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La justicia en casa


En su condición de país libre y democrático, como potencia industrial y miembro desde hace poco del grupo de los diez países más ricos del mundo, España ha asumido desde hace años un protagonismo en la escena mundial que le ha permitido ampliar su influencia en materias políticas y, en el terreno de la justicia, en cuestiones relativas a las garantías procesales y a la defensa de los derechos humanos. A partir de la impecable labor de su juez más conocido universalmente, Baltasar Garzón, que a través de diversos juicios ha llevado ante los tribunales a un puñado largo de figuras famosas por su violación de los derechos humanos en el cono sur de América, el sistema judicial español ha demostrado que la justicia es capaz de echar luz sobre la verdad, cuando se lo propone.



En este caso, la paradoja quiere que aquellos que han dado lecciones al mundo sobre la transparencia de los procesos judiciales, que han influido e influyen en los organismos y tribunales internacionales para fallar a favor de los indefensos, desde Liberia hasta la ex Yugoslavia, o desde Cuba hasta Indonesia, se encuentren hoy, en su propia casa, con uno de los juicios más abyectamente viciados que se haya conocido en la reciente historia judicial española.



Ciudad de Barcelona. Los acusados -dos jóvenes chilenos y un joven argentino (Alex Cisternas, Rodrigo Lanza y Juan Pinos)- por la supuesta agresión a un guardia urbano el 4 de febrero de 2006, durante la intervención de una patrulla de dicho cuerpo en una fiesta «okupa», no han contado con ninguna de las garantías procesales debidas. Han sido detenidos sin que la policía transmita el correspondiente parte al Colegio de Abogados en el plazo prescrito por la ley. Han sido privados de libertad sin pruebas fehacientes en su contra, han sido maltratados, torturados, fisica y psicológicamente, se les ha denegado la libertad provisional que se concedió en el mismo caso a otros seis imputados de nacionalidades europeas, se han eliminado pruebas clave en el lugar de los hechos y se les ha negado a los acusados la introducción de pruebas que contradicen la versión de los guardias urbanos, únicos testigos de la agresión. Leyendo los testimonios de dichos testigos, no cuesta mucho darse cuenta de que al calor de la refriega, cualquiera de ellos pudo equivocarse y que dichos testimonios no concuerdan con lo declarado en las primeras instancias. Más bien, al mirar los vídeos de los hechos aquella noche, da la impresión de que los policías, en su carga contra los jóvenes «okupas», pierden toda mesura y reprimen a porrazo limpio e indiscriminadamente, sin distinguir entre los asistentes a la fiesta y los transeúntes. Tampoco hay que olvidar que, en su momento, el propio alcalde de Barcelona, Joan Clos, leyó un parte oficial en el que se establecía que el guardia urbano habría sido herido por una maceta caída de la casa «okupa». En ese momento, los ahora imputados estaban en la calle, no dentro del edificio.



Como manifestación añadida del enrarecido clima del juicio, la prepotencia policial. El día en que declararon los agentes de la Guardia Urbana, fueron arropados por una veintena de sus compañeros, vestidos de paisano. Su maniobra de apoyo consistió, entre otras cosas, en abrirse paso a golpe de empellones y patadas entre los asistentes y observadores -entre ellos Nora Cortiñas, presidenta de las Madres de la Plaza de Mayo, y Osvaldo Puccio, embajador de Chile en España- para ocupar las primeras filas de la sala, una muestra de celo corporativo que recuerda otras voces, otros ámbitos.



Tampoco la actitud de los jueces -a veces del todo indistinguible de la de los fiscales- ha sido todo lo imparcial que se quisiera. Más bien, según la impresión de diversos observadores presentes en el juicio, desde Jaime Naranjo, por la Comisión de Derechos Humanos del Senado de Chile, hasta Amnesty International o el propio Colegio de Abogados de Barcelona -cosa insólita en los tribunales españoles- es que la condena ya está prácticamente decidida, dados los numerosos sesgos formales a lo largo de toda la fase procesal. Esta actitud, que algunos han denunciado como rayana en la xenofobia, pone de manifiesto una debilidad interna de un sistema judicial que se quiere mostrar como ejemplar al mundo entero.



Por otro lado, parece igualmente preocupante que, desde la orilla de los «okupas», haya quienes piensen que el juicio ya está cerrado por una razón muy sencilla: «La policía necesita chivos expiatorios -dicen- y los okupas necesitan mártires». Ese supuesto -y siniestro- equilibrio, desde luego, no habla demasiado bien de un sistema donde debería imperar la transparencia y, por ende, la justicia.



Alberto Magnet, escritor y traductor. Reside en Barcelona.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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