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Ya basta de 11 de septiembre


Quien debe conmemorar el 11 de septiembre es la derecha. Fue su golpe, ellos ganaron, acabaron con todo y en pocas horas generaron un cambio que se mantiene vigente hasta hoy, como lo simboliza el nombre de una de las avenidas más importantes de Santiago.



Los derrotados, las víctimas y sus millones de herederos debieran realizar este día un homenaje sencillo a Salvador Allende, a los desaparecidos, a los muertos y torturados, y dedicar luego todas sus fuerzas a otra cosa de más proyección. Es irrefutablemente legítima la bronca que proviene del aquel día martes de 1973, y de la gigantesca campaña de desmemoria, pero no suficiente. Al revés, la rabia parece hoy el gran obstáculo para convertir en verdades la retórica de redistribución, equidad y desarrollo, única manera de derrotar al pinochetismo para siempre.



Ese objetivo requiere una mudanza drástica de símbolos, colores, estilos y formas de organizarse. Requiere el fin de las caras amargadas y las voces indignadas, y su reemplazo por un propuesta asertiva, de largo plazo, una propuesta que las personas perciban no sólo como justa, sino -sobre todo- como posible, por la que vale la pena trabajar e inscribirse en el registro electoral.



Un colega norteamericano me recordó hace poco que los estudiantes polacos se enfrentaban en los años 80 a la policía con serpentina, flores, besos y chistes, no con inútiles bombas molotov, piedras ni insultos. Eso mostraba lo absurdo de la represión, evidenciaba el ridículo espectáculo del despliegue policial, convertía a los represores en perdedores.



El año pasado, recorrí Vietnam por diversos medios: moto, autobús, tren. Pocos países han sufrido agresiones tan brutales, y sin embargo me llamó la atención en los museos que lo central de la propaganda en los 30 años de guerra contra Francia y Estados Unidos no era el martirio, sino la determinación, la promesa de un país independiente, libre y digno. Junto al fusil, el elemento permanente de la gráfica es la sonrisa.



El domingo en la mañana, en esa Alameda que no se termina de abrir, cuando vi ese ejército de carabineros, de pronto se me ocurrió que la derecha había organizado un acto masivo para celebrar el aniversario del golpe de Estado, y repudiar violentamente al gobierno de Michelle Bachelet por las políticas socialistas que denuncia la oposición. Pero no.



Los argumentos represivos delatan miedo. Los desmanes son inherentes a todo acto masivo, pero jamás se habla de hacer partidos de fútbol sin público, o de prohibir los conciertos de rock, las discotecas, los pubs o las fondas para proteger a la ciudadanía. Tal vez si un gran empresario organizara las protestas, y se pagara entrada para participar, la policía tendría otra actitud.



Ya está suficientemente registrada la obsesión chilena con sus derrotas, la importancia de los vencidos, aquel aparente deseo secreto y autodestructivo de que las cosas salgan mal. Pero la Unidad Popular no ganó en 1970 con una idea resentida, sino con un proyecto bonito, esperanzador. Lo mismo ocurrió en el plebiscito de 1988. Hay que inventar todo eso de nuevo, porque si no seguirán ganando los malos, seguirán ocupando la calle los encapuchados, seguirán los criminales presos en hoteles, triunfará la bronca, seguirá la gente recibiendo palos y gases, y seguiremos perdiendo la crucial batalla por la Alameda.



*Alejandro Kirk es periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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