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La Crisis del Bicentenario y el 18 de octubre Opinión

La Crisis del Bicentenario y el 18 de octubre

Hugo Herrera
Por : Hugo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales
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Ni con las abstracciones de un economicismo neoliberal de derecha, ni con las abstracciones de un moralismo académico de izquierda, es posible comprender adecuadamente la situación concreta, popular y telúrica: esa multiplicidad a la vez singular de cada individuo y concreta, de ellos en sus barrios y campos reales. Ni con esas abstracciones ni con el romanticismo de “think tanks” pagados secretamente por empresarios y añorante de la Concertación agotada, logrará el país salir de la crisis. A estas alturas, podemos percatarnos de la dificultad del problema, de lo poco que, probablemente, serán los tres años que se cumplen desde el 18 de octubre de 2019, comparados con los años que nos costará salir de la Crisis del Bicentenario.


Se cumplen tres años del 18 de octubre de 2019. Tan lejos y tan cerca estamos del estallido que hizo crujir las bases del orden político y mostró la crisis epocal en la que nos hallamos. Tres años pueden parecer mucho, pero son poca cosa si se piensa en el alcance de las crisis como aquella por la cual estamos pasando. 

Es menester, antes que todo, llamar la atención sobre la forma y dimensiones de la crisis, lo contrario lleva a errores de comprensión. 

La forma de nuestra crisis no es horizontal, como si hubiese dos bandos enfrentados, que estuvieran bien articulados desde las cúpulas hasta las bases. Por eso, ella es incomparable con 1973, donde ese enfrentamiento y esta articulación existían, entre, a un lado, las fuerzas de la Confederación Democrática y, al otro, la Unidad Popular (aunque las torpezas y desatinos de la Convención y el radicalismo de su discurso dominante casi nos lo hicieran olvidar). 

Nuestra crisis tiene, en cambio, mucho más, una forma vertical. Hay un desajuste profundo entre, por un lado, la situación popular, las demandas, pulsiones y anhelos del pueblo concreto, situado en su territorio, y, por otro lado, las instituciones, las élites políticas y los discursos por medio de los cuales se debe ofrecer expresión y cauce a esa situación popular. Ese desajuste se ha intensificado al punto que las instituciones pierden y no recuperan legitimidad.

El viejo orden que, tras la dictadura, fue capaz de imponer la Concertación, duró tres décadas. Fue un tiempo de progreso en muchos ámbitos. Es cierto que no tenemos acá clases medias del tipo europeo, como quisieran muchos. Las nuestras son precarias, se hallan endeudadas e irritadas, hacinadas, segregadas, ansiosas. Sin embargo, es cierto también que, gracias a esas décadas, los pies descalzos, el hambre, el frío y la desnutrición lograron ser dejados atrás; y, aunque con problemas, la educación se masificó en todos sus niveles, también el superior. 

Con todo, ese viejo orden se halla hoy en crisis, a tal punto que no es capaz de convencer. El malestar se fue acumulando, vino el estallido. Las instituciones no logran captar legitimidad, el pueblo deviene rebelde. 

Tan irresponsable, entonces, como querer desconocer frívolamente, cual si fueran la peste, las décadas concertacionistas, es el otro extremo. Me refiero a la pretensión, igualmente frívola, de querer insuflarle vida al viejo orden concertacionista ya fenecido, como luce ser moda en los “think tanks” de la derecha santiaguina. Ni el mal encarnado ni la fuente de redención, el orden concertacionista cumplió su tiempo. Es necesario dejar pasar al pasado.

Algo parecido a la muerte de un viejo orden, ya sucedió en Chile. En 1910, cuando el país “oficial” se aprestaba a celebrar su primer siglo de vida independiente, pensadores y literatos, entre los que se encontraban Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards, Tancredo Pinochet, Darío Salas, Luis Galdames, Alejandro Venegas, Luis Ross, entre otros, levantaron la voz para señalar que algo estaba podrido en el país. Se los conoce como la “Generación del Centenario”.

El orden parlamentarista de entonces, impuesto tras la derrota de Balmaceda, se hallaba en una crisis severa. Las clases altas habían cerrado sus haciendas para partir a vivir a Santiago o a París, arrobadas en sus frivolidades, desentendiéndose de sus funciones conductoras, de la realidad concreta; se habían anquilosado en un discurso liberal del “dejar hacer, dejar pasar”. Mientras tanto, alteraciones profundas venían aconteciendo en el nivel tectónico: emergían nuevas clases sociales, proletarias y medias incipientes, provistas de nuevas maneras de entender el mundo, y que no encontraban espacio en la institucionalidad y las ideologías dominantes. 

Entonces, estalló la crisis. Los años 20 y el comienzo de los 30 del siglo pasado fueron un período de fuertes inestabilidades, violencia y matanzas, deterioro económico y miseria. Recién a mediados de los 30, logra el país recomponer su institucionalidad en una ordenación que dura cuatro décadas.

