En esta columna, Luis Maira –testigo de los hechos– recuerda los 50 años desde que se declarara inconstitucional el Gobierno de Salvador Allende por la Cámara de Diputados. Un evento de tal magnitud que, para los testigos de aquella época, era declaración inminente e inevitable del golpe de Estado.
Hoy, 22 de agosto de 2023, se cumplen 50 años de un hecho muy importante: la declaración –en medio de una crisis política terminal que dividía a Chile– que aprobó la Cámara de Diputados en una sesión especial, declarando que el Presidente Salvador Allende había abandonado el orden constitucional, que era el fundamento de su legitimidad.
Durante esa sesión tuve la oportunidad de observar desde cerca el desarrollo de este acontecimiento. Me encontraba iniciando mi tercer período como diputado al Congreso Nacional y en los últimos meses se me había pedido que actuara como vocero parlamentario de Gobierno del Presidente Allende.
Supe en la noche anterior que se había citado a esta reunión. Mi primera reacción fue que no deberíamos participar en ella. El argumento principal era que el Congreso carecía de facultades para declarar que el Gobierno se había salido de la Constitución, puesto que las únicas normas expresas sobre las atribuciones de la Cámara de Diputados eran participar del proceso de formación de la ley y fiscalizar los actos del Gobierno. De ahí que resultaba nítido que el tema propuesto violaba el principio básico de que en los asuntos de Derecho Público solo se puede hacer aquello que está expresamente facultado por la ley, lo que en este caso no ocurría. La actitud concordante con esta posición era no participar en esta sesión, porque en ella se estaba consumando la preparación del golpe de Estado
Con la ventaja que otorga el tiempo para entender un proceso tan complejo como el cuestionamiento de la legitimidad del Gobierno de Allende, hoy tenemos una perspectiva mucho más nítida de cómo la idea de un golpe de Estado contra el Presidente avanzó gradualmente hasta su concreción el 11 de septiembre de 1973.
A este respecto, se debe partir de la noción que desde la misma noche del 4 de septiembre de 1970 un pequeño núcleo de extrema derecha estaba dispuesto a impedir la llegada de Allende al poder, el que, luego de su toma de posesión, trabajó para generar las condiciones posteriores para su derrocamiento.
Esta no fue una alternativa viable durante el primer año de Gobierno, en 1971. Allende obtuvo un respaldo de más del 50% en la elección municipal de abril de 1971 y tuvo buenos resultados económicos, principalmente porque, al concluir el Gobierno del Presidente Frei, la economía tenía una contracción que la mantenía trabajando solo al 48% de su capacidad económica instalada. De este modo, Allende pudo aplicar una estrategia económica de reactivación que fue llevando a un crecimiento económico de cerca del 10% del PIB, medida que se fortaleció con un aumento de las capacidades ya existentes, lo que hizo de 1971 un año con un alto crecimiento del PIB, y un aumento neto en los sueldos y el poder adquisitivo de los trabajadores.
El clima político que esto produjo le permitió entrar en la historia al Presidente Allende, mediante la nacionalización de las empresas norteamericanas del cobre en junio de ese año, y la profundización de la Reforma Agraria, iniciada por el Presidente Frei, que llevó a la desaparición del latifundio en Chile y a una modernización de la agricultura.
Pero el tema central de su programa económico era la formación de una nueva economía productiva que incluía un listado de 91 empresas estratégicas que se proponía transferir al sector público, para formar el área social de la economía. Para esto, deberían ser transferidas al manejo público un listado de 91 empresas estratégicas.
Este proyecto, sin embargo, tuvo un activo rechazo de las fuerzas de oposición, que tuvo un carácter beligerante en el Partido Nacional y uno crecientemente duro en la Democracia Cristiana, así como en dos grupos disidentes del Partido Radical. De esta manera, el avance de esta iniciativa constitucional fue aumentando constantemente la polarización política entre Gobierno y oposición. Hubo muchos otros desacuerdos, pero este fue el que se constituyó en la columna vertebral y fue el que se usó para buscar la deslegitimación del Gobierno.
Quizás eso explique la vivacidad con que los detalles de esa jornada persisten en mi memoria. Ese fue un día largo y dramático en que, después de defender la legitimidad del Gobierno, e insinuar que si se producía el Golpe de Estado, esto se utilizaría como su fundamento.
Por ello, busqué dialogar con algunos dirigentes que pudieran cambiar su decisión. Así hablé con Bernardo Leighton, Renán Fuentealba y Mariano Ruiz-Esquide, tres democratacristianos de probadas convicciones democráticas. Me impresionó entonces que ninguno de ellos considerara la posibilidad de modificar su posición, argumentando que al interior del partido no se comprendería esta decisión y que esto fortalecería su aislamiento.
Don Bernardo fue más allá. Me dijo “yo estoy en contra pero si rechazara esta declaración corro el riesgo incluso de que me expulsen del partido”. Fuentealba y Ruiz-Esquide, ambos senadores también, me dijeron que la inevitabilidad del golpe era, a esas alturas, un tema de consenso unánime al interior de la Democracia Cristiana y que, al margen del respaldo de cualquiera de sus dirigentes, no había nada que hacer. Esto se confirmó durante la votación posterior en la que no hubo ninguna deserción en el bloque opositor.
A partir de ese momento, estuvo claro que cada madrugada podría traernos la noticia del golpe que, efectivamente, se produjo dos semanas después.
Dicho esto, vuelvo a mi recuento de que el avance hacia el golpe de Estado tuvo un notorio fortalecimiento en el año 1972. Luego de producida la destitución del ministro del Interior José Tohá, por una acusación constitucional, se empezó a utilizar masivamente este mecanismo contra toda clase de altos funcionarios, tornando inestable el gabinete del Presidente y la continuidad de su administración. Al mismo tiempo, se fueron preparando coordinadas denuncias de medidas supuestamente ilegales o contrarias al interés del país, tales como la Escuela Nacional Unificada (ENU), que se sostenía que era el inicio de la formación con contenido marxista de la educación. También se impugnó la expropiación de la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones, conocida como “La Papelera”, que proveía el papel para la prensa.
Otro tema crítico fueron los constantes anuncios de agudización del desabastecimiento, que se basó en un mercado negro artificial gestionado desde arriba por grupos de especuladores, como se comprobó al día siguiente del golpe, cuando aparecieron masivamente todos los productos que escaseaban en los almacenes. Este episodio fue, sin duda, el que más contribuyó a afectar la imagen del Gobierno.
Mucho hemos aprendido, pero aún falta bastante por establecer y transmitir los aprendizajes de esta inédita experiencia chilena. La conclusión es que debiéramos esforzarnos para que estos 17 años no fueran objeto de una historia controvertida, sino de un aprendizaje común acerca de la necesidad de mantener un clima de diálogo para resolver nuestros problemas y trabajar todos cotidianamente por el fortalecimiento de la gobernabilidad de Chile.