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La Cancillería de Lagos: largo trecho desde el dicho (III) Opinión

La Cancillería de Lagos: largo trecho desde el dicho (III)

José Rodríguez Elizondo
Por : José Rodríguez Elizondo Periodista, diplomático y escritor
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Dado que Alvear no tenía experiencia previa en los complejos avatares de la política exterior, todo indica que hubo en Lagos una confianza plausible y otra temeraria. La primera se relacionaba con la capacidad política general y comprobada de Alvear. Ello garantizaba la adquisición rápida de la capacidad política específica que supone el manejo de una Cancillería. En cuanto a la confianza temeraria consistía en autopercibirse como un excelente canciller de sí mismo, capaz de manejar todos los problemas que se presentaran durante el período de aprendizaje de Alvear… y también después.


Menos de un minuto demoró la Presidenta Bachelet en leer su cuenta sobre la política exterior –teóricamente una política pública y de Estado– y sólo segundos dedicó al vigente conflicto con Bolivia. No fue casual. Su premura demostró lo incómodos que nos sentimos en esa materia. Ergo, como campeones que somos del eufemismo, más valía no meneallo. Sin embargo, como tal incomodidad viene de una historia que no decanta y de una memoria diplomática con  vacíos notorios, conocer y  debatir sobre nuestras relaciones internacionales debiera ser tarea obligada. No hacerlo, so pretexto de una cautela extremada, sólo contribuye a mantener intactas nuestras desventajas comparativas. Como aporte a esa tarea estratégica, ya perpetré sendos apuntes sobre la diplomacia chilena en los períodos de Patricio Aylwin y Eduardo Frei (El Mostrador, 5 y 15 de mayo 2015). En esta tercera entrega va un esbozo analítico de los problemas experimentados durante el tercer Gobierno de la transición.

Ruda sinceridad

Antes de convertirse en el tercer Presidente de la Concertación, Ricardo Lagos Escobar quiso ser canciller y así lo planteó, sin éxito, antes de iniciarse el Gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Desde ese frustrado second best, veía su inexorable Gobierno propio como el que pondría fin a las debilidades de la Concertación y de la Cancillería en particular.

De todos modos brindó un adelanto de criterios en su libro Después de la Transición, escrito durante el Gobierno de Patricio Aylwin y distribuido en el de Frei. Ahí conminaba a no conformarse con “seguir administrando” el proceso y llamaba a terminar con esa especie de binominalismo entre el comercio y la política exterior. Para esto postulaba una “diplomacia nueva”, según el ejemplo de “las grandes naciones industriales”. En su visión aparecía (con mayúsculas) “un Sistema Nacional de Política Exterior”, con la Cancillería como “gran ente articulador”, destinada a proveer al jefe de Estado “las herramientas que necesita para mantenerse informado del rápidamente cambiante escenario internacional y poder así desempeñar sus funciones en la mejor forma posible”.

Con ese objetivo macro y con ruda franqueza, Lagos no se privó de vapulear a la Cancillería realmente existente. Minimizó las mejoras introducidas por Aylwin y sostenidas por Frei, escribiendo que “salvo cambios muy menores (…) sigue siendo la misma que bajo la dictadura”. Ejemplificando, aludió a su “cultura décimonónica”, su alto porcentaje de personal “no calificado para las funciones diplomáticas”, la “brecha enorme” entre autoridades y funcionarios, la incapacidad de estos “para tomar ningún tipo de decisión” y su “orientación absolutamente coyuntural (…) sin ninguna capacidad de anticipación y de análisis prospectivo”. También criticó la disfuncionalidad de los roles bifurcados comercial y diplomático, dada la ingerencia invasiva de los ministerios del sector económico. Según Lagos, estos habrían marginalizado a la Cancillería “de algunos de los temas centrales de nuestras relaciones exteriores”.

VOCERO AL RESCATE

Eran verdades que pudo haber dicho de manera “más diplomática”. Tal como las soltó, hirieron susceptibilidades en la propia Concertación. Por eso, seis años después, como candidato presidencial, Lagos debió asumir que se había colocado gratis entre la espada de lo dicho, la pared de lo posible y la trampa del “cuoteo”.

