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Miserias de la política chilena


1.- Una clase sin clase



La política chilena se debate en la actualidad en cierta medianía que hace muy difícil vindicar a sus actores, cualquiera sea el sello ideológico que le sirva de emblema. En un primer diagnóstico habría que consignar el monopolio que ejercen las cúpulas políticas ligadas a los partidos existentes. Vivimos una época en que lo político se ha vuelto una cuestión de camarillas asesoradas por consultores expertos. El ciudadano común está ausente de las grandes decisiones, sea que se trate del Comité Central del Partido Comunista para decidir si otorga su apoyo a un candidato en segunda vuelta electoral, o de la elección de la directiva de la UDI: invariablemente, las decisiones se toman a puertas cerradas. Esta práctica se radicaliza cuando observamos a los partidos de gobierno: todo se decide en la lógica interna de los partidos, sea la nominación de la plantilla de candidatos a parlamentarios o de nombramientos ministeriales o públicos. El actual marco institucional ha dejado fuera la expresión ciudadana bajo la figura de una democracia representativa cuya modalidad electoral propende, exactamente a la marginación de partidos o conglomerados menores.



Cuando hablamos de la «clase política», entonces, nos referimos a los «happy few» que tienen el privilegio de participar de la res publica. Las prácticas endogámicas de la «clase política» la tornan un círculo cerrado al cual es muy difícil acceder. No es raro entonces que en el sentido común de la ciudadanía, la «clase política» se asimile con facilidad a «mafia»: una suerte de fraternidad que negocia y decide por el resto de los chilenos.



En diferente medida y con ciertos matices, todos los partidos políticos chilenos están inmersos en este modo de hacer las cosas, todos, de algún modo, han dado su aquiescencia al actual estado de cosas. En efecto, bajo el supuesto de que estamos en el camino de la prosperidad y la paz, la democracia de la transición se ha convertido en una manera de administrar el Estado para alcanzar los consensos necesarios que garanticen una muy baja conflictividad social y un mercado libre que asegure el lucro del gran capital. Los consensos, en rigor, han autonomizado el orden tecnoeconómico del quehacer político, de suerte que los Poderes del Estado relativizan su capacidad de impulsar cambios significativos en el país.



Las raíces profundas de este estado de cosas obedecen, desde luego, a causas histórico – sociales inmediatas y mediatas. Basta recordar las limitaciones en que fue posible la transición entre nosotros, los amarres constitucionales heredados de la dictadura, por ejemplo. Sin embargo, sin desconocer todo aquello, es interesante advertir que la democracia postautoritaria ha generado su propia atmósfera. Dicho clima lo podemos describir muy sucintamente como una complicidad de una amplia mayoría que profita del sistema imperante: desde el más modesto trabajador en un lejano gobierno local que ha cambiado la cesantía por un salario mínimo hasta el gran empresario que advierte como crece su capital, desde los pequeños favores y subsidios a sectores extra parlamentarios hasta franquicias legales a grandes empresas.



En un país históricamente pobre y cuya impronta ha sido el signo frustráneo para los más, no tiene nada de raro que una cierta institucionalidad política se relacione estrechamente con las gratificaciones que éste pueda ofrecer. De algún modo, la estructura laboral, y su correlato, el crédito, es el modo en que se ejerce hoy, en una sociedad de consumo, el control social. Dicho en buen romance: la democracia postautoritaria ha generado una estructura de empleos, prebendas y beneficios directos e indirectos en todos los niveles, a costa de los cuales medran no pocos. Así, sin movimientos sociales propiamente tales, con sindicatos muy debilitados y con asociaciones de ciudadanos casi inexistentes, la ciudadanía adquiere el rostro efímero de los públicos o audiencias frente a las ofertas simbólicas del mercado mediático.



En breve, la llamada «clase política chilena» es un estamento de «operadores» carentes de grandes atributos y virtudes, constituida por hombres de escasa estatura y visión que esconden su mediocridad detrás de un pretendido lenguaje técnico, ligada a escandalosos intereses económicos nacionales e internacionales. Exenta de glamour alguno y alejada de los problemas cotidianos de la mayoría ciudadana, ocupada de sus negocios y cuotas de poder, la mentada «clase política» criolla es una clase sin clase, o como suele decirse en el habla popular, los políticos son una patota de «flaites» y sinvergüenzas.



