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Fernando González, el hijo, padre, marido y amante del teatro CULTURA|OPINIÓN

Fernando González, el hijo, padre, marido y amante del teatro

César Farah
Por : César Farah Dramaturgo, novelista y académico, es docente en la Universidad de Chile, Universidad Adolfo Ibáñez y Uniacc. Ha escrito las novelas La Ciudad Eterna (Planeta, 2020) El Gran Dios Salvaje (Planeta, 2009) y Trilogía Karaoke (Cuarto Propio, 2007), así como la trilogía dramatúrgica Piezas para ciudadanxs con vocación de huérfanxs (Voz Ajena, 2019), además, es autor de la obra El monstruo de la fortuna, estrenada en Madrid el año 2021, también ha escrito y dirigido las piezas dramáticas Alameda (2017, Teatro Mori), Medea (Sidarte 2015-2016, México 2016, Neuquén 2017), Vaca sagrada (2015, Teatro Diana), Tender (2014-2015, Ladrón de Bicicletas) y Cobras o pagas (2013-2014, Ladrón de Bicicletas).
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Un maestro en la creación teatral, un director extraordinario y legendario y también un formador de actores, actrices, directoras, directores, dramaturgas, dramaturgos. Muchos de ellos, son nombres que brillan y suenan con la belleza de sus creaciones y con la suerte del éxito o el prestigio (distinción sutil, que el mismo Fernando hacía), muchos otros son, también, gente anónima, silenciosa, gente que hace que el espectáculo funcione sin ser vista… para Fernando, eso hay que reconocerlo, lo mismo daba, siempre lo dijo y lo hizo ver: la gente de teatro era toda aquella que amara al oficio y viviera para ese amor… tal como él mismo, más allá de la fama y la fortuna.


Fernando González fue un hombre de teatro.

Tal como a él le gustaba pensarse es como quisiera recordarlo, es decir, como una persona que dedicó, obsesivamente, su vida al teatro. Para él, el oficio era lo que estaba en su mente y corazón ardiendo a cada momento que respiraba, arrebatándole todo tiempo y toda energía. Creía en el teatro y lo vivía a concho, además de amarlo y, sobre todo, respetarlo. Esto último, quizá, era lo más sagrado para él, de hecho, la falta de respeto al oficio, la falta de amor por el oficio, no la toleraba; de ahí que, seguramente, una de las cosas que más le importaban e interesaban era enseñar aquello, que al teatro se le conquista con ese amor, con ese rigor, con esa energía que él mismo estaba dispuesto a dedicarle y que exigía, a cualquiera que quisiera ser parte de ese mundo, le entregara de igual forma.

Quizá por lo mismo tenía fama de ser un director terrible y un profesor feroz… sí, creo que hoy, en un mundo donde vivimos, en la dictadura de lo políticamente correcto, se pueda entender así. En otros tiempos, eso es lo que se solía llamar rigor… bien, ese carácter terrible, creo yo, permitió que levantara obras magníficas y que no serán olvidadas en este país para quienes vamos al teatro; esa ferocidad logró que formara a tantas personas de teatro en sus distintas dimensiones, teatristas como él decía, de excelencia.

Porque Fernando González fue un maestro.

Un maestro en la creación teatral, un director extraordinario y legendario y también un formador de actores, actrices, directoras, directores, dramaturgas, dramaturgos. Muchos de ellos, son nombres que brillan y suenan con la belleza de sus creaciones y con la suerte del éxito o el prestigio (distinción sutil, que el mismo Fernando hacía), muchos otros son, también, gente anónima, silenciosa, gente que hace que el espectáculo funcione sin ser vista… para Fernando, eso hay que reconocerlo, lo mismo daba, siempre lo dijo y lo hizo ver: la gente de teatro era toda aquella que amara al oficio y viviera para ese amor… tal como él mismo, más allá de la fama y la fortuna.

Porque Fernando González también fue un enamorado de la vida y la vida en él, era teatro. Un enamorado de la vida porque también era una persona muy humana, un anfitrión notable y un ser generoso. Generoso con los colegas, con los distintos estilos de teatro (incluso los que no le interesaban mucho), con las personas de todas partes, credos, ideas, colores. Sí, Fernando fue generoso humano, ayudando anónimamente a mucha gente, cuidando a otras, prestando oídos y hombros también, a quien lo necesitara.

Porque Fernando fue todo eso, hoy, es un recuerdo reverberando en los corazones de la gente que formó, de sus colegas, de sus creaciones, de quienes le quisimos y también de sus detractores, de la potencia de su rigor y su sentido de amor por las tablas.

Hoy, cuando toca despedirlo, no puedo dejar de recordar las cosas que me enseñó y aconsejó, las veces que me prestó ayuda, las anécdotas que me contó (que buen narrador de anécdotas era), las veces que lo visité para trabajar o para celebrar, su voz, su risa que estaba en su boca y ojos… en fin, su humanidad y genialidad, cosas que tanta falta le hacen a este mundo.

La fama y la fortuna, como se sabe, son polvo en el viento, pues en este mundo material, nada dura por siempre… excepto, el amor y, si algo tuvo este hombre, fue amor por el teatro.

Y el teatro, lo amó a él.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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