En esa coyuntura, Heraldo Muñoz–-su vocero para asuntos internacionales y canciller in péctore– vino a rescatarlo con un opúsculo de campaña, que cubría los duros dichos con una capa de vaselina. Recurriendo a su propia experiencia como diplomático –había sido embajador ante la OEA y en Brasil, sede de Itamaraty–, Muñoz redujo la crítica a “nuestra institucionalidad de Cancillería, porque creo que podemos hacer mucho más” y negó tener “una visión autoflagelante de nuestra diplomacia”.

Separando así el edificio de sus habitantes, el inminente canciller llamó a “introducir cambios con transparencia y sin arbitrariedad”; valoró el “importante contingente de profesionales de las relaciones exteriores, altamente calificado”; los tranquilizó diciendo que debían continuar haciendo su aporte “a una Cancillería moderna y profesional”; postuló “una política de personal guiada por los principios de la excelencia, calidad de servicios, incentivo a la productividad y trabajo cooperativo”; diseñó una Academia Diplomática  equivalente a “un gran centro de educación superior”; asumió la necesidad de una “especialización relativa de los funcionarios” para evitar que se pierda la experiencia adquirida, y prometió políticas de calificaciones y destinaciones funcionales.

Fue la opción por un profesionalismo avanzado, con base en “mejorar el reclutamiento y formación de quienes ingresan a la carrera”’ y «en la optimización de la capacidad de los profesionales en todos los grados, incluso embajadores”. Una seducción políticamente correcta, que se complementaba en el mismo opúsculo con un sutil mensaje de Mariano Fernández, entonces subsecretario de la Cancillería: “No se puede hacer política exterior de manera improvisada sin correr el riesgo de que el jefe de Gobierno, el jefe del Estado, la haga por su cuenta en otros lugares que no corresponden”.

Sin embargo, la franqueza de Lagos y la prudencia de Muñoz no llegaron a componer una suma multiplicadora. El susto de una elección ganada estrechamente y el rol dirimente en ese triunfo que se asignó al trabajo de Soledad Alvear –abogada meritoria y ex ministra de Justicia–, dejaron al vocero fuera del juego mayor. Alvear, con peso político propio, el respaldo de la Democracia Cristiana y la curiosa convicción de que la Cancillería era una buena plataforma para presidenciables, solicitó esa cartera y Lagos se la concedió.

Bemoles de la autoestima

Dado que Alvear no tenía experiencia previa en los complejos avatares de la política exterior, todo indica que hubo en Lagos una confianza plausible y otra temeraria. La primera se relacionaba con la capacidad política general y comprobada de Alvear. Ello garantizaba la adquisición rápida de la capacidad política específica que supone el manejo de una Cancillería. En cuanto a la confianza temeraria consistía en autopercibirse como un excelente canciller de sí mismo, capaz de manejar todos los problemas que se presentaran durante el período de aprendizaje de Alvear… y también después.

Al parecer, el Presidente no percibió que el lucido currículo jurídico de Alvear afirmaba, implícitamente, el rol del derecho como salvavidas institucional. Con ella al mando de la Cancillería y contra la doctrina de los tratadistas de la diplomacia, el alegato juridicista seguiría siendo más fuerte que la negociación. Tampoco fue acertado al designar a Muñoz como Subsecretario de Relaciones Exteriores. Quizás creyó tomar un buen reaseguro especializado pero, obviamente, no dimensionó los conflictos del alma que creaba a la canciller designada, al canciller frustrado y a los altos cargos del servicio.

Con la historia por detrás, puede decirse que esas primeras medidas de Lagos no ayudaron a llenar el vacío entre el débil profesionalismo de la diplomacia chilena y las autoproclamaciones de seriedad nacional. La falta de una reingeniería como la postulada por él mismo y prometida por Muñoz, no podía suplirse con más de “lo que hay” ni mitigarse con concesiones al “cuoteo”. Ni siquiera las invocaciones al “estricto Derecho” –como se vería pronto– le permitirían tener la fiesta en paz.

