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Estado anémico Opinión

Estado anémico

Luis Oro Tapia
Por : Luis Oro Tapia Politólogo. Sus dos últimos libro son: “El concepto de realismo político” (Ril Editores, Santiago, 2013) y “Páginas profanas” (Ril Editores, Santiago, 2021).
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Lo cierto es que hoy tenemos un Estado —cojitranco, anémico y pusilánime— que no puede cumplir cabalmente con dos de sus funciones básicas: garantizar la vida y la propiedad de quienes habitan el territorio que él controla.


Hay dos cosas que son diferentes, la incivilidad y la delincuencia, pero suelen confundirse; debido a que ambas lesionan el orden público y a que ambas transgreden la moralidad mínima que requiere toda sociedad para existir como tal.

Ahora nos escandalizamos con la incivilidad; en circunstancias que en las últimas diez semanas de 2019 era de buen gusto, incluso suscitaba cierta fascinación. Más aún, un sector de la opinión pública y de la clase política avaló la blasfemia, el sacrilegio y el delito; unos lo hicieron de manera explícita, otros con una discreta sonrisa de complicidad.
Lo que ocurrió en octubre de 2019 no fue un golpe de Estado, fue un golpe al Estado. Si el actual gobierno trastabilla en los asuntos de seguridad no sólo es debido a sus evidentes remilgos ideológicos, también se debe a que el Estado fue lesionado de tal manera que quedó políticamente cojo y no puede correr de manera expedita tras los delincuentes.
Pero si fue lesionado así, es porque previamente ya era un Estado venido a menos, deslegitimado, debido a que sus instituciones fueron perjudicadas por las malas prácticas de quienes las gestionaron en los años anteriores. Asimismo, su progresivo desprestigio también fue suscitado, aunque en menor medida, por los discursos ideológicos enarbolados por sectores hostiles a su existencia.

A lo anterior también habría que agregar otro elemento que contribuyó al debilitamiento del Estado: las prácticas de los partidos políticos. Él fue administrado por colectividades que eran —o son— cada vez más frívolas y propensas a la endogamia, en cuanto suelen albergar a familiones políticos con pretensiones dinásticas. Partidos que, además, otorgan más valía a la obsecuencia, al parentesco y a la visibilidad que otorga la farándula que al mérito. El hecho concreto es que el desprestigio de los partidos no tardó en desacreditar a la política; lo que, finalmente, también contribuyó a erosionar la legitimidad del Estado.

Lo cierto es que hoy tenemos un Estado —cojitranco, anémico y pusilánime— que no puede cumplir cabalmente con dos de sus funciones básicas: garantizar la vida y la propiedad de quienes habitan el territorio que él controla. No es un secreto para nadie que ese control es cada vez más nominal; puesto que hay espacios a los cuales él ya no puede ingresar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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