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A 56 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos

El primer país acusado de presentar un cuadro persistente de violaciones sistemáticas de derechos humanos fue Chile en 1974, cuando se creó un grupo de trabajo de investigación que fue seguido por Relatores Especiales, cuyos informes demuelen la falsedad del «yo no supe» hoy en boga.


El 10 de diciembre de 1948 se adoptó en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada «como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos».



Los chilenos tenemos justo título para identificarnos con ella. En su inspiración y redacción, junto a René Cassin, George Malik, John Peters Humphrey y Eleanor Roosevelt, figura el ilustre nombre de nuestro compatriota Hernán Santa Cruz. 25 años más tarde, cuando una minoría de chilenos abjuró de la democracia de la que nos enorgullecíamos, la Declaración de París fue la bandera ética y política contra la opresión.



Muchos progresos se han logrado 1948. Una decena de convenciones y sus respectivos Comité de vigilancia; el reconocimiento de la persona humana como titular del derecho de reclamo ante organismos internacionales por violación de sus derechos; la consagración de un sofisticado sistema de supervisión internacional sobre la base de Grupos de Trabajo o Relatores Especiales; la incorporación de componentes de derechos humanos en las operaciones de paz, entre otros.



El primer país acusado de presentar un cuadro persistente de violaciones sistemáticas de derechos humanos fue Chile en 1974, cuando se creó un grupo de trabajo de investigación que fue seguido por Relatores Especiales, cuyos informes demuelen la falsedad del «yo no supe» hoy en boga. Todos los demócratas estamos agradecidos de quienes desempeñaron esos cargos.



La Alta Comisionada para los Derechos Humanos, la jueza canadiense Louise Arbour quiso que la conmemoración de hoy se dedique a la Educación en Derechos Humanos. Hoy concluye la Década de Educación en Derechos Humanos, y hoy la Asamblea General adopta el Programa Mundial de Educación en Derechos Humanos, que contará ciertamente con el voto favorable de Chile, lo que lo obliga a su cumplimiento.



La educación de los derechos humanos es un proceso continuo en el tiempo y global en su extensión, y un instrumento para reforzar la participación en la toma de decisiones en los procesos de construcción democrática, en palabras de Louise Arbour. Se desarrolla durante toda la vida y en todos los ámbitos. Pero de nada sirve si no es honesta e inserta en una política pública integral de promoción y respeto de los derechos humanos.



Un Estado que utiliza la tortura o no destina el máximo de los recursos de que dispone a la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, no tiene autoridad para pretender educar en derechos humanos. Sería sólo una simulación.
La educación de los derechos humanos debe ser, además histórica, y contextualizada. Uno de los principios rectores del Programa que hoy se aprueba sostiene que las actividades educativas deberán «inspirarse en los principios de derechos humanos consagrados en los distintos contextos culturales, y tener en cuenta los acontecimientos históricos y sociales de cada país».



Lo mismo había dicho la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación: «es importante que las personas conozcan, comprendan y sean capaces de formular juicios evaluativos en relación a aspectos históricos de los derechos humanos y a las teorías y generalizaciones que se han formulado en torno a conceptos como derechos, libertad, ser humano, libertades civiles y políticas, económicas y sociales». Y es también lo que acaba de proclamar el Presidente Lagos en su «para nunca más vivirlo, nunca más negarlo». Por el contrario, lo vivido y negado debe ser para siempre divulgado, enseñado, conocido, reflexionado, discutido, gritado, recordado, cantado, dramatizado, pintado, poetizado, monumentalizado. En eso consiste mirar el futuro.



La educación en derechos humanos forma parte integrante del derecho humano a la educación, y, en consecuencia del derecho al desarrollo y de toda política de desarrollo. La perspectiva de derechos humanos en las políticas de desarrollo importa que el Estado asuma las obligaciones y responsabilidades correlativas. Este es su valor agregado. En palabras de la ex Alta Comisionada Mary Robinson, «el atributo determinante de los derechos humanos en el desarrollo es la idea de responsabilidad».



El reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana es una obligación del Estado que debe traducirse en políticas para eliminar todas las desigualdades de raza, género, opción sexual, o riqueza. Quizás debiera proponerse, más que un «crecimiento con equidad», una «equidad con crecimiento». La educación y específicamente la educación para los derechos humanos y para la democracia, son elementos fundamentales para la habilitación -hoy llamada empoderamiento– para reclamar el goce de todos los derechos civiles, culturales, económicos, políticos y sociales, sea por la vía judicial, por la política o la administrativa y tanto en el plano nacional como en el internacional.



Asimismo, las políticas de seguridad pública, con un enfoque de derechos, debieran orientarse más a la prevención que a la represión, otorgando la mayor importancia al derecho a la educación. Para el asesinado ex Alto Comisionado Sergio Vieira de Mello aquellas políticas han fracasado por «la incapacidad de comprender la amenaza para la seguridad que suponen las violaciones graves de los derechos humanos», pues éstas «constituyen a menudo el núcleo de la inseguridad interna e internacional». Si el Estado incumplió sus obligaciones de satisfacer los derechos de un niño de 14 años a la educación, a la alimentación y a su seguridad desde el día mismo de su nacimiento ¿con qué derecho lo castiga por incurrir en una conducta que muchas veces fue lo único que aprendió, lo único que le permitió comer y lo único que le dio esa seguridad que reclamamos para nosotros?



El derecho humano a la seguridad nos pertenece a todos: desde luego, al inocente, que no debe ser detenido sólo por sospechas, si no hay cargos en su contra; pertenece a la víctima de un delito, que exige su derecho a justicia y a una reparación justa; al delincuente, que debe saber que debe pagar con la pena señalada en la ley, pero con ninguna otra; al niño, que debe nacer con la certeza que su única opción de sobrevivencia no puede ser el delito o la droga y que, con la satisfacción de sus derechos, el Estado evitará su marginación social; a la mujer, que debe tener la certeza que construye un hogar y se desarrolla profesionalmente en igualdad de derechos con su pareja; al indígena y al afrodescendiente, que requieren, junto a sus pueblos y sus culturas, la certeza de un tratamiento igualitario y en condiciones de dignidad como todo miembro de la familia humana.



Y pertenece, finalmente a la sociedad que no puede desarrollarse sin la conciencia de todos y cada de sus miembros que, mediante la enseñanza y la educación, es posible construir un mundo mejor en que todos los derechos de todos estén garantizados y que, por el contrario, su denegación impulsará a la violencia que a todos afecta.



Roberto Garretón M./Representante Regional para América Latina y el Caribe. Oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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