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Tecnobarbarie y cultura postapocalípica


A propósito de las decisiones en torno a políticas e institucionalidad culturales, tantas veces postergadas, me parece necesario recordar que la cultura no es un asunto suntuario ni ornamental. En una columna anterior advertíamos que sin un horizonte cultural sólido capaz de dar sentido a la sociedad, ésta tiende a desintegrarse, y que nuestra civilización está quedando convertida en una cáscara de formalidades vacía de contenidos.

Las sociedades premodernas desconfiaban del cambio. Las más importantes de ellas pretendieron establecer órdenes eternos, inmutables. Dedicaron enormes energías y recursos a la construcción de pirámides, templos o catedrales. Cuando se drenó la creencia en el valor de la perduración, la eternidad o la trascendencia que las sustentaba, esas civilizaciones desaparecieron.

En su discurso de recepción del Premio Nobel, Octavio Paz sostuvo que hoy empieza a drenarse la idea del progreso y con ella entra en crisis todo el sistema de creencias básicas que han movido a los hombres durante los dos últimos siglos.

En primer lugar, está en duda la fe en el progreso ilimitado, que prosperó hacia mediados del siglo XIX. Hoy sabemos que los sistemas que sustentan la vida en la Tierra son finitos y frágiles, y que por mucho que se desarrollen tecnologías más y más eficientes, tarde o temprano esos recursos van a agotarse.

Por otra parte, ha concluido el maridaje entre progreso técnico y bienestar, y también el matrimonio entre crecimiento económico y felicidad. Otro artículo de fe de la revolución industrial fue que los adelantos científicos y técnicos iban a resolver todos los problemas del hombre. Es evidente que aun cuando resuelven algunos problemas, crean otros tal vez peores. Las guerras mundiales, los accidentes nucleares y el deterioro de la calidad de vida en las grandes ciudades -entre muchos otros fenómenos- han puesto en evidencia que no todo progreso es bueno.

De aquí deriva también la puesta en duda de que el progreso sea necesario. No lo es, como tampoco es bondadoso, racional ni coherente. Hay muchas demostraciones, en cambio, de que el progreso puede ser caótico o catastrófico.

Se niega, por último, la idea del progreso asociado con el curso ascendente de la historia. Se sospecha, en cambio, que es perfectamente posible que los excesos del progreso material, sin soportes éticos, nos lleven a regresiones cavernarias, a una terrible tecnobarbarie.

La mayor parte de los relatos futuristas, tanto en el cine, la literatura ciencia ficción o el comic, presentan escenarios apocalípticos. Tal vez sea ésta una cultura crepuscular para conjurar el temor de un final catastrófico. Pero habría que ir más allá y empezar a construir culturas postapocalípticas, culturas para la vida después de la muerte de la civilización.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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