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La civilidad y su nueva utopía

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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El haber logrado cuotas de poder les permitió a los dirigentes de los partidos de la Concertación, actuar cupularmente en el sistema binominal, mantenerse siempre a flote y mantener seguros reciclajes dentro del gobierno o en las grandes corporaciones privadas. Luego, modificar o corregir el sistema


Por Hernán Narbona*

Teníamos catorce años para la marcha de la Patria Joven, diecisiete años para el tiempo de la reforma y veintitrés para el golpe. Un puñado escaso de tiempo que por su intensidad nos marcó para siempre. Tuvimos la suerte o la tragedia de nuestro lado, por una parte esa oportunidad gigantesca de participar en lo medular de la política, movilizando la pluma y el grito por las poblaciones para expresar la esperanza de cambios.

Recorrimos las islas del sur, amamos con mística política en los campamentos de verano en el sur de Chile, esa ruralidad histórica que conocimos abriendo caminos, cavando pozos, preparando curantos. Las manos se nos magullaron y nos enorgullecieron; enseñamos a leer, promovimos las juntas vecinales, éramos el hombre nuevo y estuvimos convencidos de ello.

Fuimos los que cantamos la misa con guitarra, de cara al pueblo, practicamos el compromiso en las poblaciones, tuvimos como amigos curas obreros, tal vez sin que comprendiera mucho la gente humilde nuestro entusiasmo, pero siendo convincentes por nuestra capacidad de entrega, porque usábamos bototos y mantas de castilla, nos poníamos boinas y esgrimíamos los discursos con gran dialéctica. Los políticos más viejos nos miraban con simpatía o recelo, siempre andábamos irreverentes, rompiendo sus esquemas cupulares.

La historia breve de esa adolescencia no está del todo escrita, nos difuminamos por necesidades de sobrevivencia por distintos espacios del planeta. Hasta allí hubo una historia que nos hermanaba, que era una raíz común de sueños. Pero, de allí en más, en la fuerza macabra de una reacción insospechada, quedamos truncos, blindados por corazas de silencio e incomunicación necesaria.

La historia puso el resto, cada cual rehaciendo o manteniendo su vida, muchos entrampados en una profunda depresión no resistieron y quedaron anónimos en el destierro al que estuvieron sometidos; otros se las arreglaron, convirtiendo las crisis en oportunidades, algunos creando espacios herméticos para seguir funcionando en política, muchos siguiendo adelante como mulares de cordillera, por los desfiladeros de la incertidumbre, anclados precisamente a ese tiempo que fue propio y que los nutría de esperanza en los momentos más duros. Claro que hubo muchos que claudicaron en el camino, fueron arrastrados por un sistema avasallador y colgaron sus sueños como un lastre que se lanza por la borda. Sin embargo, la gran mayoría, de alguna manera, se mantuvo ligada a los sueños originales, aunque siguió dispersa y atomizada por la realidad, guardando en lo más íntimo sus utopías de democracia y libertad.

Se habían venido abajo los llamados socialismos reales y la recuperación democrática puso nuevos bemoles en el tapete, había que transitar hacia la democracia con los anclajes de una dictadura muy inteligente, que supo replegarse estratégicamente a centros de poder claves para que lo principal, el sistema económico neoliberal, siguiera indemne y bajo su control.

La clase política democrática negoció la transición bajo la espada de Damocles de una Constitución autoritaria, hecha a la medida de un dictador. La civilidad movilizada corriendo riesgos extremos, había abierto espacios antes que esa clase política aterrizara con sus equipos de poder. En medio de la transición, quedaron al costado enormes líderes, desplazados por aquellos que volvían con sus bien organizadas y financiadas máquinas electorales.

Muchos dirigentes sociales de los ochenta quedaron al margen de esas elites políticas organizadas que venían a «representar al pueblo» y poco sirvió que esos líderes anónimos hubiesen dirigido las protestas heroicas en contra de un régimen de dura represión.

Así fue como en la década siguiente, la democracia pasó sus escollos y poco a poco se alejó de las primeras hipótesis de desestabilización, al tiempo que se iba diluyendo la voluntad de cambios que se habían comprometido en las plataformas programáticas de fines de los ochenta. El haber logrado cuotas de poder les permitió a los dirigentes de los partidos de la Concertación, actuar cupularmente en el sistema binominal, mantenerse siempre a flote y mantener seguros reciclajes dentro del gobierno o en las grandes corporaciones privadas. Luego, modificar o corregir el sistema, fue una retórica más que una voluntad política efectiva. El eslogan de no hacer olas resultó al final muy funcional para que el statu quo se mantuviera.

Pero ¿representaba esa acción cupular el sentir y percepciones de quienes estaban fuera de esos círculos, que han aspirado a llegar a una democracia real, a una corrección de la Constitución heredada y no al simple maquillaje con que quisieron disimular sus anclajes antidemocráticos?

Objetivamente no, pero los amarres eran objetivos, su desamarre no se ha producido, aunque el sentir generalizado haya sido por cambios de fondo.

