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Los funerales del Papá Grande


«Esto es un verdadero déja vu«, decía un comentarista de la televisión argentina, con esa entonación que para el oído chileno suena a alarma y asombro, con una pincelada sutil de risa. El cadáver de Juan Domingo Perón transitaba desde el cementerio de Chacarita, donde había estado desde 1974, hacia más allá del sur de Buenos Aires, donde sus seguidores le construyeron un mausoleo. Nada importó que Perón, según las escrituras, dijo alguna vez que quería que lo enterraran en la localidad de Lobos, donde nació. Allá en ese chuchuncal, razonaron sus herederos políticos, no le iba a servir a nadie. Era preferible que estuviera en un lugar de acceso fácil, a vuelo de helicóptero de la capital federal para las photo-ops de la dirigencia y cerca de una carretera para la adoración del vulgo. La finca de San Vicente, donde vivió días de felicidad con Evita, fue el lugar elegido para el descanso final del político más importante de la historia argentina. Y para el traslado se eligió el día fundacional del peronismo: el 17 de octubre, San Perón o Día de la Lealtad, que conmemora la gran manifestación popular en defensa del detenido coronel Perón, por allá por 1945.



Los cadáveres no se quejan, por suerte para los peronistas, necromaníacos empedernidos. Antes del traslado, le sacaron una muestra de ADN a los huesos de Perón, como parte de una disputa entre la viuda y una mujer que dice ser su hija, a pesar de que todos los evangelios historiográficos y literarios sostienen que Perón era estéril. La extracción judicial no ha sido el único escarnio sufrido por la ilustre momia; hace un tiempo se profanó la tumba de Chacarita y le cercenaron las manos. Nunca se ha esclarecido el hecho, y en alguna parte de Argentina andan dando vuelta las manos embalsamadas de Perón, rehenes o reliquias, esperando quizás qué regresos.



El mausoleo de San Vicente fue diseñado con doble cupo: Perón y Evita, los dos cadáveres más excelsos de la política argentina. El cuerpo de Eva Duarte, después de sus peregrinaciones por el mundo, documentadas en la febril novela de Tomás Eloy Martínez, Santa Evita, está en una bóveda del cementerio de la Recoleta. Allí, en el barrio más exclusivo de Buenos Aires, Evita se encuentra en una especie de purgatorio, rodeada por los fantasmas de la oligarquía que ella tanto odió (el sentimiento sigue siendo correspondido) y fuera del alcance de los cabecitas negras que la adoran hasta el día de hoy. Por eso las escrituras presagiaban que algún día se iba a reunir con su general en la parcela de su idilio. Después de lo que pasó el día del traslado de Perón, el reencuentro se ha alejado. Porque si pasó lo que pasó con el transporte del general en el día de su santo, no se sabe qué sucedería con el tránsito del sagrado cuerpo de Santa Evita.



¿Qué pasó ese día martes 17 de octubre, día de la lealtad peronista? Todo comenzó en orden. Los líderes se habían reunido toda la noche anterior para zanjar un problema insoluble: el elegante ataúd ovalado de Perón sólo tenía ocho manijas, cuatro por lado, y había cientos de líderes de facciones enemigas pugnando por agarrarse de una, para la foto histórica. La solución fue cuasi-salomónica: como no hubo acuerdo, nadie iba a llevar el féretro. Manos anónimas lo pusieron en una cureña tirada por un jeep, al más puro estilo militar, lejos de las cámaras. Algo similar estaba planeado para el mausoleo, pero no todo podía ser tan simple en una efeméride peronista.



El paso por las calles de Buenos Aires fue una ocasión festiva, tumultuosa. Tuve la suerte de toparme con el paso del cortejo y de ser testigo del fervor popular por el general muerto: «Ä„Perón, Perón, qué grande sos, mi general, cuánto valés!» cantaba la gente, cortando el aire con los brazos al más puro estilo de barra futbolera y ondeando banderas albicelestes bajo el sol primaveral, mientras una imponente escolta de granaderos montados tocaba aires marciales. El jeep avanzaba a paso de hormiga, porque la gente atravesaba el débil cordón de protección para encaramarse a la cureña y tocar el cajón. Vi argentinos llorando de emoción, como si Perón se hubiera recién muerto, doblando el gesto del famoso conscripto sollozante cuya fotografía dio la vuelta al mundo el día del funeral de 1974. Había micros repletas de trabajadores acarreados, obreros de la construcción con sus cascos multicolores, papel picado que caía desde los edificios fiscales, mujeres con poleras estampadas con la efigie de Evita. «Ä„Aquí estamos, general!» gritaba un viejo descamisado que corría por afuera de la multitud, al borde del colapso cardíaco.



Algunos políticos de cuello y corbata se encaramaban a la cureña o al jeep, ansiosos por ser vistos ahí tan cerca de la fuente del poder; vi uno que tomó la gorra de Perón para que no se la llevara nadie más. Los helicópteros de la tele y de la policía revoloteaban estáticos en el cielo bonaerense. Mientras el cortejo avanzaba con lentitud por la ciudad, el helicóptero personal de Kirchner hacía un vuelo de práctica entre la Casa Rosada y San Vicente. El Presidente peronista no se podía perder la ocasión, sobre todo al avecinarse las elecciones. Se calculaba que la comitiva se iba a demorar cuatro o cinco horas en cubrir los 70 kilómetros de distancia.



