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El rigor de la corneta


Cuando leemos a García Márquez o viajamos a algún país caliente, comprobamos cuán grises somos los chilenos. No sólo en el vestir. El gris en los buses y en el Metro llega a marearnos, especialmente en las mañanas de invierno en que ni nos miramos de frío o sueño. Del aburrimiento de trabajar 14 horas diarias, transportarnos por horas, dormir poco y sin saber cuándo ello podría cambiar. Cansancio de mirar las mismas caras en la TV, los programas repetidos y los mismos ancianos enquistados en el poder por más de cuarenta años. La total desesperanza de que algo cambie y la perspectiva segura de que ahora cada tres años nos llenarán de gigantografías con los mismos rostros, más viejos y más retocados, blandiendo orgullosos las mismas consignas vacías, confundiendo nuestro escepticismo con estupidez.



No voy a profundizar en otros aspectos, pero el cineasta chileno Raúl Ruiz, en un programa para la televisión francesa, cuando un conductor le preguntaba picaronamente por la pasión de los «latin lovers chilenos», respondía con resignación: ¿Y qué? Pues nada. ¿Ha visto Ud. algo menos erótico que un español y un mapuche?



Sin embargo, años atrás, por lo menos nos entreteníamos en política. En aquellos tiempos donde se participaba en ésta por ideales, donde discutíamos por la línea más pura para cambiar el mundo, donde teníamos el ejemplo de líderes inteligentes, sabios y honestos con los que muchos estábamos dispuestos a entregar nuestra vida. Ahora, los jóvenes no pueden participar. No los dejan, pero los que se arriesgan en el intento no encuentran nada de nada, ni ideas, ni corazones.



Todos están de acuerdo, nadie dice la verdad y todos quieren llamarse populares. Dentro de poco no sólo tendremos a la UDI Popular, sino una Alianza por Chile Popular y una Renovación Nacional Popular. Y se pagan millones a los publicistas para cambiar la imagen, como lo que pagó el Banco del Estado para llamarse Bancoestado.



Todo es rutinario e inútil. Incluso los que aún participan en la política oficial con la utopía de cambiar las cosas desde adentro, no se atreven a decir nada más allá de lo políticamente correcto. Siguen con el miedo metido en la piel. Como el de ser reprimidos ya no existe, es necesario concluir que sólo temen a la exclusión, tan intensa en nuestro país, como el peor de los ostracismos.



Por lo tanto, la política se ha vuelto tan gris como nuestros abrigos, pasamos frío en invierno, nos viene cáncer a la piel en el verano o nos congelamos en nuestro mar. Los políticos son predecibles y prescindibles y los jóvenes los ignoran sólo buscando cómo sobrevivir en la jungla uniforme que nos ha creado el gran capital.



Pero, pese a nuestro comprensible hastío, ya se puso latosa hasta la Marlen Olivarí, tenemos nuestro pequeño Macondo, muy chileno y que aún no nos han podido arrebatar. Este es el pelambre y el humor, con los que convertimos en comedia la tragedia que vivimos. Podemos reirnos por horas de nuestra historia, nuestros defectos y limitaciones y al calor de unos tragos no queda títere con cabeza. Es claro, que no somos un país de líderes mesiánicos, ni de idolatrías a toda prueba.



Lo más importante de todo esto, es que así todos sabemos todo lo que pasa, especialmente los que, aún excluidos, no nos conformamos con dejar la política sólo a los políticos. Los que aún no nos resignamos a que nuestro país sea dirigido por tres o cuatro grupos económicos y un conjunto de operadores que luchan entre sí por el carguito tal o cual.



Pelando nos enteramos de todo, así que los que se han subido por la ventana a la paridad hombres/mujeres, los que han llegado a cargos importantes sin saber leer ni escribir, los que no han leido nunca un libro y posan de eruditos, los que han usado en beneficio personal los recursos del Estado, no deben tener ni la más mínima esperanza de «pasar piola». Todo se sabe en Chile, pillitos.



Y en nuestro Macondo ya se supo cómo vive el tirano.



El dictador que no tuvo la suerte de morir juzgado en un país extranjero para haber sido aclamado como líder por los que le deben todo lo que tienen. El que no murió antes de que sus maniobras siniestras para esconder dineros chilenos, para obtener comisiones por ventas de armas, para mandar a asesinar a los que podían delatarlo, hubiesen salido a la luz.



Despreciado por los que lo usaron para conseguir su poder, juzgado por los Tribunales de Justicia, ha llegado a una edad patética donde no se distingue su sexo, con grandes calzoncillos que esconden los pañales, pero aún continúa con la audacia y la avidez para seguir engañando con sus cuentas brujas y sus nombres falsos.



Mantiene una biblioteca intocada que vale millones de dólares con más de 60.000 volúmenes bellamente encuadernados. Una biblioteca donde prácticamente no se ha tocado un libro. Salvo uno. Pinochet leyó un libro. Un único libro en toda su vida.



Y éste no fue leído a la loca, fue leído con intensidad. Lo leyó, lo subrayó, lo revisó, lo tenía ajado de tanto leerlo.



No me dijeron el autor ni el contenido, nunca escuché ese nombre, pero lo comparto por si alguien lo conoce, porque su solo nombre nos anima nuestro pequeño Macondo.



El libro preferido, y así leído, por esta persona que nos manejó durante tantos años, que destruyó la vida de una generación, que obligó a Salvador Allende a suicidarse, que regaló las empresas estatales que tanto costaron a todos los chilenos. El que mandó a asesinar a amigos queridos, a jóvenes que nunca habían deseado mal a nadie, al que temíamos y al que muchos adoraron por haber expulsado al comunismo, tuvo un libro favorito.



Ese libro tan leído por Augusto Pinochet, el único que quizás leyó en toda su vida, ¿saben cómo se llamaba?



Ese volumen, de autoría ignota y argumento más misterioso aún, aunque trae resonancias de literatura marcial y cuartelera, se llama (redoble de tambores)… «El rigor de la corneta».



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Patricia Santa Lucía. Periodista.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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