Es cierto que muy pocos políticos captaron la importancia de lo señalado pues, hacia mediados del período, la diplomacia comercial chilena había tejido la red de relaciones económicas más extensa del mundo. Gracias a ello Alvear pudo retirarse con honores, a fines de 2004, para iniciar su precampaña presidencial. El gobernante, por su lado, vivió jornadas estimulantes con la reunión en Santiago de los líderes del Foro de Cooperación Económica Asia Pacífico (APEC), donde departió con George W. Bush y Vladimir Putin, entre otras estrellas asistentes.

Montajes paralelos

Mientras tanto, como en esos montajes paralelos del cine, donde secuencias de serenidad alternan con otras de terror, en las profundidades de la región estaban madurando problemas nuevos para Chile y versiones renovadas de los viejos conflictos vecinales.

De menos a más, dichos problemas se sintetizaban en una tripleta de facturas diplomáticas ideológicamente verdaderas y cobradas en diferido. La primera mostraba nuevos casos de “embajadores políticos” al margen de la disciplina funcionaria. La segunda contenía el imprudente apoyo en solitario al frustrado golpe de Estado contra Hugo Chávez, en Venezuela. La tercera era acumulativa: controversias duras y paralelas con Argentina, Bolivia y Perú que, en determinado momento, insinuaron el fantasmón de la hipótesis de conflicto simultáneo en tres frentes. La vieja geopolítica de la HV3.

Los contenidos de esa tercera factura pueden definirse, hoy, como incompatibilidad con el “primer kirchnerismo”, incomprensión de la estrategia boliviana de aproximación indirecta y déficit de inteligencia –estratégica y diplomática– sobre el desconocimiento peruano de la frontera marítima entonces vigente.

Respecto al ítem argentino, tuvo tres erupciones alarmantes: el incumplimiento de un convenio de aprovisionamiento gasífero; la aceptación por parte de Néstor Kirchner de la exigencia boliviana de no reexportar a Chile “una sola molécula de gas”, y un estrambótico espionaje chileno al consulado argentino en Punta Arenas. Como secuela, quedó en claro que la amistad estratégica con Argentina suponía el apoyo renovado de Chile al “objetivo Malvinas”, pero no bastaba para impedir el apoyo de Argentina al “mar para Bolivia”.

El segundo ítem reflejó la obstinada ilusión chilena de solucionar un problema que, de expresarse con sinceridad, no tenía solución: el de una salida soberana al mar por Arica, sin el prescriptivo “previo acuerdo” del Perú. Creyendo en la posibilidad de un comportamiento estratégico flexible de Bolivia, el Gobierno chileno ofreció al de Hugo Bánzer, como moneda de cambio, una Zona Económica Especial en territorios no afectos al tratado de 1929 con Perú, que sirviera como plataforma-enclave para la exportación del gas boliviano. Tras la imprevista muerte de Bánzer, esa negociación se licuó en una dura querella política interna, con interferencia peruana, que culminó con la “diplomacia del gas”, la emergencia estelar de Evo Morales y un distanciamento profundizado con Chile.

Primer pleito en La Haya

En cuanto al ítem tercero, el más grave, fue precisamente el que Pinochet había ocultado a sus sucesores y pasado inadvertido por la diplomacia chilena: el desconocimiento peruano de la frontera marítima hasta entonces respetada. Motivo: la inexistencia de un tratado específico y, por tanto, formal. Para la Cancillería peruana se trataba de un tema pendiente desde 1986 y con tesis adelantadas por el almirante Guillermo Faura en un texto de 1977

Fue un desafío literalmente soberano, expuesto a Lagos en vivo y en directo por su homólogo Alejandro Toledo durante su visita oficial a Chile de 2002. En una primera etapa, Lagos desconoció la juridicidad de la controversia pero luego, confiando en la solidez de los argumentos proporcionados por sus asesores legales, terminó aceptando la inminente judicialización ante la Corte de La Haya.

Así fue como Chile pasó directo de la no controversia jurídica a la judicialización, sin escala intermedia en la negociación diplomática. Tras complejos y riesgosos avatares, el proceso ante la Corte involucró a los siguientes gobiernos de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera. El fallo se produjo en enero del año pasado y, como era previsible, tuvo un componente de equidad: dio parte de la razón jurídica a Chile y asignó parte del mar disputado al Perú.

Aunque las secuelas de dicho fallo están en pleno desarrollo, puede asegurarse que marcará una época en la historia diplomática de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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