¿No es similar lo que está sucediendo? ¿No tenemos, ahora, élites que se han encerrado en sus barrios santiaguinos (estaría uno tentado a decir: Las Condes, Vitacura y Lo Barnechea, la derecha; Ñuñoa y algunas zonas céntricas “gentrificadas”, la izquierda), perdiendo contacto con la realidad concreta y cotidiana del pueblo en su territorio? Unos, formados en la UC o en Facultades selectivas de la U. de Chile, con posgrados en Chicago o alguna escuela de economía de tono neoliberal. Otros, formados en la UC o en Facultades selectivas de la U. de Chile, con posgrados… ah, en universidades de capitales europeas. Todos, veraneantes de balnearios segregados o de lejanos lugares en los cuales “aventurarse”, como hacían los jóvenes de primer mundo en los setenta y ochenta.

Y ahora, ¿no tenemos, también, élites que han perdido capacidades comprensivas por haberse atado a pensamientos abstractos? Descontemos el pensamiento más concreto pero agotado de la Concertación. La derecha sigue ligada, en la práctica, al discurso neoliberal y gremialista de tono economicista. Allí el mercado es elevado, según las tesis de Friedman, a modo óptimo de convivencia social; y el Estado a una entelequia ineficiente, la bestia por ser controlada. Se desconoce el papel integrador y mediador de la institución política, sus capacidades para garantizar la seguridad, la conservación, reproducción y despliegue material y cultural del pueblo. Se soslaya el carácter originariamente comunitario del ser humano, acreditado ya por el hecho de que el lenguaje con el que se piensa es una producción social. Se omite que la participación política y comunitaria es un ámbito imprescindible del despliegue humano (sobre esto, remito a mi libro La derecha en la Crisis del Bicentenario, cuyo borrador está descargable aquí).

La izquierda más reciente, de su lado, ha quedado condicionada ora por reivindicaciones radicales de carácter particular (“identitarias”, se las llama; son usualmente demandas particulares de grupos de presión, que las pretenden pasar por universales); ora por un pensamiento moralizante que identifica la plenitud con la capacidad de pensar según una razón estrictamente moral, rigurosamente universal (como los marxistas alemanes de los años 20); y que condena al mercado, nada más verlo, como “mundo de Caín”. Se desconoce el significado político del mercado como factor eficaz de distribución del poder social: él es la infraestructura de una vida civil fuerte, a resguardo de la política. Si se lo abole o debilita radicalmente, invariablemente: quien emplea coincidirá con quien gobierna y la libertad de disentir queda, entonces, severamente amenazada. Asimismo, el racionalismo de la bondad universal desconoce algo manifiesto: que los individuos son únicos, singulares, y solo un fanático (lo que Weber llamara “profetas de cátedra”) podría querer someterlos a las reglas de una moral universal, definida por medio de una deliberación racional depurada de intereses particulares (sobre esto, remito a mi libro Razón bruta revolucionaria, descargable aquí).

Ni con las abstracciones de un economicismo neoliberal de derecha, ni con las abstracciones de un moralismo académico de izquierda, es posible comprender adecuadamente la situación concreta, popular y telúrica: esa multiplicidad a la vez singular de cada individuo y concreta, de ellos en sus barrios y campos reales. Ni con esas abstracciones ni con el romanticismo de “think tanks” pagados secretamente por empresarios y añorante de la Concertación agotada, logrará el país salir de la crisis.

A estas alturas, podemos percatarnos de la dificultad del problema, de lo poco que, probablemente, serán los tres años que se cumplen desde el 18 de octubre de 2019, comparados con los años que nos costará salir de la Crisis del Bicentenario.

Pero, ¿cómo salimos, entonces?

Mario Góngora reparaba en que fue algo así como esto: dos caudillos (Ibáñez y Alessandri), una Constitución (la de 1925), una nueva concepción de la política, un retorno al presidencialismo, una visión renovada y auténticamente territorial e integradora de los nuevos grupos sociales, la fundación masiva de nuevas instituciones públicas (¡nada menos que eso!), fue lo que se necesitó para la articulación de “otro proyecto existencial de la historia chilena”, el de los años 30. Entonces, hay motivos para volverse francamente pesimista o al menos, para reparar en el peso de la responsabilidad.

Ni con más neoliberalismo, ni con más moralismo, ni con más nostalgia concertacionista, ni con más demandas partisanas, ni con más frivolidades de joven caprichoso o pretendidamente visionario, se logra salir del atolladero. 

La política es arte y el arte requiere talento, algo impredecible, una capacidad de articular en obras, en palabras, en acciones lo que todos de algún modo sentían, pero que no eran capaces de expresar claramente. Una capacidad de la que están dotadas las grandes dirigencias políticas.