2.- La Izquierda: Triste, solitario y final



Tras la caída del muro, que al decir de muchos historiadores clausura el siglo XX, las izquierdas en el mundo entero bajan sus banderas revolucionarias y se pliegan a los sectores socialdemócratas bajo la rúbrica de «renovados». Los menos, entran en una espiral de marginalización, a medio camino entre la domesticación en democracia que deslegitima la violencia como método de acción política y el mal disimulado oportunismo como minoría estratégica en la ecuación electoral. En el caso de Chile, el destino de la izquierda no ha sido muy distinto: los más han transitado hacia la renovación integrándose a fórmulas de gobierno que algunos, con buen humor, han calificado de «centroizquierdaderecha»; los menos, han seguido el camino extraparlamentario, pero negociando su exiguo potencial electoral cada tanto, garantizando de ese modo su precaria supervivencia política. Portadores de un pasado de luchas revolucionarias, la izquierda representa más un capital simbólico que una fuerza política operante. Carente de ideas nuevas y liderazgos a la altura de la época, el ala izquierda tradicional se debate en la desorientación frente a un capitalismo cada día más agresivo, mundializado y dinámico. La otrora poderosa izquierda mundial es hoy un espectro de sí misma que encuentra eco en algunos círculos académicos, artísticos e intelectuales. Los discursos que emergen en la era postcomunista reivindican una crítica al Imperio y a la forma neoliberal de la globalización, tamizados no obstante por cierta radicalidad epistemológica que lejos de revitalizar una ideología la desconstruye en sus fundamentos. En el límite, el pensamiento de izquierdas – que antaño se resolvía en una lucha frontal por los trabajadores y los pobres del mundo – se ha hecho, en muchos casos, nihilista y ajeno al devenir histórico contemporáneo.



3.- La Derecha: El gigante egoísta



Al observar el mundo actual, no cabe duda alguna de que se ha impuesto una política de derechas. Más allá de los matices, las ideas de izquierda no están de moda. En un mundo que ha basculado a la derecha, Chile presenta la paradoja de que la derecha criolla ha fracasado en su intento de seducir a la población con sus ideas. Ni siquiera en sus momentos más eufóricos, aquellos en que una derecha hiperventilada ha caído en el modelo kitsch del populismo mediático en torno a la figura de Lavín, este sector ha logrado una mayoría absoluta. Esto se explica, en parte, por las particulares condiciones de nuestra transición y por ciertas singularidades de la derecha chilena. En efecto, el ocaso de la dictadura ha sido un proceso lento y paulatino. La sombra del general golpista sigue soterrada en nuestra cotidianeidad, especialmente en sectores que fueron proclives a su gobierno, al punto de que muchos personeros de la derecha chilena han sido protagonistas del gobierno militar. En pocas palabras: la derecha chilena carga con el estigma de la dictadura y sus horrores, aquellos de los han sido cómplices. Sus líderes, salvo escasas excepciones, no han sido capaces de desmarcarse de ese oscuro periodo de nuestra historia. Este maridaje entre la derecha chilena y el pasado sedicioso y golpista no ha podido ser opacado por los presuntos logros económicos que se reclaman. La derecha chilena dista mucho de sus congéneres en el mundo desarrollado, burguesías globalizadas, culturalmente liberales y que abrazan el republicanismo y la democracia. Al contrario, la derecha chilena ha acentuado su carácter ideológico, conjugando una modernidad antimoderna, liberal en lo tecnoeconómico, reaccionaria en lo político y fundamentalista en lo cultural. Pretender justificar a Pinochet en nombre de logros económicos es como querer legitimar el Nazismo por acabar con la cesantía en la Alemania de Hitler.



El papel de la derecha en la transición -más allá de cualquier eslogan propagandístico- ha sido opuesto al cambio, cumpliendo un rol defensivo ante cualquier pretensión de desmontar el andamiaje político constitucional, económico, social y cultural. Lejos de liderar el cambio y proponer fórmulas creativas de futuro su lamentable papel ha sido el de obstaculizar el necesario avance en materias sociales, culturales, políticas y económicas. Un conglomerado político que se ha demostrado incapaz, en democracia, de jugar y dejar jugar se parece más al gigante egoísta que a una elite destinada a ser gobierno.



