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La universidad pública, jardín de lentitudes

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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Estudiar, o mejor dicho aprender, es también tener la oportunidad para protagonizar hazañas. Sin haberlas realizado nadie sale realmente del colegio, nadie se forma integralmente. Los jóvenes que se toman un local, organizan una jornada, lanzan una revista, convocan una asamblea, asisten a un concierto rock o preparan una fiesta nocturna o una película, entran en el mundo heroico de lo que se hace por vez primera, y sienten el calor amable de enfrentarse, aunque sea sin grandes peligros, a esas dos atrocidades de la existencia que son el calendario y el horario.


Por Guillermo Tejeda*

Por razones filosóficas, operativas, tradicionales y de convivencia, perder horas de clases es una de las actividades más recurrentes en las universidades públicas, entre nosotros, en otras latitudes, ahora y desde siempre. Esta tendencia suele ser más palpable en las carreras humanistas o artísticas. Las ingenierías, medicinas y economías, demandantes de conocimientos exactos para resolver problemas precisos (en verdad, son disciplinas más bien técnicas), tienden en cambio a ser algo más estrictas en los cumplimientos horarios. Pero en todos los casos hay una administración del tiempo más bien laxa.

A veces es un paro estudiantil, una protesta o incluso una toma (es decir, la siempre censurable ocupación ilegal de los locales y el desalojo también ilegal de las autoridades y académicos). Puede ser también una alegre bienvenida de mechones o despedida de graduados. O la adhesión de los funcionarios a protestas de otros gremios. También valen los días puente o sandwich, es decir los que se conceden al descanso por quedar entre un feriado y el fin de semana. Los viernes por la tarde la carga académica se debilita y la docencia se hace a medio gas ya que los estudiantes, por su edad, afinan la puntería social y comienzan a hilvanar sus carretes. Del mismo modo, a principio de año los inicios son confusos y lentos, y hacia noviembre ya se desacelera la marcha para preparar los exámenes de fin de año. Aparte de eso están las suspensiones de clases debidas a claustros, coloquios, jornadas de reflexión, visitas de personajes ilustres, fiestas, carnavales o congresos internacionales.

Hay quienes desde una mirada fría y operativa censuran radicalmente estos usos. Es un poco la idea que de modo tan nítido expresó Pinochet cuando dijo que «a la Universidad se va a estudiar».

Pero estudiar, o mejor dicho aprender, es también tener la oportunidad para protagonizar hazañas. Sin haberlas realizado nadie sale realmente del colegio, nadie se forma integralmente. Los jóvenes que se toman un local, organizan una jornada, lanzan una revista, convocan una asamblea, asisten a un concierto rock o preparan una fiesta nocturna o una película, entran en el mundo heroico de lo que se hace por vez primera, y sienten el calor amable de enfrentarse, aunque sea sin grandes peligros, a esas dos atrocidades de la existencia que son el calendario y el horario. Una vida universitaria integral es mucho más que copiar apuntes y dar pruebas. Y desde este punto de vista las universidades públicas cuentan con una gloriosa tradición abierta a la participación, a las iniciativas personales o grupales, a las sociedades diversas, al desarrollo de las personas más allá de ser estudiantes aplicados. Todo ello desde un firme respeto por la diversidad y la libertad de expresión. Muchas veces es más formativo entrar en un grupo político o fundar una revista que asistir a una clase boba.

La sabiduría está en mantener los debidos equilibrios. Piensa uno que si en una determinada escuela o facultad se ofrecen semestres de 18 semanas lectivas y permanentemente no se cumple ese compromiso, sería más prudente ofrecer semestres de 16 semanas, o de 15, y ser fieles a la palabra empeñada. Hay que ser serios, y pensar en los estudiantes de intercambio, o en las almas mateas, que también tienen derecho a lo suyo.

Es decir, la mezcla ideal es ser capaces de desplegar ante el estudiantado un territorio donde las actividades docentes se garantizan, pero queda aún espacio y están los recursos para las hazañas, para los experimentos, para el enriquecimiento personal sin programación previa. Cuando las cosas se desequilibran lo que vemos a menudo es a un grupillo de estudiantes envueltos en consignas y muy entusiasmados por algo y a cientos o miles de sus compañeros que, aburridos -aquella entusiasta protesta o jornada no es lo suyo- prefieren quedarse en casa «hasta que comiencen de nuevo las clases». La peor vista de un campus es aquella donde no hay nadie. La más bonita, cuando a los jóvenes hay que expulsarlos por la noche para cerrar.

Ya Aristófanes se mofaba de los filósofos perdiendo el tiempo con sus disquisiciones absurdas. Y desde el siglo XIII la universidad ha sido siempre un jardín de lentitudes, un espacio donde los estudiantes disfrutan por unos años de los privilegios de la libertad sin tener la esclavitud de ganarse la vida, y donde los académicos acumulan una dulce caspa epistemológica con bajos ingresos tal vez, pero cerca del saber y lejos de las tensiones casi siempre ridículas del mercado. Los jugos vitales de la vida universitaria están, más que en las aulas, en los pasillos, los pórticos, los patios, las cafeterías, las inmediaciones; no tanto en las actividades programadas como en las casuales.

El conocimiento es una convicción del ser, y por tanto no se cumple desde una actividad siempre frenética y preguiada. El aprendizaje no es tanto una acumulación de datos como un proceso complejo que debe guisarse, como los buenos platos, en los tiempos debidos. Las admiraciones y los afectos, las actividades en equipo, la adecuada administración de los vicios y virtudes capitales, las curiosidades de cada cual sean éstas precisas o difusas o arbóreas, el ser capaces de entrar o salir por las distintas puertas del saber, el manejo del tiempo infinito o finito, la programación y la antiprogramación, la adquisición de certezas éticas, el afinamiento de la vocación personal, la maduración corporal y espiritual, la actitud diríamos circular ante lo que se necesita para ser personas integrales, todo eso es el crecimiento. Y sólo en libertad crecen los árboles sin convertirse en bonsais.

Las universidades públicas chilenas, pese a haber sido tan maltratadas durante las últimas tres décadas, han logrado la hazaña de preservar la adecuada pérdida del tiempo oficial para convertirlo en ganancia de tiempo personal o grupal. Pero eso no quita que se puedan entregar seguridades de cumplimiento horario y lectivo. Una hora de clases tiene un costo preciso, y si se reemplaza por otra actividad lo sensato es que ese reemplazo no signifique caer en la nada o dilapidar recursos que cuesta mucho allegar. La aritmética y la consistencia no están reñidas con el humanismo sino que son ambas parte de él. Jardín de lentitudes, la universidad pública contemporánea debe ser también un sistema confiable de administración de los tiempos y los recursos.

*Guillermo Tejeda es académico de la Universidad de Chile.

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