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Procesos constituyentes: conversando «entre amigos’ Opinión

Procesos constituyentes: conversando «entre amigos’

Mauricio Torres Jáuregui
Por : Mauricio Torres Jáuregui Abogado, Magister en Argumentación Jurídica Universidad Diego Portales. Estudiante de Doctorado en Derecho U. de Chile. Autor de “El pensamiento conservador en la Constitución chilena”.
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Todo diálogo constitucional se debe dar entre personas que piensan distinto. La razón no es solo cuantitativa o «de inclusión» (aunque esas razones también sean importantes), sino epistémica: dialogando entre diferentes se hace más probable que nos demos cuenta de si los conceptos que estamos proponiendo son los adecuados para dar cauce a las necesidades de la generalidad de la población o no. Esta es, quizá, una de las lecciones más importantes que el triunfo del Rechazo nos deja con miras a la posibilidad de un futuro proceso constituyente.


Toda propuesta constitucional, si ha de ser aprobada por los ciudadanos, necesita ser justificada, a fin de conseguir legitimidad. La justificación para adoptar reglas constitucionales radica en si esas reglas son o no un medio apropiado para resolver los temas que la ciudadanía espera que sean tratados. Esta justificación es discursiva y argumentativa, y se debe producir precisamente durante los procesos deliberativos que dan origen a las propuestas en cuestión.

La legitimidad de una propuesta constitucional está necesariamente unida a la intensidad de la justificación, que se mide según la densidad de la argumentación destinada a convencer a los demás de que la incorporación de tal o cual regla es adecuada. Una argumentación con mayor densidad puede producir mayor legitimidad, por la vía de incrementar la cantidad y el peso de los argumentos disponibles para defender la pertinencia de la propuesta constitucional que se discute. Una buena argumentación debería, entre otras cosas, justificarse en valores universalmente compartidos, hacer las distinciones apropiadas entre los conceptos (de común aceptación) y las concepciones (las bajadas concretas de los conceptos que se encuentran en disputa política), tener respuesta frente a las objeciones más frecuentes y/o plausibles, etc.

Por el contrario, una argumentación de baja densidad queda abierta a múltiples cuestionamientos hacia sus flancos débiles, abierta a preguntas que no encontrarán respuesta y expuesta a que se devele que los principios y valores escogidos no son de aceptación general en la población, provocando así una baja adhesión de los ciudadanos a la propuesta, porque los argumentos ofrecidos para ella simplemente no les convencen.

Pero conseguir una buena densidad argumentativa, que intensifique la justificación y por tanto incremente la legitimidad, no es una tarea automática. Su aparición está condicionada por las condiciones institucionales del espacio donde se esté produciendo la deliberación, y de cómo los participantes de dicha deliberación interactúan entre sí y con la ciudadanía en general.

Así fue el caso de la llamada Comisión Ortúzar, principal órgano redactor de la Constitución de 1980. El estudio de las actas de dicha comisión (disponibles en la página web de la Biblioteca del Congreso Nacional) revela que en muy pocas ocasiones se hizo el esfuerzo de ofrecer una argumentación profunda para decidir ciertos aspectos. Por el contrario, su modo de argumentación característico consistió en señalar que las propuestas ofrecidas integraban «la tradición nacional», «el consenso mínimo y básico», «los valores esenciales de la chilenidad», sin realmente cuestionarse si eso era así o no. Por ejemplo, en la Sesión 11°, se declara sin más que “Por tradición e idiosincrasia, Chile es un país presidencialista”. No hay otra explicación ofrecida más que una apelación inmediata y no argumentada a una «tradición».

Este fenómeno suele ocurrir cuando se dialoga «entre amigos»: con esta expresión quiero referirme a un diálogo producido entre quienes comparten, casi en su totalidad, sus cosmovisiones, pensamientos políticos e ideologías. Una conversación entre amigos no refleja desacuerdos y, por tanto, no aparece la necesidad argumentativa. Solo una conversación entre amigos puede originar que las propuestas constitucionales se presuman consensuadas sin la necesidad de buscar consenso racional para su aceptación por la vía discursiva.

La argumentación es hija del desacuerdo. Solo es requerida cuando es necesario resolver una diferencia de opinión entre quienes no piensan igual. Pocas veces en la Comisión Ortúzar ocurrió aquello, pero los ejemplos son decidores de la tesis que acá sostengo.

Cuando se discutió lo que hoy llamaríamos «la agenda valórica» (aborto, divorcio, familia, etc.), una pulsión inmediata de parte de Sergio Diez y Jaime Guzmán los llevó a proponer una proscripción absoluta del aborto y del divorcio, porque así lo indicaban la «moral» y la «razón». Pero la oposición de Jorge Ovalle, quien reconoció ser el único miembro que no era católico observante, llevó a la necesidad de discutir con mayor profundidad si acaso se estaba dispuestos a imponerle una visión cristiana de sociedad a toda la población. En definitiva, por la oposición de sectores moderados, se evitó que la Constitución de 1980 contuviera cláusulas de prohibición absoluta del aborto y el divorcio, y dichos temas quedaron finalmente entregados a resorte del legislador (lo que permitió que, con todas las trabas que existieron, una larga discusión democrática constitucional concluyera en la aprobación del divorcio vincular y de la ley de aborto en 3 causales).

Es razonable pensar que una «conversación entre amigos» también ocurrió en la Convención Constitucional de 2021-2022. El ambiente de triunfo de las ideas progresistas, provocado por la contundencia de las elecciones de convencionales, donde finalmente la derecha no obtuvo el anhelado «tercio de bloqueo», significó que, en definitiva, la comunión de movimientos progresistas pudiera aprobar normas sin la necesidad imperante de dialogar frente a sectores moderados o frente a la derecha. Ello pudo significar, por tanto, que en muchas ocasiones se aprobaron normas sin una justificación adecuada. Se plantearon conceptos (por ejemplo, quizá, el concepto de «plurinacionalidad») y la mayoría de los convencionales adhirieron, sin que hubiera voces que cuestionaran sus alcances o implicancias (o peor, que las voces que intentaron hacerlo fueran atacadas sin respetar límites de desacuerdo racional, como lo indica en un par de episodios el reciente libro del exconvencional y profesor Agustín Squella). La falta de necesidad de justificar un concepto frente a aquellos que no están de acuerdo, produce una falta de reflexión sobre su adecuación para resolver problemas, y un punto ciego a la hora de pensar si ese concepto sería eventualmente aceptado por una ciudadanía que no piensa uniformemente.

Todo diálogo constitucional se debe dar entre personas que piensan distinto. La razón no es solo cuantitativa o «de inclusión» (aunque esas razones también sean importantes), sino epistémica: dialogando entre diferentes se hace más probable que nos demos cuenta de si los conceptos que estamos proponiendo son los adecuados para dar cauce a las necesidades de la generalidad de la población o no. Esta es, quizá, una de las lecciones más importantes que el triunfo del Rechazo nos deja con miras a la posibilidad de un futuro proceso constituyente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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