Publicidad

Maite, cuando se quiere de veras…


Marzo celebra el día de la mujer. No impide que por muy mayúscula que pongamos la «M» nos sigan tomando a todas la cabellera. Peor aún. Después de ciertos logros a escala planetaria conseguidos a base de sangre, sudor y lágrimas, continuamos siendo las cobayas de innumerables intentos fatales unos, fallidos otros, y abandonados para el año de las Calendas los que más falta hacen.



Mulleribus, somos a pesar nuestro, canela en rama a la hora de producir y multiplicar dividendos de los mercaderes del templo. Somos el más codiciado objeto de consumo, en el mercado. Somos la gallina de los ovarios de oro para cualquier laboratorio. Muchas nacen exclusivamente para el experimento y su posterior exterminio. Otras, las que apenas sobreviven, más les valdría no haber nacido. Me pregunto cuál es el nexo entre tanta celebración y la miles de mujeres que llevan colgando agonizantes, de sus pechos escuálidos, a sus hijos muriéndose de hambre, de sed y de indiferencia global.



¿Sería más infame el olvido de las olvidadas sin las oficiales en el Día de la Mujer? No sé. Lo que si sé es que suena a caridad y caridad versus justicia, es un insulto. Porque la verdad, estamos hasta las cartolas con ejemplos obvios de mujeres obvias. ¿Son logros? Claro. Pero gira el mundo, gira.



Nosotras, las festejantes y festejadas, con más suerte que millones de congéneres, vivimos danzando sobre un polvorín. Unas veces por razones que nos superan y otras, porque vendemos el alma persiguiendo la eterna juventud, los quince minutos de gloria, la belleza clonada o el amor esquivo. ¿Quizá tratando de sepultar males mayores?



Nacemos hechas un síndrome, por decreto. El de la ansiedad congénita. Buena baza para la política de mercado. Ansiedad por cualquier cosa, incluso por lo que nos es natural y necesario. Tanto nos atiborramos de antidepresivos y antimiedos que de repente entre tanta mezcla, caemos como moscas.



Para algunos, sin apuntar a nadie, Dios nos libre, somos la reencarnación de lo perverso el principio de todo mal. Eso a veces se soluciona a cuchillada limpia. O de manera más refinada.



Por algo El Vaticano se opone a que las mujeres celebremos misa. No somos puras. No somos dignas. Solo la tentación encarnada. ¿Se dará cuenta quien corresponde que se está poniendo también en jaque a la mismísima Virgen María Madre de Dios?



No soy feminista ni quiero, pero me gustaría saber por aquello de la curiosidad, si todos los señores de púrpura investidos, han nacido de mujer. O si meramente llegan al mundo por generación espontánea.



Quisiera que algún docto en la materia me explicara qué manos son más impuras, si las de un sacerdote pedófilo dando la Comunión o las de una mujer acarreando agua para su familia, caminando 8 kilómetros bajo un sol ardiente y descalza. Si de merecimientos se tratara, digo yo.



Pero bueno, hablando de domesticar hormonillas subversivas. A ese fin nos ofrece el mercado una gama amplia de pildoritas. Con sabor a fresa, a mango, a fruta de la pasión, a gusto de la consumidora. Como si fueran Chupa-Chups. Píldoras para la pre-menstruación, para la menstruación. Píldoras para el día antes y el día después. Píldoras para soportar el cotidiano conformismo o para morir sin tener conciencia exacta de lo que nos está pasando. Píldoras nos dan para la pre-menopausia, menopausia y post-menopausia.



Dicen las malas lenguas que hay profesionales de la salud convertidos en lobos feroces que prometen merendarse entre pan y pan a toda mujer que rechace la hormonoterapia. No es de extrañar. Dicho tratamiento hormonal empieza muy pronto en la vida de una mujer pero es de largo aliento; hasta la tumba y produce el medrar rápido y seguro en las arcas del tratante. La tratada es harina de otro costal. O mejor dicho, es la rata más cotizada del laboratorio. Pastillazo y miedo son dos componentes millonarios, que funcionan casi siempre a nivel de alma y de útero.



Y que nadie se sulfure por estos comentarios. Son sólo disquisiciones de una gachí que se quedó con el casi del siempre, escapando del lobo. ¿Vale? Pues ya está.



(Entre paréntesis y a propósito de hormonas. Nunca hablé con mi madre de asuntos escabrosos, y escabroso para ella era todo lo que tuviera que ver con el sexo. Meses antes de morir, estábamos las dos en su habitación una tarde de invierno. Sólo se escuchaba el aleteo de las gaviotas volando en picado contra las olas, mientras ella desde la cama me hablaba de los momentos felices de su vida, con sus padres, de soltera. No recuerdo otra placidez mayor con Juana que la de ese momento. Así que me animé a preguntarle lo que nunca antes hubiera osado. Le dije que me contara cómo había sido su menopausia. Se rió mucho. Luego muy sencillamente dijo.



– Un buen día, aquello, ya sabes qué, desapareció y nunca mas volvió
– ¿Y no te pasó nada? Insistí.
– ¿Me tenía que pasar algo? – Preguntó.
Y esa fue la única y exclusiva conversación escabrosa que sostuvimos las dos, en la vida).



