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Lobby a la chilena

Con el fin de resguardar la confianza pública en el gobierno y los legisladores, la igualdad ante la ley y la preeminencia del interés público, esta actividad debe ser regulada y llevada a cabo en forma transparente, permitiendo el escrutinio público


En un sistema democrático es normal y entendible que los ciudadanos quieran interceder ante las autoridades en defensa de sus intereses. Lo que es discutible y cuestionable es que algunas personas lo hagan con ventaja y reglas del juego poco claras, generando condiciones de desigualdad frente al resto y, lo que es peor, dando cabida a decisiones que no siempre se basan en el bien común.
Eso es en parte lo que se ha cuestionado en estos últimas semanas a partir de la discusión del royalty a la minería, donde ex ministros de los gobiernos de la Concertación y actuales candidatos municipales aparecen contratados por los sectores mineros para buscar apoyo y oponerse a la nueva tributación. Estos lobbistas no sólo representan espúreamente intereses privados, sino que también han llevado a la Concertación a traicionar la vocación de justicia que inspiraba su proyecto original.
Este tipo de accionar es lo que se ha definido como lobby, que en el caso chileno no está regulado, y que se asemeja mucho más a prácticas que dañan el interés público y definitivamente reñidas con la ética. Todo lo cual origina situaciones abiertamente sospechosas. En la mayoría de los países, a los que nos queremos parecer, esta tarea de lobby está perfectamente regulada, incluso supone el conocimiento público de los clientes de estas oficinas y de los funcionarios y políticos ante quienes se hace el lobby, los que deben dar cuenta pública de las acciones desarrolladas en este ámbito.
Por eso es pensable que sea lícito que todos hagan lobby. El problema es que en Chile lo que hoy existe no es lobby, sino algo muy distinto que está orientado a ocultar conflictos de intereses y a poner una cortina de humo sobre la interferencia del dinero en la política. Es lícito que los interesados presenten sus argumentos o análisis. Lo que no es lícito es que eso que se llama lobby sea, en realidad, prácticas políticas no transparentes en donde se discute el financiamiento de los partidos políticos y de las campañas y en donde se hacen valer los intereses de los grupos económico-financieros. Hoy a través del mal llamado lobby, lo que menos se hace es profesionalizar el debate legislativo.
Por ello y con el fin de resguardar la confianza pública en el gobierno y los legisladores, la igualdad ante la ley y la preeminencia del interés público, esta actividad debe ser regulada y llevada a cabo en forma transparente, permitiendo el escrutinio público, e incluyendo las sanciones respectivas a quienes vulneren la legalidad. Todo ciudadano tiene derecho a saber quién, con quién, a favor de quién y sobre qué se conversa en el ámbito público.
*Marcel Claude, director de Oceana, Oficina para América del Sur y Antártica

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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