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La Iglesia que yo amo es santa y puta

Esteban Valenzuela Van Treek
Por : Esteban Valenzuela Van Treek Ministro de Agricultura.
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Una institución antigua, diversa, de santos y pecadores, de ejemplares y putas y putos. Se puede aceptar contradicciones y “debilidades”, pero de allí a tolerar verdaderas redes de abusadores, habla de una distorsión severa, de criminalidad y decadencia.


El cura Berrios lo dijo hace muchos años, en el debate sobre la ley de divorcio: “La Iglesia es muy severa contra las crisis del sacramento del matrimonio y muy compasiva con las debilidades del sacramento del sacerdocio”. Sigo con los jesuitas: Eduardo Silva advirtió hace muchos años que la “sociedad le pasaría la cuenta a la jerarquía por su  concentración en moral sexual donde la Iglesia tiene contradicciones y mucho que aprender. Y para concluir en la trinidad SJ, una red de católicos chilenos que piden apertura a la Iglesia, me envían la opinión del sacerdote Rodrigo Aguayo que llama en sentido metafórico a “tomarse la catedral” para que los laicos clamen por mayor participación.

La crisis está desatada y nacerá algo nuevo, de  lo que Esteban Gumucio, el fallecido cura poblador y poeta, llamaba en  su texto “La Iglesia que yo amo”- elegido por el cardenal Silva Henríquez como su oración vital- , una institución antigua, diversa, de santos y pecadores, de ejemplares y putas y putos.  Se puede aceptar contradicciones y “debilidades”, pero  de allí a tolerar verdaderas redes de abusadores, habla de una distorsión severa, de criminalidad y decadencia.

Los liberacionistas lo dijeron: la “restauración conservadora”  desde 1980 con el Papa Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger en el Santo Oficio, frenó la apertura del Vaticano II, el aire fresco del que habló Juan XXIII, del diálogo de la fe metida en el mundo moderno que promovió Pablo VI, comprometida con los pobres y las nuevas generaciones que pidieron los Obispos en Puebla. No pondremos todo en blanco y negro. Juan Pablo II mantuvo lineamientos sociales y contribuyó a la redemocratización y las salidas pacíficas a dictaduras en muchos lugares…, pero en lo eclesial, se cerró el diálogo, Ratzinger censuró teólogos como Hans Küng que reconocían lo obvio: cuestionar la infalibilidad de la jerarquía.  El enorme avance en comunidades cristianas de base, en concejos parroquiales activos, en pastorales juveniles fuertes, se frenó a un regreso al sacerdote como símbolo del poder. Se temió a la apertura que llevó a muchos sacerdotes a optar por el socialismo, por dejar el celibato, a monjas a dejar el hábito y trabajar en escuelas y barriadas como una dirigente social más.

[cita]Es injusto mirar toda la Iglesia como su jerarquía. De hecho, la historia de la Iglesia chilena es muy matizada por sacerdotes y laicos que promovieron la modernidad desde temprano, como Camilo Henríquez, héroe independista  que fue perseguido por la Santa Inquisión y castigado porque le encontraron bajo el colchón los textos ilustrados de Rosseau y Montesquieu.[/cita]

La Iglesia dominada por el estilo centralista y romano, como explica Leonardo Boff en su clásico “Iglesia, Carisma y Poder”. En la “restauración” se resacralizó al sacerdote (no sólo el retorno a las vestiduras atávicas), incluyendo la tolerancia cómplice con los abusos.

Sin embargo, es injusto mirar toda la Iglesia como su jerarquía. De hecho, la historia de la Iglesia chilena es muy matizada por sacerdotes y laicos que promovieron la modernidad desde temprano, como Camilo Henríquez, héroe independista  que fue perseguido por la Santa Inquisión y castigado porque le encontraron bajo el colchón los textos ilustrados de Rosseau y Montesquieu; o José Miguel Infante promoviendo la elección popular de los obispos (el héroe federalista era un cristiano radical); o el jesuita Fernando Vives hablando de sindicalismo y libertad en el 1900; el padre Hurtado en su llamado a las elites a romper con las oligarquías, el obispo Manuel Larraín y el Cardenal Silva predicando con el ejemplo para dar miles de hectáreas de la Iglesia a los campesinos. Seamos  justos en la visión: no son mayoría los sacerdotes ni los laicos como las perversiones en la Iglesia del Bosque, de los mismos que acudían a venerar a Paul Shaeffer y los criminales pedófilos de Colonia Dignidad,  los acólitos de Karadima que le negaban entrar  a la Universidad Católica al mismísimo Cardenal Silva Henríquez por su lucha por los derechos humanos junto a la mayoría de los obispos  chilenos (esos que despreciaban los nombres de Carlos Camus, Carlos González, Sergio Contreras, Fernando Ariztía, Tomás González,  Enrique Alvear, Jorge Hurton, Alejandro Goic, entre tantos).

No toda la Iglesia hizo un giro conservador. De hecho, la chilena es pobre, ha respetado la separación con el Estado del cual no recibe subsidios como lo hacen la mayoría de las Iglesias europeas, católicas y protestantes,  se atrevió a contradecir el exitismo  con el libre-mercadismo de la derecha y de sectores de la propia Concertación para plantear las “desigualdades escandalosas”, “las largas jornadas laborales”, “la necesidad de un salario ético”. En el propio debate de la ley de divorcio, muchos obispos, monjas y sacerdotes, fueron comprensivos y la jerarquía moderada. Ni comparable a la postura de la cúpula española que hacer cruzadas con la ultra derecha  y usa la radio eclesial como instrumento de odio y no de diálogo.

Pero hay que transformarse y aprender: el celibato como cuestión opcional, no negar el placer y la sensualidad (el teólogo Mike Van Treek  publicó estos días en la UC su tesis que rescata “El Placer en el Antiguo Testamento”), abrirse al protagonismo de la mujer y como en la Iglesia Anglicana que puedan ser sacerdotes y obispos, respetar la homosexualidad (no confundirla con la pedofilia), dar poder laical, volver a los concejos parroquiales como administradores con plenos derechos, sacar del ministerio, mandar al siquiatra y/o a la Justicia los casos de abusos sin ningún miramiento de envestidura y origen social.

El cura poeta Esteban Gumucio ya no está con su barba blanca y sus sandalias recorriendo las poblaciones del sur de Santiago (sus feligreses hacen cadenas de oración y lo promueven a los altares), pero dejó el poema excepcional que ayuda a comprender la contradicción de toda vida, de toda organización,  de la propia Iglesia que se ama.

Reconoce la diversidad y la complejidad de lo humano. Hace el relato desde la Iglesia no fariseica, la que opta por la sencillez y los de abajo, la que valora a los “otros”, como el protestante Luther King. No importa el Vaticano, se reivindica la singularidad, colegiatura y realidad latinoamericana.

Pero es la Iglesia de ayer y hoy, de santos y putos, la que debe transformarse o decaerá. La Iglesia de claro oscuros, como lo concluye  el cura poeta:

Amo a la iglesia de la diversidad, la difícil iglesia de la unidad.

Amo a la iglesia del laico y del cura, de San Francisco y de Santo Tomás.

La iglesia de la noche oscura y la asamblea de la larga paciencia.

Amo a la iglesia abierta a la ciencia, y esta iglesia modesta con olor a tierra, construyendo la ciudad justa, con sudores humanos.

Amo a la Iglesia de los Santos y de los pecadores.

Amo a esta Iglesia ancha y materna, no implantada por decreto,

la Iglesia de los borrachos sin remedio, de las prostitutas que cierran su negocio el Triduo Santo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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