4.- La Concertación: La centroizquierdaderecha



El conglomerado de gobierno, comparte con la «clase política» todos sus vicios. Sin embargo, ha logrado perpetuarse en el poder durante cuatro periodos presidenciales. Su discurso es tanto o más ambiguo que sus políticas de consenso: promesas de izquierda (a ratos), comportamientos de centro (frecuentemente) y resultados de derecha (casi siempre). La Concertación se ha convertido con los años, querámoslo o no, en el gran gestor de la Transición en nuestro país. Quizás la crítica de fondo que se le puede cursar a los sucesivos equipos de gobierno ha sido su escasa capacidad de introducir cambios significativos en el ámbito social, cultural y político, para no mencionar lo económico. Se tiene la impresión de que hemos asistido a gobiernos de administración de modelos preexistentes.



El éxito de este conglomerado se explica, en parte, en que la democracia de baja intensidad en que vivimos ha generado un sistema de gratificaciones diferenciado que logra la complicidad de muchos. Por otra parte, la creciente mediatización de la política y la consolidación de una sociedad de consumo como modelo societal ha logrado desplazar la figura del ciudadano por la del consumidor. La Concertación se nos presenta como la única instancia que ofrece gobernabilidad al país: una verdad «a medias», muy en el estilo concertacionista. Es cierto que en sus orígenes la Concertación de Partidos por la Democracia resultó una fórmula exitosa para disputar el poder al dictador de turno; es cierto, además, que la fórmula de los consensos dio garantías a sectores castrenses y empresariales en cuanto a mantener el modelo económico y mantener bajo control la conflictividad social.



El papel histórico de la Concertación ha sido, precisamente, dar continuidad a las políticas macroeconómicas e introducir muy tímidamente los ajustes para el mejor funcionamiento del mercado. Paralelamente se ha ocupado de los temas difíciles, Derechos Humanos, reivindicaciones sociales y étnicas, entre otros, con la manoseada fórmula «en la medida de lo posible», cuyo corolario reza:»dejar que las instituciones funcionen». Es interesante advertir cómo el desarrollo de los últimos años ha sido impulsado más por la expansión y dinamismo del mercado que por iniciativas políticas novedosas de los equipos de gobierno. Se puede alegar que el Estado de hoy ya no es comparable con aquel anterior a 1973. Sin embargo, no es menos cierto que próximos al Bicentenario sería bueno plantear las cuestiones de fondo que aquejan a la sociedad chilena. ¿Es sano y conveniente para Chile seguir administrando un orden político, económico y cultural que margina a gran parte de la población?. Si la democracia, en su concepción última, puede ser entendida como la construcción de una comunidad de hombres libres ¿es aceptable el nivel de desigualdad que nos sitúa entre los peores del mundo?.



Queda abierta la interrogante si acaso la Concertación puede concebirse a sí misma como algo más de lo que ha sido o simplemente va a reeditar todos los males de la política chilena con escasa proyección en el siglo XXI. Cuando se habla del fin de la Transición se apela a tal o cual hito, olvidando que esa etapa intermedia habrá sido superada sólo cuando la Concertación de Partidos por la Democracia se tome en serio su papel y asuma la conducción y el protagonismo en los cambios que el país reclama.



Hasta el día de hoy, en que el nuevo gobierno toma el rostro de una mujer, las señales han sido más bien ambiguas y todo índica que seguiremos en una Transición que no termina nunca. Por definición, las transiciones son etapas intermedias, ambiguas e indefinidas, el camino hacia otro estado de cosas. Pero, al mismo tiempo, toda transición y en especial la transición chilena, es efímera, precaria y débil; sería bueno que quienes cumplen papeles protagónicos en este proceso tuviesen presente esta realidad.



Si la Concertación no es capaz de superar la Transición administrativa que ha ejercido y entrar de lleno a la etapa del cambio propositivo e innovador en lo social, económico, político y cultural, pasará a la historia como un mero estado intermedio, sea para restituir bajo un nuevo ropaje los gobiernos de derecha o bien para el inicio de nuevos derroteros del desarrollo social en nuestro país.



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Álvaro Cuadra. Docente e investigador de la Universidad ARCIS.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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