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Cómo sobrevivir en La Victoria sin perder la esperanza Opinión

Cómo sobrevivir en La Victoria sin perder la esperanza

Gonzalo Bacigalupe
Por : Gonzalo Bacigalupe Sicólogo y salubrista. Profesor de la Universidad de Massachusetts, Boston e investigador CreaSur, Universidad de Concepción
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Los niños y las niñas en ese lugar son felices y hay un tremendo orgullo en lograr una sencilla sonrisa a diario. Es el producto de la organización comunitaria y es esa misma capacidad de organización la que ellas sugieren que sea el remedio para hacerle frente al narcotráfico, porque “no queremos estar más encerradas, estamos desesperados con la situación”. La apropiación del espacio por la delincuencia organizada y el hostigamiento policial impiden además asistir, por ejemplo, al funeral de un joven asesinado. Ese ritual último de cierre y de hacer sentido también se transforma en un escenario apropiado por el narco y sus armas, así como el terror de los operativos en helicóptero y los allanamientos de la policía que terminan sin resultados positivos.


La Población La Victoria es histórica, emergió como una de tantas tomas a fines de los 50 del pasado siglo, liderada por más de 1.000 familias que vivían en precarias condiciones en el Zanjón de la Aguada. Caracterizada por sus luchas populares, incluida la férrea oposición a la dictadura, sus calles resuenan con la vida de una comunidad llena de energía. La Victoria, ubicada en otro país, sería un destino turístico. Recorrer sus barrios con uno de sus habitantes, con sus calles repletas de murales homenajeando a sus líderes y reflejando aspiraciones por un buen vivir, nos recuerda la fortaleza de una comunidad cercana y cariñosa. No es casualidad que ahí muchos movimientos sociales encuentren inspiración. En los últimos años, lamentablemente, el narcotráfico se ha tomado las calles y la brutal violencia a la que se ven sometidos sus habitantes es pan de cada día.

Hace unas semanas, una balacera, una de tantas –no era la primera ni será la última–, aterrorizó a la comunidad de párvulos que asisten al jardín Nuestra Señora de La Victoria. La grabación donde las profesoras les cantan a sus preescolares para que no escuchen los balazos se viralizó a través de las redes y la televisión se hizo presente. La violencia hizo noticia ese día y por algunas horas los conductores de matinal se unieron a la tristeza e ira que conmueve a los habitantes de esta población. Por supuesto, el olvido es rápido cuando las cámaras vuelven al estudio. Sin embargo, un evento de esta naturaleza, por mucho que sea cotidiano, es una experiencia traumática para los que se exponen a ella sin respiro.

No + zonas de sacrificio” dicen los grafitis sobre los postes de luz afuera del jardín comunitario, apuntando a la violencia causada por la actividad delictual y la respuesta negligente y abusiva no solo de las pandillas de narcos, también por parte de la policía. El lugar donde está ubicado el jardín es un oasis, acogedor, y donde se siente el cariño. En una jornada de trabajo escuché de sus experiencias y sus lecciones. Era necesario aprender de estas educadoras y su continua labor para crear un espacio de aprendizaje seguro. La palabra “espacio» –mi espacio, nuestro espacio— es la frase que más identifican a las educadoras cuando se refieren a su lugar de trabajo. Eso ocurre a pesar de estar frecuentemente en medio del enfrentamiento entre jóvenes con armas, algunos de ellos, solo hace unos años eran cuidados en el mismo jardín. Escucho a una de ellas usar la expresión “el ojo del huracán”. Una metáfora bastante precisa: es en el ojo del huracán donde no se produce el daño, si es que este permaneciera siempre en el mismo lugar.

La evidencia clínica y epidemiológica es contundente. Los eventos traumáticos, o una serie de ellos, cuestionan el significado de todo aquello que consideramos normal o natural. Reconocerse de nuevo, resignificar la vida y recobrar la confianza, son tareas fundamentales en la recuperación. Reconocer su impacto nos lleva a enfatizar la necesidad de mitigarlo y es esto lo que estas mujeres orquestaron tan bien durante la balacera. Es lo que debiéramos recordar de ese momento, es esa acción de resistencia que ha caracterizado la lucha popular desde siempre. Cuando estas profesionales del cuidado cantan y tocan el pandero para que los preescolares no escuchen una balacera, es imposible no estremecerse. Al ver esos videos, inunda la pena y la decepción. ¿Cómo es posible que esto sea parte del cotidiano de una niña o niño?