Y volviendo a los avatares mujeriles; nosotras las doncellas celebrantes, empezamos la carrera de obstáculos desde la cuna. Corremos escapando de lo temido o yendo en pos de lo inalcanzable que se nos presenta como imprescindible.



En esa carrera contra reloj, la realidad de cada día nos deja claras las reglas del juego si queremos existir y muy poco margen de error. Hay que corresponder a la tipología programada. A los cánones de belleza exigidos por los grandes capitales, por el mercado de trabajo; con todo lo que eso acarrea. Hay que conseguir cueste lo que cueste el aspecto anoréxico, abúlico, de lo contrario siempre sobraran tus carnes trémulas a la hora de posibles empleos y las neuronas de más.



Una vez recauchutadas cuando todavía no hemos alcanzado el cuarto de siglo, le preguntaremos al espejo lo de siempre; espejo, espejito mágico, dime… Y negaremos cual vírgenes necias la ley de la gravedad o el paso del tiempo. Ya volverá el momento de estirarse, estirarse, estirarse hasta que un día el rostro desaparecerá y quedará la mueca.



Así las cosas recuerdo con arrobo y agradecida el ritmo ondulante de unas invictas domingas, propiedad de la jacarandosa mujer que coquetona y a su aire, desafió el cáncer cuando las amenazaba. No se dejó mutilar, ni se dejó ganar esa batalla. Una batalla que duró más de diez años. Y se fue de éste mundo con su glorioso par bien puesto.



Pensando en ella y en la inicial de su nombre, esta columna pretende ser un homenaje desde el sentimiento a una de esas mujeres mayúsculas y excepcionales como lo sigue siendo, allá donde esté, mi parienta.



M de misteriosa,
M de madre,
M de mujer,
M de maravillosa



M de Maite. Así se llamaba y todo eso era. Vivió intensamente y murió demasiado pronto hace apenas tres años de un cáncer cerebral. Vino a Montreal en pleno invierno, desafiando los aterrizajes sobre hielo, para estar unos días con sus hijos a quienes adoraba y para ver nacer a su primer nieto. Viajaba entre una y otra sesión de quimioterapia y cuando se iba, dejaba su aura garbosa flotando en el aire. Al pensar en Maite, la veo feliz, saltando y esquivando socavones de nieve que quedan en las aceras después de pasar las máquinas. Derrochaba bondad, gracia, generosidad, coraje.



Vivió el desamor antes de las 21 primaveras, y se quedó sola con tres hijos y un largo y doloroso camino por delante. Contaba que durante mucho tiempo se olvido de llorar, me dijo que no quería sentir. Trabajó sin resuello y jamás perdió el sentido del humor que la caracterizaba.



Algunos años antes de morir se reencontró con su gran amor. Un hombre que la colmó de ternura, de cariño, de besos, de bienestar; que la amó apasionadamente, que fue su compañero, su mejor amigo, su confidente, su piedra angular.



Cuando apareció el cáncer maldito estaban viviendo todo lo soñado. Recuerdo el brillo inconfundible en la mirada, su pelo oscuro y frondoso, la sonrisa a flor de boca. Su energía que no se agotaba nunca.



Dio una lucha sin tregua y nadie la vio quejarse ni perder la esperanza ni las ganas enormes de vivir. Parecía imbatible. Había superado varios tipos de cáncer, quimioterapias, radioterapias salvajes y conseguido ver la felicidad de sus hijos. Dignos hijos de tan digna madre. Tuvo tiempo de demostrarles lo mucho que los quería y de dejarse querer por ellos.



Estuve enfadada con Dios cuando se la llevó. Pero me cabreó mucho más el párroco que celebró su funeral, abarrotada la iglesia hasta el campanario. No cabía un alma. Diremos, para abreviar, que el clérigo no sabía ni por donde le daba el viento, frente al homenaje a Maite. Una mujer ejemplar, valiente, cristiana de verdad. Como tal vivió y como tal murió. Ella, que nunca dejó al prójimo en la estacada, ni su mano izquierda supo lo que hacía la derecha. Ella que no mereció morir a la edad tierna del amor verdadero.



El cura en la homilía prefirió recalcar que Maite fue una mujer divorciada y que Dios, en su infinita bondad. la habría perdonado. No comment. Cabría, sin embargo, preguntarse si Dios habrá perdonado la estulticia de su acólito aquel día.



Desde las ventanas de la casa de Maite y su marido, junto al puerto más chiquito y más bonito del mundo, se ve subir y bajar la marea a la luz de la luna o se siente el vaivén de las olas entre la bruma. En el salón hay un piano que nunca está mudo. Sobre el piano varias fotografías y una de boda; la de ellos. Sentado en el taburete suele estar un hombre enamorado dedicándole su música preferida mientras ella, sentada junto al amado, le escucha.



A veces nos reunimos todos a celebrar y Maite preside la mesa. Nunca ha faltado a la cita ni nunca falta su presencia. Porque esas cosas pasan cuando se quiere de veras.





____________





Begoña Zabala es actriz y vive en Montreal, P. Québec

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias