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Los obedientes

Por: Mario Prades


Señor Director:

Mi carta del pasado 31 de enero sobre “Los hundidos y los salvados” mereció una oportuna respuesta por parte del profesor Alejandro Ancalao, quien nos recuerda que en el siglo XX hubo otros genocidios, además del Holocausto del pueblo judío; y que este fue orquestado por el Estado alemán. Sobre esto último, quisiera hacer una reflexión más allá de la conmemoración de las víctimas, tema de mi primera carta.

Primo Levi utiliza el concepto de zona gris para hablar de su experiencia en Auschwitz. Ahora bien, no hay duda de que buena parte de la población alemana de la época también vivió en una suerte de zona gris, habitada por quienes sabían, o sospechaban, del asesinato sistemático de judíos, gitanos y homosexuales por parte del Estado, pero no actuaron por impedirlo (algunos incluso se beneficiaron). Mención aparte merecen los funcionarios del gobierno que participaron, en mayor o menor medida, en la “solución final”: ¿por qué obedecieron órdenes tan abominables? ¿no sintieron la tremenda responsabilidad de su participación?

Uno de ellos fue el célebre Adolf Eichmann. Tras asistir a su juicio, Hannah Arendt acuñó su famosa tesis sobre la banalidad del mal, según la cual los actos de este personaje no fueron causados por una naturaleza monstruosa, sino por un banal celo burocrático por el cual subordinó su juicio moral al cumplimiento de las órdenes de sus superiores. Fue un funcionario obediente.

Tres meses después del juicio contra Eichmann, Stanley Milgram, psicólogo de la Universidad de Yale, realizó su conocido experimento sobre la obediencia a la autoridad. El resultado: un 65% de los participantes infligieron un daño, aparentemente grave, a un tercero, dentro de una cadena de comando que les instaba a hacerlo. La percepción de la propia responsabilidad se difuminaba por el simple hecho de obedecer órdenes. Más allá de la Alemania nazi, el experimento parece recordarnos que la banalidad del mal nos acecha a todos.

Ahora bien, esta banalidad tiene un límite, pues toda cadena de comando termina en un último eslabón encargado de ejecutar las órdenes, de ensuciarse las manos. Un ejemplo de ello nos lo ofrece el historiador estadounidense Christopher Browning en su libro Ordinary men, en el que estudia un batallón de reserva alemán que ejecutó a cientos de judíos en Polonía en 1942 –los soldados se sirvieron de sustancias que embotaban sus sentidos y facilitaban la deshumanización de sus víctimas–. El hecho es todo menos banal, racional y sistemático. Sin embargo, Browning concluye, en línea con Arendt y Milgram, que, bajo determinadas circunstancias, personas corrientes pueden cometer actos horribles, incluso contra su propia voluntad, siempre que se encuentren subordinadas a una estructura de poder que cancele, a su juicio, su propia responsabilidad.

Un matiz: el Holocausto judío se entiende a partir de procesos históricos de larga duración, como el antisemitismo o la ideología racial. Cada estructura histórica de poder es, en este sentido, única e irreductible a un experimento de laboratorio. Sin embargo, no debemos perder de vista lo que Arendt, Milgram y Browning señalan: la sorprendente capacidad del ser humano para no actuar e, incluso, condescender ante la injusticia y la violencia impuestas.
Wenzel Michalski, director de Human Rights Watch Alemania, advertía hace unos meses del aumento del racismo, el antisemitismo, la islamofobia y la homofobia en las escuelas alemanas. Su propio hijo fue víctima de abusos y vejaciones por ser judío, ante la indiferencia de sus compañeros de pupitre. Seguramente, todos tuvieron un buen motivo para no actuar.

Dr. Mario Prades
Académico Licenciatura en Historia
Universidad Andrés Bello

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