En San Vicente, mientras tanto, el dispositivo de seguridad estaba en su lugar. La policía federal había dejado a los sindicatos a cargo de esta tarea, y desde la mañana los camioneros, vistiendo pecheras albicelestes con el número 62, se habían instalado en el perímetro de la finca. Su misión era no dejar pasar a nadie que no tuviera credencial. Pero cuando Perón estaba a una hora de distancia, en la autopista, la situación en San Vicente cambió de aspecto. Bandas de sindicalistas rivales a los camioneros lograron infiltrarse al interior de la finca, y desde ahí empezaron a atacar a la seguridad con piedras y palos.



Los de afuera respondieron los ataques, todo esto bajo la mirada atenta de la televisión, que comenzó a transmitir en directo unas escenas que parecían sacadas de películas de guerra medieval: palos y piedras, ataques y contra-ataques a muros y portones, vallas transformadas en lanzas o en escaleras, desafíos simiescos, arremetidas de patota contra patota y toda la gama imaginable de insultos. No pasó mucho tiempo antes de que pasara lo que algunos tenían presupuestado: el golpeteo de los disparos, y luego, para confirmar que no se trataba de una ilusión auditiva, la imagen escalofriante de un tipo que, azuzado por otros («Ä„tirales, tirales!») saca una pistola automática y vacía el cargador antes de esconderse entre los suyos. («Disparé para evitar una masacre», declararía días después, al entregarse).



El comentarista en la televisión acertó al usar el término déja vu para describir lo que veía. La expresión francesa se usa para definir esa sensación -que a veces se manifiesta con claridad abrumadora— de que hemos vivido antes el mismo instante. Por cierto, esos momentos en que el presente pierde su cualidad de experiencia virgen, trocándose en recuerdo, no son sino espejismos de la propia conciencia. La verdad es que no hemos pasado antes por el mismo momento, sino que alucinamos fugazmente con haberlo hecho. Un déja vu nos da la sensación de familiaridad con circunstancias que son nuevas y así nos predispone para enfrentarlas o interpretarlas.



Los elementos que invocan la familiaridad de ese momento en San Vicente con otro son evidentes para quien conozca la historia argentina reciente: la presencia mítica, sobrehumana, de Perón, expresada en el movimiento de su cuerpo; el fervor popular tanto tiempo contenido por su figura; y el cálculo político de los líderes que usan la ocasión para afianzar su posición dentro de la constante guerra interna de ese país paralelo llamado peronismo.



La sensación de déja vu remite inapelablemente a un hecho que para los argentinos se expresa en una palabra y una fecha: Ezeiza, 20 de junio de 1973. Perón volvía en gloria y majestad desde su exilio español y los argentinos se habían volcado a las calles y carreteras a esperarlo, en la mayor concentración de gente en la historia de la nación. Ese día, la derecha peronista (encarnada en López Rega, vinculado a los escuadrones de la muerte de la Alianza Argentina Anticomunista) activó su trampa y emboscó a la izquierda peronista, que intentaba acercarse al proscenio donde iba a hablar Perón. Nadie sabe cuánta gente murió ni menos quiénes fueron responsables de la matanza que algunos calculan pudo dejar varias decenas de muertos, muchos de ellos jóvenes izquierdistas o montoneros.



Se ha dicho que los muertos de Ezeiza fueron los primeros de la guerra sucia. Al final, el general Perón no pudo aterrizar en Ezeiza debido al caos producido por la masacre, y se quedó sin el recibimiento apocalíptico que había soñado al pisar suelo argentino. El día del traslado del cadáver de Perón, el helicóptero de Kirchner se quedó en Buenos Aires. El presidente es astuto y no quiso asociar su presencia con la imagen vergonzosa que dio la vuelta al mundo.



La gente común y corriente, esa que creía que había sido invitada a una ocasión festiva, había escapado despavorida de la finca por sus propios medios, empujando coches de guagua, llevando a sus hijos de la mano, protegiéndose la cabeza de la lluvia de proyectiles, sin entender muy bien qué había pasado con el lema del día: «Perón cumplió. Ahora el pueblo cumple con Perón».



Los que se quedaron en San Vicente a poner la lápida encima del ataúd del general fueron los líderes del peronismo, incluyendo a los que han sido sindicados como responsables del enfrentamiento. También se quedaron en sus puestos de combate las patotas de barra brava, arrojando piedras, palos, e insultos a los enemigos y avivando a sus jefes, mientras los oradores hacían como si no estuviera pasando nada.



Esos que se quedaron, cada uno con su manija o con su manopla pegada al ataúd, enterraron al caer la tarde no sólo el cuerpo mutilado de Perón, sino que tal vez le dieron sepultura al cadáver viviente del peronismo. Hay que tener en mente, eso sí, que en la política argentina los muertos tienen larga vida y que nadie está dispuesto a dejarlos descansar en paz. También hay que saber que en el momento menos esperado, aparece de nuevo el mismo déja vu o tal vez uno peor.



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Roberto Castillo S. es escritor y académico. Reside en EEUU.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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