En estas dos décadas de democracia representativa, nuevas generaciones entraron al sistema. Un 40% de las personas con edad para votar no lo hacen, ya sea por no inscripción o por abstencionismo. Chile, como sociedad, ha cambiado. El grueso de la población acepta y apoya una economía de mercado, aspirando a participar mejor en las oportunidades, tratando de lograr un mercado más transparente, sin los abusos que permite la fiscalización débil de parte de la autoridad.

Hoy los chilenos quieren un mejor Estado, quieren un Defensor del Pueblo, quieren desconcentrar el poder capitalino y terminar con el sistema centralizado para la asignación de los recursos. Quieren poder remover a Intendentes ineptos o corruptos; quieren tener capacidad de realizar consultas populares para una mejor asignación de las obras públicas; quieren transparencia y probidad en la contratación pública. Nada de esto significa posiciones que vayan a revolucionar un sistema de mercado, pero sí representa un repudio mayoritario al sistema de economía salvaje, donde la desprotección del ciudadano y consumidor ha ido ligada a áreas raras de la economía, a nichos de oscuridad, a actos impropios en la gestión pública, a expresiones de corrupción que enlodan la gestión del Estado y que han generado este alejamiento y desconfianza del accionar de los políticos en la administración de recursos públicos.

Para practicar el civismo activo, para profundizar la democracia, existen hoy posibilidades enormes para influir en las decisiones de la institucionalidad.

Es que, poco a poco, asumiendo las Tecnologías de Información y Comunicaciones como una gran herramienta para la acción cívica, gran cantidad de personas y organizaciones han iniciado fuertes campañas que cobran un gran peso en términos de formación de opinión pública.

Esa generación pujante de los cincuentones de los setenta, sigue vigente, quizás no en los bríos de ayer, pero sí en la sensatez que dan los años y por ello, son los protagonistas de una rearticulación de voluntades para profundizar la democracia. Lo hace con la legitimidad política que entrega una trayectoria de civismo activo. Tal como se reflejó en el último paro nacional de la ANEF, se está reflotando esa civilidad chúcara a la que los políticos temen porque no la pueden controlar.

El divorcio entre civilidad, ciudadanía y élites políticas se ha venido convirtiendo en una enorme brecha. La fiscalización que puede realizar el ciudadano a través de la red es inconmensurable y es lo que le puede dar transparencia real al sistema, para echar fuera la corrupción que pretendió entronizarse en áreas claves del aparato público. Cuando millones de ojos y mentes cruzan ideas, cuando comentan y reclaman sus derechos, el sistema, que no está diseñado para ello, se remece. Se ha apreciado en el último gobierno de la Concertación, que la juventud que se alejó de la política, en gran medida son aquellos hijos que con gran desencanto vieron que las causas por las que ellos lucharon se ven postergadas; de igual modo como aprecian que los sueños de sus viejos se han ido desperfilando o muriendo. Es por esa frustración existencial que muchos se han alejado de la política, como un rechazo a un sistema que no los escucha. Frente a ello su energía se ha canalizado a otras formas de expresión social y cultural, que en definitiva constituyen otras formas de expresión, en lo deportivo, en lo cultural, en la amistad, en la irrupción de las tribus urbanas, todo lo cual ha ido reflejando atomización social, con individualismos exacerbados o sectas de sobrevivencia en un clima hostil, que nada tienen que ver con lo que los viejos, sus padres, conocimos en nuestra propia juventud.

Por esta vía de las redes, miembros de esa generación del setenta nos hemos reencontrado. Hemos olido nuestras historias como quiltros que se reencuentran después de un largo tiempo de ausencia. La mayoría somos abuelos; pocos seguimos con la misma pareja de entonces; nuestros hijos están mucho más a la derecha que lo que nosotros estuvimos a su edad; hemos ido poco a poco articulando una nueva forma de acción política, de inmensas posibilidades.

Hemos logrado pasar de ciudadanos considerados clientes o consumidores a actores efectivos de nuestra realidad. Lo hemos ido construyendo a través de Internet, a través de la blogsfera, a través de las grandes avenidas virtuales, en las cuales podemos ejercer una libertad de individuos para sumarnos a una acción cívica de increíbles connotaciones.

Cuando bordeamos las seis décadas, hemos descubierto en el cyber espacio herramientas impensadas para plasmar nuestras ilusiones porfiadas en proyectos de acción. En estos espacios estamos construyendo nuevas dimensiones de la soberanía popular, nuevas expresiones de civismo que se enfrenta al mero marketing político que quisiera envolvernos en seudos participaciones con distractivos que provienen de la farandulera y mediática concepción que tienen del ejercicio del poder.

Aunque se camine con desventajas, estas redes ciudadanas que están ancladas a historias democráticas que reflejan la historia real y no escrita de la gente de 50 o más años de este país, se presentan hoy como una gran ofensiva cívica que pondrá un gran filtro a las manipulaciones electoralistas con que quisieran conquistarnos o seducirnos los operadores electorales de los partidos políticos. Es cierto que llegamos al siglo XXI, 40 años después, curados de espanto, acorazados, contusos, pero necesitamos recuperar las confianzas entre nuestra propia generación y con la de nuestros hijos ochenteros, lo que tiene mucho que ver con recuperar los afectos y el compromiso, después de casi 40 años sin tocarnos ni abrazarnos.

 

*Hernán Narbona es escritor y funcionario público.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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