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Asincronías abrasivas Opinión

Asincronías abrasivas

Luis Oro Tapia
Por : Luis Oro Tapia Politólogo. Sus dos últimos libro son: “El concepto de realismo político” (Ril Editores, Santiago, 2013) y “Páginas profanas” (Ril Editores, Santiago, 2021).
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El hombre contemporáneo es interpelado por su creación y no puede responder a las exigencias de su creatura sin menoscabarse humanamente a sí mismo. De hecho, es remolcado y violentado por el mundo que él mismo instituyó; pese a que lo modeló con el propósito de emanciparse de las cadenas de la naturaleza y de las valoraciones heredadas. Según el racionalismo cientificista, en virtud del avance de las ciencias, en el mundo moderno finalmente imperaría la felicidad. Esa, por lo menos, era la idea que animaba la fe en el progreso. Sus realizaciones tangibles son prodigiosas. 


La cristalización neoliberal transmuta todo lo que toca, ya sea elevándolo transitoriamente, ya sea degradándolo con igual celeridad, ya sea desvirtuándolo. Todo es volátil y fungible. Tal cristalización, en cuanto consustanciación del economicismo y de la racionalidad técnica, en menos de un tris convierte a sus propios logros en desechos. Todo ello lo hace a una velocidad creciente. No deja lugar para la pausa, menos aún para el reposo. La vorágine de cambios que desata no deja al hombre tiempo para que pueda reconfigurarse culturalmente, ni un respiro para reestructurarse interiormente, en definitiva, no le da tregua para reacomodarse humanamente. 

Por eso desde hace casi cuatro décadas el hombre se halla inmerso en una crisis que es inédita en toda su historia civilizada. Tal crisis pese a tener rasgos comunes con otras que la antecedieron, es diferente de todas las anteriores por lo menos por dos razones. Primera: tiene un alcance planetario; no está circunscrita a un continente o a un grupo de países; ni siquiera existe la ensoñación de un Lejano Oriente apacible y contemplativo, excepto en las estrategias publicitarias de las agencias de turismo que venden espiritualidad de consumo. Segunda: esta vez no se trata de un mundo agonizante que se desvanece entre sus manos, sino que, por el contrario, se trata de un mundo que, pese a que fue creado por el mismo hombre, escapa de sus manos y deviene en autónomo. 

El hombre contemporáneo es interpelado por su creación y no puede responder a las exigencias de su creatura sin menoscabarse humanamente a sí mismo. De hecho, es remolcado y violentado por el mundo que él mismo instituyó; pese a que lo modeló con el propósito de emanciparse de las cadenas de la naturaleza y de las valoraciones heredadas. Según el racionalismo cientificista, en virtud del avance de las ciencias, en el mundo moderno finalmente imperaría la felicidad. Esa, por lo menos, era la idea que animaba la fe en el progreso. Sus realizaciones tangibles son prodigiosas. 

Pero la mente profunda no avanza a la misma velocidad que el mundo material. Ella tiene otro ritmo. No obstante, para los «velocistas» se trata de residuos atávicos que ralentizan el proceso, de lastre que rezaga, de obstáculos que urge remover. Se trata, en efecto, de las incómodas rémoras que tanto escandalizan a los progresistas, ya sean ellos materialistas o normativos. Con todo, lo cierto es que en la actualidad existe un evidente desfase —o, si se prefiere, una arritmia, una asincronía o un desbarajuste— entre el encofrado psíquico del ser humano y sus proezas materiales. Ni la cisura, ni el rezago son anodinos. La sangría anímica es dolorosa y supura una desazón que huele a nihilismo. 

Claramente, entre la dimensión subjetiva del ser humano y las exigencias de la civilización tecnológica existe una brecha que es motivo de una creciente infelicidad. Ella se expresa en un sinnúmero de desgarros anímicos y, en general, en malestares que tornan a la vida en un exasperante fastidio que ronda el agobio. Fastidio que tiene sus raíces en el sinsentido del progreso, en la insipidez del mundo, en la aridez afectiva, en el atomismo social y en la sensación de que la vida es una broma de mal gusto. Por tal motivo, resulta del todo pertinente preguntarse si el hombre está a la altura de la civilización que él mismo ha edificado. 

Dicho de otro modo: la civilización tecnológica ejerce una coerción creciente sobre la psiquis del ser humano y lo empuja a transgredirse a sí mismo. Así el sufrimiento alcanza cotas insólitas. Pero en el día a día pasa inadvertido no porque el hombre contemporáneo sea espiritual o porque amortigüe el dolor con una capa de alambicadas creencias religiosas. Nada de eso. El dolor pasa inadvertido porque la misma civilización tecnológica ha creado insumos médicos que permiten adormecerlo como si se tratara de un dolor físico. Y así el mundo sigue funcionando más a costa del hombre que en beneficio del hombre. 

En un mundo así, quienes son sensibles y tienen conciencia de que es sumamente difícil salir del laberinto, sólo pueden mantenerse en pie cultivando la genuina esperanza. Ésta no es una promesa de redención que se consigue de un poder superior mediante súplicas ni es la satisfacción de una anhelada reivindicación. Tampoco es un contrato que tiene fecha de liquidación ni un acuerdo que se cumplirá en un tiempo claramente predeterminado. Ni tiene nada que ver con el cálculo de probabilidades de ocurrencia de un acontecimiento ni con argumentos racionales o empíricos que avalen la espera. 

La esperanza es una fe que se empina por sobre lo natural, por sobre lo mecánico, por sobre lo racional y, en tal sentido, tiene ribetes de fideísmo. Consiste en una espera sin tener derecho a esperar y, además, sin tener la expectativa cierta de que se recibirá lo anhelado. No obstante, se espera lo esperado. 

Es una espera que puede suscitar un tenue desasosiego, pero en ningún caso frustración. Entendida ésta como el malestar que suscita el incumplimiento de un deseo cuya satisfacción se presumía obvia, natural o inminente. La esperanza, en efecto, no produce frustración porque ella constitutivamente —en razón de su índole— está abierta a lo incierto y a lo indeterminado. En eso se diferencia radicalmente de las expectativas, pronósticos y proyecciones y de otras especulaciones de impronta (más o menos) racionalistas sobre el porvenir. 

Debido a su índole la genuina esperanza no tiene cabida en la cristalización neoliberal, puesto que no se puede cuantificar ni positivizar, ni mercantilizar. Sin embargo, unos la invocan de manera utilitarista como si se tratara de un derecho en una relación contractual. Otros —los manipuladores emocionales, ya sean políticos oportunistas, publicistas inescrupulosos o bien gurúes «espirituales»— la invocan como si se tratara de un fruto que se puede repartir a voluntad entre los indigentes de ilusiones o bien como una medicación que se puede dar a los juerguistas tristes, a los opulentos malquistados con la vida o a los nihilistas iracundos. 

¿Qué tienen en común ambos tipos de malabaristas? Ambos tienden a cosificar la esperanza y al hacerlo tanto más se adentran —tanto ellos mismos como sus respectivos séquitos— en el laberinto de insatisfacciones espirituales del que intentan salir. Así, la esperanza, una vez desvirtuada, se convierte en una mera ilusión mundana; en un producto de consumo más que es faenado y devorado por la cristalización neoliberal.  

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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