enfrentar una persecución judicial, lo que en sí mismo representa un costo y lo obligan eventualmente, además, a probar la veracidad de sus afirmaciones, lo cual resulta aún mucho más exigente.

Es necesario diseñar respuestas específicamente destinadas a desincentivar las denuncias falsas cuando sean hechas con mala intención, pero cuidando que no produzcan el efecto de inhibir el debate. Las más importantes de estas respuestas tienen que ver con la ampliación del debate y de su calidad, pero pudiera ser necesario pensar también en medidas legales no penales, restringidas siempre a ese solo objetivo específico.





* Abogado, profesor de la Universidad Diego Portales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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