Cuidar y proveer un espacio educativo es un acto de sobrevivencia colectiva. No solo se canta para proteger a la niñez a tu cuidado, se canta, cuenta una de las educadoras, porque “se va el susto y ayuda a olvidar lo que pasa alrededor”. Esta no es una estrategia idiosincrática o única en este jardín, es parte del aprendizaje en muchas poblaciones donde existe la violencia tanto del narco como de la represión. Es parte de aprendizaje con otras profesionales que trabajan en otros jardines comunitarios. Se aprende de otras poblaciones, como La Legua, donde también, con una larga historia de lucha, hoy enfrentan al desastre del narcotráfico.

Nadie realmente puede prepararse bien para emerger incólume frente a esta irracional violencia. “Sacamos los panderos para meter ruido para que los niños no se den cuenta y nosotros no perder el control”. Entre risas, recuerdan que una de las canciones dice “conejito arráncate, arráncate, del malvado cazador”. “Al final éramos todos conejitos, pero seguíamos cantando porque seguía la balacera”. No hay plan de seguridad escolar “Deyse”, que prepare a nadie psicológicamente para enfrentar un evento de esta naturaleza.

El trauma habita el cuerpo, se mete dentro de nosotros, las palabras no tienen la capacidad de representar aquello que sentimos. El miedo, la tristeza, la disociación, las memorias invasivas, la vergüenza, el descreimiento, la preocupación constante y más, son todas parte de una ecuación emocional que tiene costos en nuestra psique y en nuestra capacidad de conectarnos con la otra, en comunidad. La violencia del narco y la individualización de los problemas –el llamado al autocuidado constante sin apoyo desde el Estado– rompe con el tejido social que permitía en el pasado recorrer las calles a cualquier hora con seguridad. Se priva a sus habitantes de su derecho a sentir confianza. En nuestra jornada, por ejemplo, una de las líderes del jardín no pudo cerrar los ojos cuando hicimos una práctica inicial de atención plena, ella estaba vigilante, atenta al potencial peligro, cuidándonos.

¿De dónde sacan la fortaleza para seguir?, pregunté. “Sentí miedo y al cantar se te va el susto”. El protocolo surge del trabajo coordinado con otros jardines comunitarios que nacieron junto a tomas como en La Legua o Lo Hermida. Cantar y sacar los panderos para distraer también proporciona herramientas para que ellas no pierdan el control de la situación. Una educadora confiesa que el mensaje de un niño que le preguntó unas horas después cuándo volverían al jardín, fue un poderoso aliciente para continuar y no dejarse consumir por el miedo. En este como en otros jardines comunitarios se encuentra la esperanza de recuperar aquello que el narco ha destruido, la posibilidad de reconstruir la identidad colectiva que batalla por no naturalizar la violencia.

Los niños y las niñas en ese lugar son felices y hay un tremendo orgullo en lograr una sencilla sonrisa a diario. Es el producto de la organización comunitaria y es esa misma capacidad de organización la que ellas sugieren que sea el remedio para hacerle frente al narcotráfico, porque “no queremos estar más encerradas, estamos desesperados con la situación”. La apropiación del espacio por la delincuencia organizada y el hostigamiento policial impiden además asistir, por ejemplo, al funeral de un joven asesinado. Ese ritual último de cierre y de hacer sentido también se transforma en un escenario apropiado por el narco y sus armas, así como el terror de los operativos en helicóptero y los allanamientos de la policía que terminan sin resultados positivos.

Una de las educadoras me cuenta que “es una pena ser conocido por esto, es un estigma”. Pero serán más conocidas por su entereza al proteger a sus preescolares y priorizar su salud mental mientras escuchaban la balacera y protegiéndolos del impacto del trauma. A pesar de reconocer en ello una acción que probablemente tiene un efecto positivo, esto tiene repercusiones. Hoy, la música se escucha a un volumen más bajo, es necesario para poder estar así atentos. En esta zona de fuego, “hay que estar atento a escuchar lo que pasa alrededor” y ya no pueden salir al parque que está a unas cuadras de distancia. Hay miedo. Es normal que anden hombres con armas en la esquina de esa misma calle. Es fuerte el miedo, a las 7 de la tarde no hay gente en la calle, las actividades del jardín terminan ahora más temprano, pero a pesar de ello hay menos niños y niñas que asisten, el temor es patente.

Hay límites a la capacidad que pueden tener estas trabajadoras en la línea de fuego. Recuperar el espacio perdido va a requerir que toda la población se organice y de eso ya hay signos. Recuperar la valentía de los que llegaron hace décadas y consiguieron una vivienda digna es, al parecer, lo único que quizás sea capaz de recuperarse del horror de la violencia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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