El espejo duplica al personaje. De un lado la persona, del otro el bailarín.
El otro bailarín huye del plano listo para el ensayo. Ya se calzó sus atuendos y sale a escena.
Ambos se encontrarán con el mismísmo Sr. de la Mancha.
Concentrado, el bailarín repasa sus parlamentos. Estudia el escenario recogiendo miradas de cómo sus pasos dibujarán por ahí la ruta del mismísmo Quijote y bailado en su amada Mancha. A su lado el sonidista, con sus audífonos dista quinientos años en el tiempo.
Vistas así las bailarinas se adelantan al aire. Suaves torbellinos al compás de la guitarra.
Atento a la partitura, en penumbra, como en una cueva secreta del futuro, el régisseur no pierde detalle de una sola nota y busca que la luz bañe con su halo el color que él pintó para esa escena.
Alejados de la fanfarria, los escenógrafos hacen su tarea, su no menor tarea de construir un horizonte narrativo donde la historia tome vuelo.
El futuro decorado, por ahora horizontal, imita al mar dentro del teatro, ayudando a creer al observador en la inmensidad de la sala.
Entregados a las partituras, la música es fiel a lo que digitan los dedos de los músicos. Ellos se esfuerzan por alimentar el sueño que sucede justo encima de sus cabezas. Aquí el ensayo de Parsifal, el grandioso “festival sagrado” wagneriano. En 2013 se celebraba el bicentenario del nacimiento de Richard Wagner.
En tiempos legendarios en la comunidad de los caballeros del Santo Grial… Una impresionante puesta en escena de Parsifal.