Además del arte, sin embargo, hay condiciones necesarias que deben ser cumplidas si se busca avanzar hacia una nueva articulación político-institucional y discursiva capaz de recuperar legitimidad.

Un nuevo “proyecto existencial de la historia chilena” es lo que se requiere. Se trata de algo serio y grande, que sobrepasa las metas de plazos breves y límites particulares. Ese proyecto existencial debe ser capaz de integrar masivamente nuevos sectores sociales, de tal suerte que se sientan reconocidos por la organización que se propone y por los discursos según los cuales ese proyecto existencial se manifiesta y articula. La Constitución parece ser aquí un paso necesario (especialmente después de que, debido a la parálisis del Presidente Piñera en 2019, a su incapacidad de abrir un camino de reformas estructurales consensuadas, fuese el Congreso el que tuviera que abrir la única vía que tenía a la mano: la constituyente). Sin embargo –y la Carta de 1925 lo prueba–, la nueva Constitución no es un paso suficiente. 

Ya dije que se requiere el “genio” político y que este no es algo que simplemente conste. Pero hay todavía otras dos condiciones que son también necesarias.

La primera, es un pensamiento más abierto que los estreñidos discursos del economicismo de derecha de cuño neoliberal y la moralización de la nueva izquierda de tenor académico. Es menester una manera de pensar que entienda el talante de la tarea de la comprensión política. Una concepción capaz de reparar en que comprender políticamente, más que en someter la realidad concreta bajo esquemas ideales, consiste en brindar expresión a un polo irreductiblemente concreto, del pueblo en su territorio, según ideas abiertas en grado suficiente como para articular al pueblo en instituciones en las que él se sienta eficazmente acogido y a las que le preste por lo mismo su reconocimiento.

Ni la valoración sin matices suficientes del modo mercantil o utilitario de relacionarse entre individuos separados; ni la asunción de una razón universal de carácter moral según la cual los individuos debiesen purgar sus intereses individuales y someterse a la vida público-deliberativa (todo eso bajo una concentración inusitada del poder en manos del Estado), son modos según los cuales quepa esperar razonablemente que el pueblo y sus miembros se sentirán efectivamente acogidos y expresados (y los estrepitosos fracasos, de la derecha recalcitrante en el “plebiscito de entrada” y de la izquierda recalcitrante en el “plebiscito de salida”, lo dejan patente, me parece). 

La segunda condición es lo que podría llamarse la “lucidez telúrica”. En Chile, la consciencia sobre la importancia de la tierra y el paisaje se ha deteriorado drásticamente. Nunca fue muy intensa. Pero al menos nuestros poetas y pensadores la mantenían viva y ellos eran escuchados. Ahí están los textos de Mellafe, la Mistral, Benjamín Subercaseaux, Serrano, Luis Oyarzún, hasta los de Neruda. Altas dirigencias políticas y sociales no eran indolentes ante el asunto telúrico. Gracias a la consciencia de la tierra se tendió tempranamente la red ferroviaria, se integraron zonas inmensas de territorio a la vida del país, surgieron el cine y la radiodifusión nacionales. La pérdida de esa “lucidez telúrica” coincide con las etapas de decadencia política chilena: para la Crisis del Centenario y ahora, para la Crisis del Bicentenario. 

Hoy la mitad del país se hacina en una capital contaminada, aceradamente segregada, carente de lugares de encuentro masivo cotidiano. Hoy, la otra mitad se halla abandonada en regiones preteridas, carentes de peso cultural, social, económico y político equivalente al de Santiago o al de ellas mismas en el pasado, cada vez más divididas (divididas por iniciativa propia). ¿Dónde están las ciudades de “provincia” de las que emergerán los Parra, los Claudio Arrau, los Enrique Molina, los Encina, las Mistral, los Carlos León, las Isabel Le-Brun, los Luis Oyarzún, etc., etc., del futuro? La integración del pueblo a su institucionalidad ha de partir por lo más básico: una institucionalidad integradora del pueblo, vale decir, una que logre poner al pueblo en relación con el poder del Estado, al pueblo en relación no-segregada y habitual consigo mismo, y al pueblo en relación con su paisaje. ¡Que “las bendiciones de la tierra” sean vivenciadas cotidianamente, no asunto de privilegiados en sus barrios segregados o veraneantes en sus balnearios asépticos!

Cuando esas condiciones se cumplan, entonces, recién entonces, cabrá esperar que emerjan dirigencias arraigadas: con consciencia del paisaje; más atentas a la realidad concreta del pueblo que a ideas abstractas, sea economicistas, sea moralizantes; dirigencias de talante más patriótico que partisano, más de la nación o el pueblo en su totalidad que de sus pequeños mundos de iniciados.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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