Publicidad

La mitología autobiográfica de F. Smythe


Desde el primer momento que conocí a Francisco Smythe, no dejamos
nunca más de hablar; hablamos de Arte, Teatro, Literatura, Cine y cada encuentro era un continuo intercambio de ideas, primero de la Modernidad y después sobre lo contemporáneo.



En ese entonces, yo escribía Poesía y creía ser Arthur Rimbaud. Él
era un Artista y lo creía hasta la muerte. Yo ya vivía en Roma y él hacía poco que había llegado a vivir a Florencia junto a Paulina.



Las ideas de esas conversaciones se me vienen hoy a la mente, como si fuera ayer; éramos hijos de una diáspora interior en términos de tiempo y espacio como una suerte de preámbulo.



Pienso que el artista es sobretodo quien captura, quien se adueña de lo que está afuera, para plasmarlo con su propio signo.



Smythe poseía esta vocación, una vocación de una enorme libertad y de una continua experimentación. El recuerdo me hace volver hoy, a este humus: y es por culpa de esto, por culpa de él que hoy me ocupo de arte.



Y si la historia, su vitalidad cultural, la identidad de un artista, se funda sobre su capacidad de organizar la memoria, en Smythe ésta era su primera verdad; o sea un hilo conductor que une nuestros mundos que tienen que ver con una energía, con una pulsión, y yo me siento cómplice y protagonista de la misma forma como todos esos momentos de encuentro, de aquel extraño y fascinante Palimpsesto.



He visto en Smythe un camino siempre lleno de pintura donde impera el juego luminoso, el ritmo y las vibraciones de las formas, así como las flores, los paisajes; personajes imposibles creados y dibujados que sólo la poesía puede concebir, porque la poesía tiene un verbo que se hace carne.



Bellísima es su incursión en las montañas, donde explota el color y es única la espontaneidad con la cual crea su puesta en escena y es a través de la belleza que nos muestra, que nos hace entrar en un tipo de mirada, de conexiones paradójicas entre futuro y pasado en un tiempo perdido.



Figuras simbólicas, altisonantes, cargadas de historia, espléndidas y místicas, figuras pomposas como si fueran pequeños exorcismos con los cuales crearse una mitología autobiográfica.



Lentamente crece en él, la exigencia de apropiarse del tejido urbano, del paisaje nebuloso y matutino, de los desolados muros, flores, de las sombras detrás de sus corazones donde se escondía una realidad siempre más íntima y personal, su melancolía.



Francisco logró, en el paso por esta vida, sembrar signos, porque su palabra y su arte tenía una necesidad de componer, organizar continuamente, como constantemente sentía la necesidad de evitar el estancamiento, las esperas prolongadas, los retrasos; un afán casi de precedernos y sorprendernos que no han hecho solamente perfumar su pensamiento sino que hacerlo profundo.



____________________________________________________________



Antonio Arévalo. Curador de la Bienal Adriática «Nuevas Artes» (2006) y del pabellón de Chile en la 49° edición de la Bienal de Venecia (2001).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias