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Liliput, cultura y televisión


Ante una «televisión nacional» inexistente, sólo cabe hablar de una televisión «hecha en Chile». Nuestra producción televisiva es, en la mayoría de los casos, un eco «glocal» de la gran industria televisiva mundial. Por lo mismo, es una televisión de «segundo enjuague», que toma el sabor de las malas traducciones o de adaptaciones realizadas con escaso talento. Un buen ejemplo de esto último es la versión chilena de «The Nanny», incapaz de aproximarse al original que ya vimos en el cable y, mucho menos, a los clásicos nacionales del género como «Juani en sociedad».



En un país que ha dejado los medios de comunicación al arbitrio del mercado, toda regulación estatal es demonizada. Así, las burocracias culturales de gobierno se ocupan de una serie de actividades más bien marginales y de escasa resonancia, pretendiendo hacer cultura en esquinas donde no transitan públicos significativos. Todos los diagnósticos serios indican que la cultura contemporánea es mediatizada, por lo tanto, cualquier política gubernamental que deje fuera los medios de comunicación está destinada al fracaso. La cultura de hoy pasa por un fenómeno llamado hiperindustrialización cultural, una característica central de la mundialización en curso.



Los ejecutivos y responsables de los canales nacionales parten de un conjunto de supuesto, verdadera superstición, credo que reza más o menos así: la cultura no vende, se debe propender a la unidad de la familia, la televisión es para el «chileno básico», nada de cosas complicadas, se debe proteger la «moral» evitando palabrotas y toda «genitalia» explícita y lo importante es incorporar mucha tecnología para mantener el «rating». Salta a la vista que esta superstición es de un triste provincianismo que sólo puede llevar a una industria televisiva no competitiva y de pésima calidad.



Quizás el punto más emblemático de nuestra pobreza televisiva lo constituyan nuestros noticiarios estelares. Más allá de una servil imitación escenográfica, al estilo de las grandes cadenas, y a pesar de los esfuerzos de algún «muñequito de torta» con ínfulas cosmopolitas, lo cierto es que los contenidos transmitidos por los respectivos departamentos de prensa es, por decir lo menos, patético. Todo parece resolverse en una retahíla de hechos policiales de escasa monta salpicados por un pueril melodramatismo, muchas referencias al paupérrimo mundo futbolístico criollo y algunos alcances al, todavía más bochornoso, mundo político nacional. Escasa o nula información relevante de tipo internacional, más escasa cualquier referencia al mundo de la cultura y ausencia total de análisis y comentarios dignos de tal nombre, salvo, claro está, aquellos dedicados al fútbol o a la farándula. En pocas palabras: lo más interesante de la televisión hecha en Chile es el informe del tiempo, por su interés inmediato y concreto, para todo lo demás, lo recomendable pareciera emigrar a la televisión cable.



Las «parrillas programáticas» parecieran ser pensadas para un público descriteriado, crédulo, bobo, ignorante y de mal gusto. Cuando por razones circunstanciales nos vemos obligados a padecer la televisión abierta, podemos advertir que desfilan por ella una serie de sórdidos y equívocos «personajes» y «personajillos» en los formatos más diversos. Estos «rostros de la televisión» , algunos dignos de una sesión psiquiátrica, han degradado el concepto mismo de la televisión bajo la dudosa premisa de que cualquier intento por hacer pensar a la gente aburre.



Este «credo» televisivo es correlativo a las cifras por ingreso publicitario. Para ello se utiliza el «rating», un índice monopólico de nulo valor científico y estadístico. Si observamos bien cada punto de la superstición, concluiremos que la única razón para soportar una televisión tan mala es que un grupo de señores ha decidido ganar plata apostando a un hipócrita conservadurismo de baja estofa que se traduce en una programación lamentable que sólo reproduce «ad nauseam» un circo pobre. Una televisión grotesca donde conviven el Profesor Salomón, las vedettes transandinas, Che Copete y la devoción pública a San Expedito. El resultado último al que nos lleva el «credo» televisivo es a una producción de muy mala calidad.



La mala calidad de la televisión hecha en Chile se hace patente en su nula resonancia regional, no digamos internacional. En términos culturales y mediáticos, nuestro país se parece más a Liliput que a un jaguar. La mala noticia es que en pocos años más las redes televisivas mundiales digitalizadas van a invadir los hogares proporcionando, a un costo relativamente bajo, una programación segmentada de una calidad muy por sobre la producción chilena. La cuestión planteada con una mirada de más largo plazo es si acaso sobrevivirá la producción televisiva hecha en Chile. En esta época de hiperindustrialización cultural, los desafíos no se resuelven en los límites en que pareciera pensarse la cultura y lo televisivo en nuestro país.







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Alvaro Cuadra. Docente e investigador de la Universidad Arcis.



























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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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